Textos más vistos de Katherine Mansfield publicados por Edu Robsy no disponibles | pág. 3

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autor: Katherine Mansfield editor: Edu Robsy textos no disponibles


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Día Festivo

Katherine Mansfield


Cuento


Un hombre corpulento, de rostro colorado, va vestido con unos sucios pantalones blancos de hilo, una chaqueta azul de la que sobresale un pañuelo rosa, y un sombrero canotier demasiado pequeño, caído hacia atrás. Toca la guitarra. Un individuo pequeñito con zapatos blancos de gimnasia, con el rostro oculto por un sombrero de fieltro que parece un ala rota, sopla en la flauta; y un sujeto alto y delgado con botines despanzurrados, hace filigranas —filigranas de complicada lacería— con un violín. Permanecen a pleno sol, sin sonreír, pero tampoco serios, frente a la frutería; la rosada araña de una mano rasguea la guitarra, la mano rechoncha, con un anillo de cobre incrustado con una turquesa, fuerza la perezosa flauta, y el brazo del violinista intenta serrar el violín en dos.

Se forma un grupito, gente que come naranjas y plátanos, arrancando las pieles, cortándolos, repartiéndoselos. Una muchacha lleva incluso un cestito de fresas, pero no las come.

—¡Qué hermosas son!

Contempla los diminutos y puntiagudos frutos como si les tuviese miedo. El soldado australiano se echa a reír.

—Anda, vamos, si de un bocado te las acabas.

Pero él tampoco las quiere comer. Le gusta contemplar su carita asustada, sus ojos confusos buscando los suyos.

—¡Con lo caras que son!


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4 págs. / 7 minutos / 82 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Desconocido

Katherine Mansfield


Cuento


A la pequeña muchedumbre congregada en el muelle le pareció que no iba a volver a moverse. Estaba allí, inmenso, inmóvil, sobre las ondulaciones de las grises aguas, con un anillo de humo sobre la chimenea, y una inmensa bandada de gaviotas chillonas precipitándose al agua en pos de los desperdicios que arrojaban desde popa. Apenas se divisaban las parejas paseando arriba y abajo —pequeñas moscas paseando arriba y abajo por el plato colocado sobre el mantel gris y arrugado—. Otras moscas se arracimaban y apretujaban a babor. De pronto un destello blanco en el puente inferior: el mandil del cocinero o la chaqueta de un camarero. Luego una diminuta araña encaramándose por una escalerilla hacia el puente superior.

Enfrente de la muchedumbre un hombre robusto, de mediana edad, muy elegantemente vestido, muy atildado con su abrigo gris, bufanda de seda gris, guantes gruesos y oscuro sombrero de fieltro, caminaba arriba y abajo. Parecía ser el director de aquel grupo de gente que esperaba en el muelle y al mismo tiempo el encargado de mantenerlos juntos. Era algo entre un perro pastor y un pastor.

¡Qué insensato, qué insensato había sido dejándose los anteojos! Entre toda aquella gente no había ni uno solo que tuviese anteojos.

—Es curioso, señor Scott —dijo—, que nadie pensase en traer unos anteojos. Al menos les hubiésemos podido animar un poco. Quizá hubiéramos logrado hacernos algunas señales. No tengan miedo en desembarcar. Los nativos son inofensivos. O quizá: Os espera un gran recibimiento. Todo está perdonado. Qué le parece, ¿eh?


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16 págs. / 28 minutos / 130 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Viejo Underwood

Katherine Mansfield


Cuento


(A Anne Estelle Rice)

Descendía a grandes trancos del cerro batido por el vendaval. En una mano llevaba un paraguas negro, y en la otra un hatillo hecho con un pañuelo moteado de blanco y encarnado. Usaba la negra gorra de visera de los pilotos; aros de oro relucientes pendían de sus orejas y sus ojillos chispeaban como dos brasas; dos brasas entre las cenizas de su cara barbuda. A un lado del cerro, todo a lo largo del camino hasta el mar, pinares. Del otro, matojos de hierba y blancos y pequeños arbustos de manuka en flor. Las altas copas de los pinos bramaban como las olas, y sus troncos crujían como crujen las arboladuras de las embarcaciones. Las blancas flores de manuka revoloteaban en el aire. «¡Ah!», gritaba el viejo Underwood amenazando con su paraguas al vendaval que arremetía contra él, que estaba a punto de derribarlo, de estrangularlo con su propia capa negra. «Ahh», respondía el viento cien veces más fuerte que él, llenándole de polvo la boca y la nariz. El viejo Underwood sentía dentro de sí algo que golpeaba como un martillo: «Uno, dos; uno, dos», sin parar nunca, sin variar jamás. No podía evitarlo. No era un ruido fuerte, casi no era un ruido, sino como alguien que llamara cautelosamente a una puerta. «Uno, dos; uno, dos.» Como si alguien golpeara las rejas de una prisión —pam, pam, pam—: alguien que estuviera encerrado y tratara de escaparse. Podía hacer lo que quisiera; palparse sus ropas, agitar los brazos, escupir, jurar. No podía acallar aquel ruido. «Alto, alto, alto, alto», repetía el viejo Underwood echando a correr a trompicones.


