Una tarde, que los padres aún no habían vuelto
de trabajar en el campo, se hallaba Juanito en su bonita casa
compuesta de dos pisos, al cuidado de una anciana encargada de
atender a las faenas de la cocina, mientras sus amos procuraban
sacar de una ingrata tierra lo preciso para el sustento de todo el
año.
La casa era el sólo bien que los dos
labradores habían logrado salvar después de varias malas cosechas;
era herencia de los padres de ella y por nada en el mundo la
hubieran vendido o alquilado.
Juanito se hallaba en la sala, una habitación
grande, alta de techo, con dos ventanas que daban al campo,
amueblada con sillas de Vitoria, un rústico sofá, una cómoda, con
una infinidad de baratijas encima, y dos
mesas.
A una de las ventanas, que estaba abierta, se
acercó por la parte de fuera un hombre mal encarado, vestido
pobremente y con un fuerte garrote en la mano. Hizo seña a Juanito
de que se acercara y le preguntó, cuando el muchacho estuvo
próximo, donde se encontraba su padre.
—En el campo grande —contestó el
niño.
—¿Y dónde es eso? —prosiguió el
hombre.
—Por lo visto es V. forastero cuando no lo
sabe. Mire por donde yo señalo con la mano. Ese sendero de ahí
enfrente tuerce a la izquierda, sale a una explanada,
luego…
—No hay quien lo entienda —interrumpió el
hombre—; y el caso es que urge verlo para el ajuste de los
garbanzos y de la cebada. ¿No podrías
acompañarme?
—Mis padres me han prohibido salir de casa, y
si falto a su orden me castigarán.
—Más podrán castigarte si pierden la renta por
ti.
—¿Y qué he de hacer
entonces?
—Acompañarme si quieres y si no dejarlo que
haré el trato con otro labrador.
—Es que —prosiguió el niño—, dicen que hay dos
secuestradores en el país y por eso mis padres temen que
salga.
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