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autor: Julia de Asensi editor: Edu Robsy textos disponibles


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El Paje Roger

Julia de Asensi


Cuento infantil


I

El rey Marcial había declarado la guerra al rey Godofredo. No contento con eso, había ido a buscarle a sus propios Estados seguido de un formidable ejército fuerte y bien armado con el que esperaba vencer en breve a su contrario. Creía hallar a este desprevenido porque ignoraba que un súbdito traidor no sólo había advertido a Godofredo el peligro que le amenazaba, sino que le había revelado todos los planes de su enemigo para que los hiciese fracasar.

Caminó el rey Marcial con gran cautela, hizo el viaje a pequeñas jornadas y por último puso su campamento a corta distancia de la capital.

—No me han visto —exclamó el monarca con júbilo; porque en efecto no había encontrado a nadie por aquellos campos, ni aun a los pastores que sacaban sus rebaños en otros tiempos por allí.

Estaban rendidos después de tantos días de viaje y se retiraron a sus tiendas de campaña para descansar.

Algunos centinelas se paseaban por delante de ellas para no dormirse y dirigían miradas de codicia a la ciudad próxima en la que esperaban entrar en breve vencedores. El rey reposaba ya con agitado sueño y había encargado a sus guardias que le llamasen muy temprano; quería sorprender a Godofredo al despuntar la aurora.

La luna brillaba en un hermoso cielo tachonado de estrellas enviando sus melancólicos rayos a la tierra. Se contemplaba en las aguas de un ancho río como en un espejo. Un palacio de cristal, que se divisaba cerca de las puertas de la ciudad reflejaba también la suave claridad del astro de la noche.

—Mañana entraremos ahí —dijo un capitán señalando el bello edificio.

A eso de las doce, divisaron los soldados unos pequeños seres que se aproximaban; al pronto los creyeron duendes, pero no tardaron en convencerse de que eran niños y niñas que iban vestidos de una manera extraña con telas que parecían luminosas.

—¿Venís de la ciudad? —preguntó un centinela.


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9 págs. / 16 minutos / 39 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Coco Azul

Julia de Asensi


Cuento infantil


Teresa era mucho menor que sus hermanos Eugenio y Sofía y sin duda por eso la mimaban tanto sus padres. Había nacido cuando Víctor y Enriqueta no esperaban tener ya más hijos y, aunque no la quisieran mas que a los otros, la habían educado mucho peor. No era la niña mala, pero sí voluntariosa y abusaba de aquellas ventajas que tenía el ser la primera en su casa cuando debía de ser la última.

A causa de eso Eugenio no la quería tanto como a Sofía; ésta, en cambio, repartía por igual su afecto entre sus dos hermanos.

Cuando Teresa hacía alguna cosa que no era del agrado de Eugenio, él la amenazaba con el coco y pintaba muñecos que ponía en la alcoba de su hermana menor para asustarla.

Teresa tenía miedo de todo y sólo Eugenio era el que procuraba vencer su frecuente e incomprensible terror.

No se le podía contar ningún cuento de duendes ni de hadas, ni hablarle de ningún peligro de esos que son continuos e inevitables en la vida. Los padres se disgustaban con que tal hiciera, y sólo su hermano procuraba corregirla por el bien de ella y el de todos, esperando aprovechar la primera ocasión que se presentase para lograrlo.

Rompía los juguetes de su hermana sin que nadie la riñese y Sofía había guardado los que le quedaban, que aun eran muchos y muy bonitos, donde Teresa no los pudiera coger.

—El día que seas buena te los daré todos, le decía.

—Y cuando seas valiente yo te compraré otros, añadía Eugenio.

Teresa se quedaba meditabunda durante largo rato, sin hallar el medio de complacerles.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 75 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Coche Misterioso

Julia de Asensi


Cuento infantil


A la niña Casilda del Río y de Capua.
 

José y Teresa tenían dos hijos, el mayor, Miguel, que contaba ya doce años y la menor Carolina que acababa de cumplir seis. Como los padres se dedicaban a los trabajos del campo, pues la mujer ayudaba al marido en aquellas faenas, la niña quedaba siempre al cuidado de su hermano, encargando a este que no la perdiera de vista porque Carolina era tan traviesa como pacífico Miguel.

