Textos más vistos de Katherine Mansfield publicados por Edu Robsy

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autor: Katherine Mansfield editor: Edu Robsy


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El Canario

Katherine Mansfield


Cuento


¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

…No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.


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4 págs. / 8 minutos / 118 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Algo Infantil, Pero muy Natural

Katherine Mansfield


Cuento


1

Henry no sabía qué opinar; o no se acordaba ya de cómo le sentaba el verano anterior, o de entonces ahora le había crecido la cabeza. Porque aquel sombrero de paja le hacía daño, oprimiéndole la frente y produciéndole un dolor sordo en los huesos que hay sobre las sienes. Así que, optando por un asiento en el rincón de una tercera para fumadores, se lo quitó y lo dejó en la rejilla, juntamente con la gran carpeta negra de cartón y los guantes que su tía B. le había regalado aquellas Navidades. El compartimiento olía terriblemente a goma mojada y a hollín. Tenía diez minutos disponibles antes de que saliera el tren, y Henry decidió ir a echar un vistazo al puesto de libros. Por el techo encristalado de la estación penetraba la luz del sol en haces azules y dorados. Un chicuelo corría de aquí para allá con una batea de primaveras. Había en la gente, sobre todo en las mujeres, algo de dejadez y al mismo tiempo de ansiedad. El primer día verdaderamente primaveral, el día más encantador de todo el año desplegaba sus esplendores deliciosamente templados, incluso ante los ojos de los londinenses. Haciendo relumbrar todos los colores, infundía un tono nuevo a todas las voces, así que la muchedumbre urbana iba de aquí para allá, sintiendo que bajo sus ropas llevaban un cuerpo viviente de verdad y que un corazón realmente vivido hacía circular su sangre aletargada.


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24 págs. / 42 minutos / 294 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Las Hijas del Coronel Difunto

Katherine Mansfield


Cuento


I

La semana siguiente fue una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaban, lo único que permanecía tendido y descansaba eran sus cuerpos; porque sus mentes continuaban pensando, buscando soluciones, hablando de las cosas, interrogándose, decidiendo, intentando recordar dónde…

Constantia permanecía yerta como una estatua, con las manos estiradas junto al cuerpo, los pies apenas cruzados y la sábana hasta la barbilla. Miraba al techo.

—¿Crees que a papá le molestaría si diésemos su sombrero de copa al portero?

—¿Al portero? —saltó Josephine—. ¿Y por qué tenemos que dárselo al portero? ¡A veces tienes cada idea…!

—Porque seguramente —replicó lentamente Constantia— debe tener que ir bastante a menudo a entierros. Y en…, en el cementerio vi que llevaba un sombrero hongo. —Hizo una pausa—. Entonces se me ocurrió que estaría muy agradecido si pudiese tener un sombrero de copa. Además tendríamos que hacerle algún regalo. Siempre se portó muy bien con papá.

—¡Por favor! —sollozó Josephine, incorporándose en la almohada y mirando hacia Constantia a través de la oscuridad—. ¡Piensa en la cabeza que tenía papá!

E, inesperadamente, durante un horrendo segundo, estuvo a punto de echarse a reír. Aunque, por supuesto, no tenía las menores ganas de reír. Debió haber sido la costumbre. En otros tiempos, cuando se pasaban la noche despiertas charlando, sus camas no cesaban de crujir bajo sus risas. Y ahora, al imaginarse la cabeza del portero tragada, como por ensalmo, por el sombrero de copa de su padre, como una vela apagada de un soplido… Las ganas de reír aumentaban, le subían por el pecho; apretó con fuerza las manos; luchó por vencerla; frunció severamente el ceño en la oscuridad y se dijo con voz terriblemente adusta: «Recuerda».

—Podemos decidirlo mañana —añadió, dirigiéndose a su hermana.


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24 págs. / 43 minutos / 289 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Cuento de Hadas Suburbano

Katherine Mansfield


Cuento


El señor y la señora B. estaban almorzando en el confortable comedor decorado en rojo de su «cómoda chocita a sólo media hora de la City».

Había un buen fuego en la chimenea —ya que el comedor era también cuarto de estar—, las dos ventanas que daban al trozo de jardín, frío y desmantelado, estaban cerradas y olía gratamente a huevos con tocino, a tostadas y a café. Ahora que aquello del racionamiento quedaba prácticamente liquidado, el señor B. había hecho cuestión de honor el comer hasta hartarse antes de afrontar los manifiestos azares de cada día. Y no le importaba que se supiera; en cuanto al almuerzo, era un auténtico inglés. Había de almorzar, pues de no hacerlo se derrumbaba. Y no fuera usted a decirle que aquellos muchachos del continente tenían que realizar hasta media mañana un trabajo como el suyo con sólo un bollo y una taza de café; resultaría que usted no sabía lo que se decía.

