Textos favoritos de Julia de Asensi | pág. 2

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autor: Julia de Asensi


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Brisas de Primavera

Julia de Asensi


Cuentos infantiles, Colección


El retrato vivo

¡Pobres mujeres y pobres niños! Ancianos y jóvenes habían formado un valeroso ejército para combatir al enemigo que había venido a sitiarlos a los mejores de sus pueblos y, no habiendo logrado vencer, habían perecido casi todos. Los pocos que vivían, hechos prisioneros, no podían ser ya el sostén de la madre, de la esposa y de los tiernos hijos. El vencedor, no contento con este triunfo, había dado orden de salir de aquella tierra a tan débiles seres.

Recogieron sus ropas y todo cuanto era fácil llevar sobre sí y que no tenía valor material alguno, y llorando los unos, suspirando los otros, y sin comprender lo que perdían los más, se alejaron despacio de sus hogares, en los que meses antes fueran tan felices.

Ya a larga distancia de su patria, los tristes emigrantes se detuvieron para descansar y también para tomar una resolución para lo porvenir.

Los que tenían familia en otras poblaciones pensaban buscar su protección; los que no, decidían, las jóvenes madres trabajar para sus hijos, las muchachas servir en casas acomodadas, los niños aprender cualquier oficio fácil, las viejas mendigar.

Pero había entre aquellos seres un niño de nueve años, que no tenía madre ni hermanos, que antes vivía solo con su padre y, después de muerto este en la pelea, quedaba abandonado en el mundo.

Se acercó a una antigua vecina suya implorando su protección.

—Nada puedo hacer por ti, Gustavo, le dijo ella, harto tendré que pensar para buscar los medios de mantener a mis dos niñas.

—Cada cual se arregle como pueda, repuso otra; no faltará en cualquier país quien te tome a su servicio, aunque sólo sea para guardar el ganado.

—Para eso llevo yo tres hijos —añadió otra mujer—; primero son ellos que Gustavo.


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77 págs. / 2 horas, 15 minutos / 256 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

El Monaguillo

Julia de Asensi


Cuento infantil


I

El pueblo aquel era de tan escasa importancia que sólo conocían su nombre sus habitantes y algunos de los que vivían en los lugares más cercanos. Tenía una plaza grande, pocas calles, cortas y estrechas, un paseo con dos docenas de árboles y una fuente, un convento ruinoso y una iglesia. Ésta era bastante espaciosa, con columnas de piedra, ventanas con cristales de colores, rotos los unos y sucios los otros, varios altares con imágenes de escaso mérito, lámparas de cristal o de metal dorado, cuatro arañas antiguas, floreros adornados con rosas y azucenas hechas por manos más piadosas que hábiles y algunos bancos de madera que ocupaban los días festivos las mujeres y los niños, porque eran contados los hombres que iban a oír misa en aquel lugar.

El retablo del altar mayor, medio borrado ya por la acción del tiempo, representaba la Anunciación y casi lo ocultaba una Virgen de talla, con el niño Jesús en los brazos, que tenía delante. Llevaba la imagen una corona de plata sobre sus negros cabellos e iba vestida con una túnica azul y un manto encarnado, obra todo de un escultor notable, aunque de nombre desconocido. El rostro de la Virgen era muy bello, lleno de dulzura y mansedumbre. Miraban sus hermosos ojos al divino infante y algunos ángeles estaban a los pies del grupo del que eran ornato y complemento.

A los dos lados del altar había muchos exvotos de cera, y sobre él dos candelabros y algunos jarrones y vasos con flores naturales. En aquella iglesia había poco culto; una misa a las seis y otra a las nueve, una función solemne a mediados de mayo en que se celebraba la fiesta principal del pueblo y una novena los días anteriores costeada por las devotas del lugar, sin sermón y sin música.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 138 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Santiago Arabal

Julia de Asensi


Novela corta


Mis recuerdos alcanzan a cuando yo tenía unos cuatro años. Por esa época acababa de perder a mi madre y vivía solo con mi padre, pescador rudo que me amaba tiernamente.

Era yo entonces un muchacho fuerte y robusto que, apenas vestido, me pasaba el día en la playa jugando con otros chicos de mi edad. Curtido por el sol y el aire del mar, mi rostro hacía singular contraste con mis cabellos rubios y mis ojos claros. Iba sucio, harapiento, descalzo siempre y no recordaba haberme puesto sombrero jamás.

Cuando mi padre volvía de pescar, me encerraba en la pobre casa con él y me hacía acostar en su mismo lecho, después que cenábamos frugalmente.