El pobre muchacho era esclavo de sus deberes y a veces se veía burlado por la niña que salía a la calle para jugar con otras criaturas de su edad. Estas escapatorias causaban serios disgustos a Miguel, que antes de encontrar a su hermana ya imaginaba si se había caído al pozo, si la había atropellado algún caballo, o si la había robado un gitano de aquellos que solían pasar por el pueblo, para vender una cabalgadura en la ciudad próxima procurando engañar al más cándido de sus habitantes.

Una tarde, Miguel se entretenía leyendo un libro de cuentos que le había prestado el hijo del maestro de escuela, y cuando echó de ver que había faltado a su obligación no vigilando a Carolina halló, no sin espanto, que la silla donde había visto sentada por última vez a la niña estaba vacía, quedando junto a ella la muñeca de cartón que aquella había vestido con uno de sus trajes viejos.

Miguel soltó precipitadamente el libro, entró en la sala, en la cocina, en los dormitorios, registró los muebles, llamó con angustia a su hermana y salió luego al patio donde encontró la puerta entornada.

—Por allí se ha escapado —exclamó.

Daba a una calle estrecha con escasos edificios. Vio a dos chiquillos que jugaban y les preguntó si habían visto a Carolina.

—Se ha ido en coche —le contestó uno—, en un coche negro que acaba de pasar por aquí.


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4 págs. / 8 minutos / 72 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Cosme y Damián

Julia de Asensi


Cuento


Ambos habían nacido el mismo día en un pueblo de los más pobres de la Coruña. Sus padres eran parientes lejanos, y cada cual tenía ya, al venir los muchachos al mundo, seis o siete chiquillos, que vivían mal alimentados y casi desnudos junto a las vacas que constituían toda la fortuna de aquellas familias.

Les pusieron por nombres, al uno Cosme y al otro Damián.

Los niños fueron buenos amigos desde sus primeros años, a pesar de la diferencia de gustos y de caracteres. Cosme era activo, amante del estudio, inteligente; y Damián, por el contrario, perezoso, torpe y de escaso talento. Los dos sacaban las vacas a pastar en el campo, y mientras Damián, echado en la hierba, procuraba dormir o no hacer nada, Cosme deletreaba en cualquier papel o libro viejo que buscaba sin que nadie supiera cómo, y en el que estudiaba solo, pues sus padres no le mandaban a la escuela, yendo únicamente el hermano mayor.

El tiempo pasó así para los dos chicos, hasta que un día sus familias decidieron que salieran del pueblo en busca de trabajo, muy escaso allí.

—¿Y dónde iremos? —preguntó Damián.

—Donde haya en qué ganar un pedazo de pan —le dijo su padre.

—¿Iremos juntos? —interrogó Cosme.

—Como queráis —les contestaron.

Los dos niños se despidieron de sus respectivas familias y partieron sin llevar más equipaje que un poco de ropa vieja atada en la punta de un palo, algunas monedas, escasas y de corto valor, y un escapulario que les puso la abuela de Cosme.

Damián caminaba triste y silencioso; su compañero iba más animado, contemplando con placer, ya la verde campiña que cruzaban, ya el cristalino río o el arroyo donde mitigaban su sed, o los altos campanarios y las casitas blancas de los pueblos.

Damián se cansaba pronto de andar, y tenían que detenerse a menudo, lo que no era del agrado de Cosme, que deseaba verse en alguna población de más importancia.


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4 págs. / 7 minutos / 125 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Victoria

Julia de Asensi


Cuento


I

El buque mercante, Juan-Antonio, que iba de España a América con una numerosa tripulación y pasajeros no escasos, se perdió durante la travesía sin que nadie lograse saber su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres que llevaba a bordo? No quedó sobre esto la menor duda cuando transcurrieron algunos meses y se vio que ni uno parecía.

El capitán era una persona muy estimada y conocida por su experiencia y su valor; ¿qué habría ocurrido para que tuviese su viaje tan mala fortuna?

Se habló de una horrible tormenta, se imaginó un incendio, se inventaron cien historias a cual más absurdas; que había caído en poder de un pirata… en fin, lo cierto es que no pocas familias vistieron luto a consecuencia de aquella espantosa desdicha.