El señor B. era un hombre robusto y juvenil que no había podido —mala suerte— mandar a paseo su trabajo e ingresar en el ejército. Durante cuatro años estuvo buscando algún otro que ocupara su puesto, pero no pudo ser. Estaba sentado en la cabecera leyendo el Daily Mail. La señora B. —un cuerpecillo juvenil, pequeño y regordete, algo así como una paloma— se atusaba el plumaje sentada enfrente tras la cafetera y vigilaba con ojos cariñosos al pequeño B., que, fajado en la servilleta, ocupaba su sitio en el comedero entre los dos y en aquel momento golpeaba el extremo de un huevo pasado por agua.


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4 págs. / 8 minutos / 92 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Sopla el Viento

Katherine Mansfield


Cuento


Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

—¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.


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5 págs. / 9 minutos / 104 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Viaje a Brujas

Katherine Mansfield


Cuento


—Tiene para tres cuartos de hora —dijo el mozo—. Casi para una hora. Déjelo en la consigna, señora.

Todo el espacio ante el mostrador estaba ocupado por una familia alemana, cuyos equipajes, bonitamente enfundados y abotonados, tenían la apariencia de perneras de calzón a la antigua. A mi lado esperaba un clérigo joven y diminuto; su plastrón negro aleteaba sobre la camisa. Hubo que esperar durante un buen rato, porque el factor de la consigna no podía quitarse de encima a la familia alemana, que, a juzgar por lo entusiasta de sus ademanes, debía de estar explicándole las ventajas de abotonar tanto los equipajes. Por último la esposa tomó el bulto de su pertenencia y se puso a deshacerlo. El factor, encogiéndose de hombros, se volvió hacia mí.

—¿A dónde?

—A Ostende.

—Entonces, ¿para qué lo deja aquí?

—Porque tengo que esperar aún mucho tiempo —dije.

—El tren sale a las dos y veinte. No necesita traerlo aquí. ¡Eh, tú, ponlo ahí fuera!

Mi mozo lo sacó y el joven clérigo, que había seguido la escena, me sonrió radiante.

—Su tren va a salir. Saldrá en seguida. Sólo le quedan unos minutos. No lo olvide.

Mi perspicacia vislumbró en su mirada una señal de alarma, y fui corriendo al puesto de libros y periódicos. Al volver, mi mozo había desaparecido. En medio de un calor sofocante corrí por el andén de punta a punta. Todos los viajeros, menos yo, tenían su mozo y alardeaban de tenerlo. Y todos me miraban. Furiosa y desolada, leía en su mirada esa deleitosa fruición con que mira el que tiene calor a otro más sofocado todavía.

—Correr con un tiempo así es exponerse a una congestión —dijo una señora rechoncha, mientras se comía las uvas de un obsequio de despedida.


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6 págs. / 11 minutos / 46 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Baños Turcos

Katherine Mansfield


Cuento


—Tercer piso izquierda, Madame —dijo la cajera tendiéndome un ticket sonrosado—. Un momento, voy a llamar para que le preparen el ascensor.

Su falda de raso negro se fue zarandeando por el vestíbulo oro y escarlata, y se detuvo junto a las palmeras artificiales. La cajera con su blanco cuello y empolvado rostro rematados por una masa de llameantes cabellos anaranjados, semejaba un hongo amarillento de puro maduro, brotando de un grueso y negro tallo. Llamó al timbre una y otra vez.

—Mil perdones, Madame. Es una vergüenza. Se trata de un nuevo ascensorista. Será despedido esta semana.

Con el dedo en el botón, miraba dentro del ascensor, como si esperara verlo tendido en el suelo de la jaula igual que un pájaro muerto.

—Es vergonzoso.

Salió de no sé dónde un minúsculo personaje disfrazado con una gorra de visera y unos sucios guantes de algodón.

—Por fin aparece usted —le riñó—. ¿Dónde estaba? ¿Qué ha estado haciendo?

Por toda respuesta el personaje ocultó su rostro tras un guante y estornudó dos veces.

—¡Uf! ¡Repugnante! Suba a Madame al tercero.

El enanito se hizo a un lado, se inclinó, y entró tras de mí, cerrando las puertas. Ascendimos muy lentamente con el acompañamiento de estornudos prolongados y entre silbantes sorbetones. Me dirigí a la parte superior de la gorra de visera:

—¿Está usted resfriado?

—Son las corrientes, Madame —replicó hablando por la nariz con tono de reprimido contento. Aquí no está uno seco nunca. Tercer piso, si hace el favor —concluyó, estornudando sobre mis diez céntimos de propina.


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6 págs. / 11 minutos / 114 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Cómo Secuestraron a Pearl Button

Katherine Mansfield


Cuento


Pearl Button se estaba meciendo subida en la puertecilla que había ante la casa de cuartitos chiquitos como cajones. Era poco después del mediodía y hacía sol. Unos vientecillos revoltosos, que jugaban al escondite, aupaban el delantal a Pearl, queriendo taparle la boca con los volantes, y alzaban el polvo de la calle por encima de la casa de cuartitos chiquitos como cajones. Y al mirar aquella nube de polvo, se acordó de su mamá cuando iba a sazonar el pescado y se le caía la tapa del bote de la mostaza. Se mecía sólita en el portillo cantando una cancioncilla, cuando pasaron por la calle dos mujeres gordas. Una vestida de rojo y la otra de verde y amarillo. Ambas llevaban pañuelos color rosa en la cabeza y en el brazo sendos canastos de helechos. No tenían zapatos ni medias, y, como estaban tan gruesas, caminaban muy despacito, riéndose y charlando. Al verlas, Pearl dejó de mecerse y las mujeres también se detuvieron a mirarla y hablaron entre sí, agitando los brazos y palmoteando. Lo que a Pearl le hizo reír.

