Luciano era un niño muy goloso y, lo
que es peor, demasiado aficionado al vino. Su madre tenía que echar
las llaves a todos los armarios porque, al menor descuido, el
muchacho cogía los bollos, las onzas de chocolate y los dulces que
sabía guardaban en los aparadores del comedor. En cuanto al vino,
apenas podía se apoderaba de una botella y bebía, llenándola
después con agua para que la falta no se advirtiese.
Pero su familia lo conocía, porque Luciano, que tenía en estado
normal un carácter dulce, alegre y cariñoso, en cuanto probaba el
vino, se encolerizaba sin motivo, se ponía taciturno y no podía
tolerar ni la más ligera demostración de cariño. Además de esto
hablaba en la mesa, lo cual tenía prohibido, durante las comidas, y
tiraba al suelo una parte de los manjares que le servían en su
plato.
Vivía con sus padres y él un joven, sobrino de aquellos, que
estaba estudiando al cuidado de sus tías, teniendo su habitación no
lejos de la de Luciano. Había viajado bastante con su padre por
Oriente y, deseando descansar, salía poco, ocupándose solamente de
sus libros.
El niño no tenía fácil entrada en el cuarto de su primo Diego,
porque, como todo lo revolvía, el estudiante le había prohibido que
estuviese allí, pero esto no impedía que Luciano hubiera visto por
el agujero de la llave que el joven tenía sobre su mesa una
botella, que debía contener un vino delicioso, y una pequeña copa
de cristal tallado.
¡Con qué placer hubiese probado Luciano aquel líquido!
Por fin, una noche, minutos antes de acostarse el niño, su padre
llamó a Diego, este salió de la habitación dejando la puerta
entreabierta, y el muchacho, aprovechando aquel descuido, se
deslizó en el cuarto, siendo lo primero que vio la copa y la
botella.
—No tendré tiempo de echarle agua para ocultar lo que beba —dijo
Luciano—, así es que apenas tomaré para que no se note.
Leer / Descargar texto 'La Copa Encantada'