Entre los pasajeros iba un joven que por vez primera se separaba de sus padres y hermanos, que había acabado con lucimiento dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo más objeto que el de estudiar aquella tierra desconocida para él.

Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado las simpatías de cuantos le trataban, por su ameno trato y excelente carácter.

Convencidos los padres de que el mar había servido de tumba a su hijo, elevaron a la memoria de este un sencillo mausoleo que rodearon de plantas, y la tristeza reinó para siempre en su hogar.

Mucho tiempo después, cuando ya se habían casado los otros hijos y vivían solos los dos ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos y logró ser al cabo recibido. Parecía un pescador por su traje y por su traza, y se mostró muy turbado al hallarse en presencia de los dos señores. Instado por ellos a hablar se expresó de este modo:


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10 págs. / 18 minutos / 237 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Santiago Arabal

Julia de Asensi


Novela corta


Mis recuerdos alcanzan a cuando yo tenía unos cuatro años. Por esa época acababa de perder a mi madre y vivía solo con mi padre, pescador rudo que me amaba tiernamente.

Era yo entonces un muchacho fuerte y robusto que, apenas vestido, me pasaba el día en la playa jugando con otros chicos de mi edad. Curtido por el sol y el aire del mar, mi rostro hacía singular contraste con mis cabellos rubios y mis ojos claros. Iba sucio, harapiento, descalzo siempre y no recordaba haberme puesto sombrero jamás.

Cuando mi padre volvía de pescar, me encerraba en la pobre casa con él y me hacía acostar en su mismo lecho, después que cenábamos frugalmente.

Había detrás de aquellas paredes un huertecillo dividido por una valla en dos; la mitad nos pertenecía y la otra mitad era de la casa de al lado. En ésta vivía una mujer a la que nunca conocí más que por la Roja; no sé cuál sería su nombre. Era también viuda y había perdido un niño de dos años. En su lugar estaba criando, desde hacía próximamente uno, a una niña que le habían traído de la ciudad vecina y por la que le pagaban una pensión.

La Roja cosía y planchaba en las casas, dejando casi todo el día sola en el huerto a la criatura a la que a horas fijas iba a dar el pecho o alguna sopa fría y sin sustancia.

Como yo no estaba en casa más que por las noches o cuando iba a comer, no es de extrañar que apenas conociese a mis vecinas. Pero a los dos años de muerta mi madre, y cuando contaba ya seis, observé que aquella mujer, en la que antes ni me había fijado, se acercaba a mí con frecuencia, me acariciaba y me daba alguna golosina. Mi carácter salvaje me había hecho huir al principio de ella, pero aquellos bollos con que me obsequiaba, y que yo no había comido nunca, le granjearon al fin mis simpatías. Por la noche le contaba a mi padre lo que la Roja me había dado por la mañana o por la tarde.


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45 págs. / 1 hora, 18 minutos / 63 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Sor María

Julia de Asensi


Cuento


Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella el mundo ya? Había sido el compañero de su infancia, el que había enjugado sus primeras lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido el primer suspiro que exhaló su pecho virginal. Ella le había amado con toda su alma, con todo el entusiasmo de la primera juventud.

¿Cómo él no la había correspondido? Blanca tenía algunos años menos que él; aún era niña cuando Bernardo era hombre; una mujer malvada y astuta conquistó el corazón del joven y logró ser conducida al pie de los altares, donde fueron unidos en eterno lazo.

Blanca buscó un consuelo en la religión; no había en la tierra remedio a su pesar y volvió los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba se elevaba un sombrío convento, de altos muros, fuertes rejas y espesas celosías, y allí se encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas de su madre, ni atender a los consejos de su padre, ni escuchar los ruegos de sus amigos.

El día en que fue llevada al templo, vio a Bernardo en el camino. Él la miró con una indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar que el hombre a quien tanto quería no debía ser feliz.

Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje, él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra, quién sabe si le hubiera pedido perdón por su conducta, porque Bernardo era culpable, había adivinado el amor de Blanca, lo había alentado con vanas esperanzas, abandonándola sin remordimientos después.

La niña trocó sus galas por el severo traje religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni de acción, empezó la vida de convento resignada y acaso indiferente; martirizó su cuerpo con ayunos y penitencias, y pasó casi todas las horas dedicada a las oraciones.


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2 págs. / 4 minutos / 109 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

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