Había detrás de aquellas paredes un huertecillo dividido por una valla en dos; la mitad nos pertenecía y la otra mitad era de la casa de al lado. En ésta vivía una mujer a la que nunca conocí más que por la Roja; no sé cuál sería su nombre. Era también viuda y había perdido un niño de dos años. En su lugar estaba criando, desde hacía próximamente uno, a una niña que le habían traído de la ciudad vecina y por la que le pagaban una pensión.

La Roja cosía y planchaba en las casas, dejando casi todo el día sola en el huerto a la criatura a la que a horas fijas iba a dar el pecho o alguna sopa fría y sin sustancia.

Como yo no estaba en casa más que por las noches o cuando iba a comer, no es de extrañar que apenas conociese a mis vecinas. Pero a los dos años de muerta mi madre, y cuando contaba ya seis, observé que aquella mujer, en la que antes ni me había fijado, se acercaba a mí con frecuencia, me acariciaba y me daba alguna golosina. Mi carácter salvaje me había hecho huir al principio de ella, pero aquellos bollos con que me obsequiaba, y que yo no había comido nunca, le granjearon al fin mis simpatías. Por la noche le contaba a mi padre lo que la Roja me había dado por la mañana o por la tarde.


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Dominio público
45 págs. / 1 hora, 18 minutos / 60 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Victoria

Julia de Asensi


Cuento


I

El buque mercante, Juan-Antonio, que iba de España a América con una numerosa tripulación y pasajeros no escasos, se perdió durante la travesía sin que nadie lograse saber su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres que llevaba a bordo? No quedó sobre esto la menor duda cuando transcurrieron algunos meses y se vio que ni uno parecía.

El capitán era una persona muy estimada y conocida por su experiencia y su valor; ¿qué habría ocurrido para que tuviese su viaje tan mala fortuna?

Se habló de una horrible tormenta, se imaginó un incendio, se inventaron cien historias a cual más absurdas; que había caído en poder de un pirata… en fin, lo cierto es que no pocas familias vistieron luto a consecuencia de aquella espantosa desdicha.

Entre los pasajeros iba un joven que por vez primera se separaba de sus padres y hermanos, que había acabado con lucimiento dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo más objeto que el de estudiar aquella tierra desconocida para él.

Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado las simpatías de cuantos le trataban, por su ameno trato y excelente carácter.

Convencidos los padres de que el mar había servido de tumba a su hijo, elevaron a la memoria de este un sencillo mausoleo que rodearon de plantas, y la tristeza reinó para siempre en su hogar.

Mucho tiempo después, cuando ya se habían casado los otros hijos y vivían solos los dos ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos y logró ser al cabo recibido. Parecía un pescador por su traje y por su traza, y se mostró muy turbado al hallarse en presencia de los dos señores. Instado por ellos a hablar se expresó de este modo:


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10 págs. / 18 minutos / 228 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

El Vals de Fausto

Julia de Asensi


Cuento


El vals del Fausto Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones. Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero que faltó a lo convenido el joven Alberto, del que ni Manuel ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.

Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid, habitando la misma fonda, en la que hicieron a un amigo suyo que les encargase dos buenos cuartos. Ambos entraron en la corte el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables, alabaron las mejoras introducidas en la capital, comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel, yendo por el Retiro no vieron al pronto que un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura, los observaba atentamente; Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero.

—Juraría que es Alberto —murmuró.

—¿Dónde está? —preguntó Manuel.

—Allí, enfrente de nosotros; no es posible que dejes de verle porque se halla solo.

—Es cierto —dijo el médico—; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre!

—¿Quieres que vayamos en su busca?


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5 págs. / 9 minutos / 351 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

La Vocación

Julia de Asensi


Cuento


I

El cura del pueblo de C… vivía con su hermano, militar retirado, con la mujer de este, virtuosa señora sin más deseo que el de agradar a su marido, y con los tres hijos de aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel, contaba apenas diez y seis años.

El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia sobre la familia, que nada hacía sin consultarle y al que miraba como a un oráculo; a él estaba encomendada la educación de los niños, él debía decidir la carrera que habían de seguir, tuviesen vocación o no, y en cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino se comprometía a costear la enseñanza de sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero porvenir.

Una noche se hallaba reunida la familia en una sala pequeña que tenía dos ventanas con vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba los cristales de sus gafas y Javier y Mateo, los dos hijos menores, trataban en vano de descifrar un problema difícil, mientras Miguel, con una gramática latina en la mano, a la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando una música lejana, que tal vez ninguno más que él lograba percibir.

—¡Qué aplicación! —exclamó de repente don Antonino.

Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier echó un borrón de tinta en el cuaderno que tenía delante, Mateo dio con el codo a su hermano para advertirle que prestase más atención, y Miguel leyó algunas líneas de gramática conteniendo a duras penas un bostezo.

—Tengo unos sobrinos que son tres alhajas —prosiguió el buen sacerdote.

