Ambos habían nacido el mismo día en un pueblo de los más pobres
de la Coruña. Sus padres eran parientes lejanos, y cada cual tenía
ya, al venir los muchachos al mundo, seis o siete chiquillos, que
vivían mal alimentados y casi desnudos junto a las vacas que
constituían toda la fortuna de aquellas familias.
Les pusieron por nombres, al uno Cosme y al otro Damián.
Los niños fueron buenos amigos desde sus primeros años, a pesar
de la diferencia de gustos y de caracteres. Cosme era activo,
amante del estudio, inteligente; y Damián, por el contrario,
perezoso, torpe y de escaso talento. Los dos sacaban las vacas a
pastar en el campo, y mientras Damián, echado en la hierba,
procuraba dormir o no hacer nada, Cosme deletreaba en cualquier
papel o libro viejo que buscaba sin que nadie supiera cómo, y en el
que estudiaba solo, pues sus padres no le mandaban a la escuela,
yendo únicamente el hermano mayor.
El tiempo pasó así para los dos chicos, hasta que un día sus
familias decidieron que salieran del pueblo en busca de trabajo,
muy escaso allí.
—¿Y dónde iremos? —preguntó Damián.
—Donde haya en qué ganar un pedazo de pan —le dijo su padre.
—¿Iremos juntos? —interrogó Cosme.
—Como queráis —les contestaron.
Los dos niños se despidieron de sus respectivas familias y
partieron sin llevar más equipaje que un poco de ropa vieja atada
en la punta de un palo, algunas monedas, escasas y de corto valor,
y un escapulario que les puso la abuela de Cosme.
Damián caminaba triste y silencioso; su compañero iba más
animado, contemplando con placer, ya la verde campiña que cruzaban,
ya el cristalino río o el arroyo donde mitigaban su sed, o los
altos campanarios y las casitas blancas de los pueblos.
Damián se cansaba pronto de andar, y tenían que detenerse a
menudo, lo que no era del agrado de Cosme, que deseaba verse en
alguna población de más importancia.
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