I
Terminaba el mes de
Diciembre.
Camino de una de las principales ciudades del Norte de España,
en una noche fría y lluviosa, una mujer, llevando una criatura de
pocos años en sus brazos andaba triste y fatigada, sin encontrar
una casa que le diera albergue ni alimento que reanimase sus
quebrantadas fuerzas. La niña lloraba de hambre y temblaba de frío,
y su madre no tenía calor para darle vida, ni pan con que
sustentarla. Aquella infeliz era viuda, una penosa enfermedad la
consumía, y su mayor pesar nacía del temor de no llegar a la
población donde vivía un hermano suyo bien acomodado y que le
ofrecía, cama y mesa en su morada.
Besaba con ternura a su niña, pero esta no cesaba de gemir.
No lejos de allí estaban sentados en un banco de piedra un viejo
y un niño. El viejo gruñía y el niño lloraba.
—Eres un holgazán, Ángel, no sirves más que de estorbo —decía el
anciano—; ni trabajas hoy ni trabajarás en tu vida.
—Yo no he nacido para esto, además soy muy pequeño para cargar
con tanta leña —murmuraba el muchacho.
—Para eso has venido al mundo, para servir de algo. A tu edad
llevaba yo mucho más peso que tú sobre mis costillas. Pero se hace
tarde, echemos a andar, que es necesario llegar a la granja antes
de las diez.
Ambos se levantaron, el chico cogió la leña que colocó sobre sus
hombros y siguió al viejo que era su amo.
Aquel niño no tenía padres, su madre había muerto poco después
de su nacimiento y su padre algunos meses más tarde. Le habían
acogido por caridad los dueños de una granja, y allí le daban casa
y comida a cambio de un trabajo superior a sus años y a sus
fuerzas.
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