Juan, el militar retirado, suspendió la lectura, miró a su prole, cuya actitud debió dejarle satisfecho, y esperó a que su hermano continuase hablando.

—Es preciso pensar en dar carrera a estos chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo, ¿qué desearías tú ser?


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9 págs. / 16 minutos / 262 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

La Casa Donde Murió

Julia de Asensi


Cuento


I

Camino del pueblo de B… , situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo.

Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche.

Serían las seis cuando el carruaje se detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.

Me enseñó la tumba de su padre, que era sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no encontraba, hasta que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida y desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba a alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole a detenerse.

—¿Qué desea V., madre María? —la preguntó en un tono que quería parecer sereno.


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11 págs. / 19 minutos / 568 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

El Aeronauta

Julia de Asensi


Cuenta


I

—¿No sabes lo que ocurre, Micaela?

—¿Cómo lo he de saber? Salgo de mi casa ahora, y a ti, Claudio, es al primero que he encontrado.

—Pues ha sucedido el caso más extraño que se ha presenciado en la aldea; todos estamos llenos de asombro y no es para menos.

—Cuenta, cuenta.

—Volvía anoche de pescar como de costumbre con dos compañeros, Pedro y Sebastián.

—No era la noche muy serena.


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Cosme y Damián

Julia de Asensi


Cuento


Ambos habían nacido el mismo día en un pueblo de los más pobres de la Coruña. Sus padres eran parientes lejanos, y cada cual tenía ya, al venir los muchachos al mundo, seis o siete chiquillos, que vivían mal alimentados y casi desnudos junto a las vacas que constituían toda la fortuna de aquellas familias.

Les pusieron por nombres, al uno Cosme y al otro Damián.

Los niños fueron buenos amigos desde sus primeros años, a pesar de la diferencia de gustos y de caracteres. Cosme era activo, amante del estudio, inteligente; y Damián, por el contrario, perezoso, torpe y de escaso talento. Los dos sacaban las vacas a pastar en el campo, y mientras Damián, echado en la hierba, procuraba dormir o no hacer nada, Cosme deletreaba en cualquier papel o libro viejo que buscaba sin que nadie supiera cómo, y en el que estudiaba solo, pues sus padres no le mandaban a la escuela, yendo únicamente el hermano mayor.

El tiempo pasó así para los dos chicos, hasta que un día sus familias decidieron que salieran del pueblo en busca de trabajo, muy escaso allí.

—¿Y dónde iremos? —preguntó Damián.

—Donde haya en qué ganar un pedazo de pan —le dijo su padre.

—¿Iremos juntos? —interrogó Cosme.

—Como queráis —les contestaron.

Los dos niños se despidieron de sus respectivas familias y partieron sin llevar más equipaje que un poco de ropa vieja atada en la punta de un palo, algunas monedas, escasas y de corto valor, y un escapulario que les puso la abuela de Cosme.

Damián caminaba triste y silencioso; su compañero iba más animado, contemplando con placer, ya la verde campiña que cruzaban, ya el cristalino río o el arroyo donde mitigaban su sed, o los altos campanarios y las casitas blancas de los pueblos.

Damián se cansaba pronto de andar, y tenían que detenerse a menudo, lo que no era del agrado de Cosme, que deseaba verse en alguna población de más importancia.


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Sor María

Julia de Asensi


Cuento


Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella el mundo ya? Había sido el compañero de su infancia, el que había enjugado sus primeras lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido el primer suspiro que exhaló su pecho virginal. Ella le había amado con toda su alma, con todo el entusiasmo de la primera juventud.

¿Cómo él no la había correspondido? Blanca tenía algunos años menos que él; aún era niña cuando Bernardo era hombre; una mujer malvada y astuta conquistó el corazón del joven y logró ser conducida al pie de los altares, donde fueron unidos en eterno lazo.

Blanca buscó un consuelo en la religión; no había en la tierra remedio a su pesar y volvió los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba se elevaba un sombrío convento, de altos muros, fuertes rejas y espesas celosías, y allí se encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas de su madre, ni atender a los consejos de su padre, ni escuchar los ruegos de sus amigos.

El día en que fue llevada al templo, vio a Bernardo en el camino. Él la miró con una indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar que el hombre a quien tanto quería no debía ser feliz.

Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje, él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra, quién sabe si le hubiera pedido perdón por su conducta, porque Bernardo era culpable, había adivinado el amor de Blanca, lo había alentado con vanas esperanzas, abandonándola sin remordimientos después.

La niña trocó sus galas por el severo traje religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni de acción, empezó la vida de convento resignada y acaso indiferente; martirizó su cuerpo con ayunos y penitencias, y pasó casi todas las horas dedicada a las oraciones.


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2 págs. / 4 minutos / 101 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

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