Entonces las dos mujeres se acercaron hasta el mismo seto, junto a la puertecilla, lanzando miradas temerosas hacia la casa de cuartitos chiquitos como cajones.

—Hola, pequeña —dijo una.

—Hola —respondió Pearl.

—¿Estás sólita?

Y ella dijo que sí con la cabeza.

—¿Dónde está tu mamá?

—En la cocina-planchando-porque-es-maar-tes.

Las dos mujeres se rieron y ella rió también.

—Hum —les dijo—, me parece que no tenéis muy limpios los dientes. Reíros otra vez.

Y las dos mujeres morenas de nuevo rieron y otra vez se pusieron a hablar entre ellas con palabras muy raras y muy raros movimientos de brazos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntaron.

—Pearl Button.

—¿Quieres venir con nosotras, Pearl Button? Tenemos cosas muy bonitas que enseñarte —le dijo en voz baja una de las mujeres.


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5 págs. / 9 minutos / 83 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Día Festivo

Katherine Mansfield


Cuento


Un hombre corpulento, de rostro colorado, va vestido con unos sucios pantalones blancos de hilo, una chaqueta azul de la que sobresale un pañuelo rosa, y un sombrero canotier demasiado pequeño, caído hacia atrás. Toca la guitarra. Un individuo pequeñito con zapatos blancos de gimnasia, con el rostro oculto por un sombrero de fieltro que parece un ala rota, sopla en la flauta; y un sujeto alto y delgado con botines despanzurrados, hace filigranas —filigranas de complicada lacería— con un violín. Permanecen a pleno sol, sin sonreír, pero tampoco serios, frente a la frutería; la rosada araña de una mano rasguea la guitarra, la mano rechoncha, con un anillo de cobre incrustado con una turquesa, fuerza la perezosa flauta, y el brazo del violinista intenta serrar el violín en dos.

Se forma un grupito, gente que come naranjas y plátanos, arrancando las pieles, cortándolos, repartiéndoselos. Una muchacha lleva incluso un cestito de fresas, pero no las come.

—¡Qué hermosas son!

Contempla los diminutos y puntiagudos frutos como si les tuviese miedo. El soldado australiano se echa a reír.

—Anda, vamos, si de un bocado te las acabas.

Pero él tampoco las quiere comer. Le gusta contemplar su carita asustada, sus ojos confusos buscando los suyos.

—¡Con lo caras que son!


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4 págs. / 7 minutos / 82 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Dos de Dos Peniques, Haga el Favor

Katherine Mansfield


Teatro


La señora: Sí, querida, hay mucho sitio. Bastaría con que la señora que está a mi lado quisiera levantarse y sentarse enfrente... ¿No le molesta? Así mi amiga podría sentarse junto a mí... Muchísimas gracias. Pues sí querida; los dos coches prestando servicio para guerra. Ya me he habituado a los autobuses. Claro, si queremos ir al teatro le telefoneo a Cynthia. Ella tiene aún un coche. Al chófer lo llamaron a filas... hace la mar de tiempo... Creo que ya lo mataron. No recuerdo bien. El nuevo no me gusta nada. Y no es que me importe afrontar el peligro cuando se hace con prudencia, pero es tan testarudo... Arremete contra todo lo que se le pone por delante. Sólo Dios sabe lo que va a ocurrir cuando embista contra algo que no quiera apartarse. Pero el pobre hombre tiene un brazo inútil y le pasa no sé que en un pie también; creo que me lo ha contado. Debe de ser por eso, por lo que es tan temerario. Quiero decir... bueno. ¿No lo sabías?

La amiga: ¿...?

La señora: Sí, la vendió. Era pequeñísima. Sólo tenía diez alcobas, ¿comprendes? Sólo diez alcobas en toda la casa. Es extraordinario, ¿verdad? Nadie lo diría viéndola desde fuera. Y con las institutrices y las nodrizas y lo demás... Toda la servidumbre masculina tenía que dormir fuera, y ya comprendes lo que esto supone.

La amiga: ¡¡...!!

El cobrador: Hagan el favor. Vayan pagando.

La señora: ¿Cuánto es? Dos peniques, ¿no? Dos de dos peniques, haga el favor. No te molestes. Yo tengo calderilla por aquí, no sé dónde.

La amiga: ¡...!

La señora: No, no hace falta. Si tengo... El caso es encontrarla.

El cobrador: Paguen, hagan el favor.

La amiga:¡...!


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3 págs. / 5 minutos / 76 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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