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5 págs. / 9 minutos / 68 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En la Bahía

Katherine Mansfield


Cuento


I

Por la mañana, muy temprano. Aún no había salido el sol y toda la bahía de Crescent estaba oculta bajo la neblina blancuzca del mar. Las colinas cubiertas de maleza, en la parte de atrás, quedaban difuminadas. No se podía ver dónde terminaban y dónde empezaban los campos y los bungalows. La arenosa carretera había desaparecido y con ella los campos y bungalows del otro lado; a sus espaldas no se veían las blancas dunas cubiertas de matojos rojizos; no había nada que sirviese para distinguir lo que era la playa y dónde empezaba el mar. Había caído un fuerte rocío. La hierba era azulada. Gruesas gotas colgaban de la maleza, sin acabar de caer: el toi-toi, esponjoso y plateado, colgaba fláccido de sus largos tallos, y las caléndulas y claveles de los jardines de los bungalows se doblaban hacia el suelo rezumando humedad. Las frías fuscias estaban empapadas, y redondas perlas de rocío moteaban las llanas hojas de los berros, Parecía como si el mar hubiera subido pacíficamente durante la noche, como si una inmensa ola hubiera roto avanzando, avanzando… ¿hasta dónde? Tal vez si alguien se hubiese despertado en plena noche hubiera podido atisbar un gran pez coleteando junto a la ventana y volviendo a desaparecer…

¡Ah, aaah!, susurraba el adormecido océano. Y desde los matojos llegaba el rumor de pequeños arroyuelos que discurrían veloces, ligeros, culebreando entre los pulidos guijarros, borboteando en las charcas de los helechos y volviendo a manar; y se oían las grandes gotas salpicando entre las hojas anchas, y algo más —¿qué era?—, un débil temblor y una sacudida, el golpe de una ramita y luego un silencio tan profundo que parecía que alguien estuviese escuchando.


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45 págs. / 1 hora, 20 minutos / 178 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En una Pensión Alemana

Katherine Mansfield


Cuento


Los alemanes a la mesa

La sopa de pan había sido servida.

—¡Ah! —dijo Herr Rat , inclinándose sobre la mesa para mirar dentro de la sopera—. Esto es lo que yo necesito. Hace varios días que mi magen no está en regla. Sopa de pan en su punto justo de densidad.

Se volvió hacia mí y añadió:

—Soy un cocinero excelente.

—Qué interesante —exclamé, intentando infundir a mi voz el suficiente entusiasmo.

—Sí, es preciso cuando uno no está casado. Por mi parte he obtenido de las mujeres todo cuanto quise sin casarme —se sujetó en el cuello la servilleta y sopló la sopa, sin dejar de hablar—. Ahora a las nueve hago un almuerzo a la inglesa, pero no tan fuerte como ustedes. Cuatro rebanadas de pan, un par de huevos, don lonchas de jamón frito, un plato de sopa, dos tazas de té... Para ustedes, nada.

Lo afirmó con tal vehemencia, que me faltó valor para refutarlo.

Todas las miradas convergieron en mí, y me pareció estar soportando el peso de todos los almuerzos disparatados de la nación. Yo que de mañana tomo una taza de café al tiempo de abrocharme la blusa.

—Nada —proclamó Herr Hoffmann de Berlín—. Ach! Cuando estuve en Inglaterra solía comer por la mañana.

Levantó la vista y el mostacho, y se puso a enjugar las escurriduras de sopa sobre la chaqueta y el chaleco.

—¿De veras comen ustedes tanto? —preguntó Fräulein Stiegelauer—. ¿Sopa, pan tostado, carne de cerdo, té y café, frutas en confitura, miel, huevos, pescado frío, riñones, hígado y pescado caliente? ¿Y las señoras comen tanto también?

—Exacto —exclamó Herr Rat—. He podido observarlo por mí mismo cuando viví en un hotel de Leicester Square. Era un buen hotel, pero no sabían hacer té. Ahora que...


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103 págs. / 3 horas, 1 minuto / 83 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Esta Flor

Katherine Mansfield


Cuento


Ya le conté a usted, mi querido y necio señor,
cómo de aquella ortiga peligrosa recogimos esta flor de seguridad.
 

¡Cuánto había esperado aquel momento! Lo que ahora sentía no tenía ningún punto de contacto con nada de lo que había sentido anteriormente: era algo único, maravilloso. Algo así como una perla perfecta puesta junto a otra de notoria imperfección... ¿Cómo podría ella describir su felicidad? Imposible. Era como un sueño del que aún no había despertado del todo. Había tenido valor para luchar contra los acontecimientos y ahora, de repente, se daba cuenta de que su lucha había terminado. Y no era sólo esto, sino que ahora sabía que aquella lucha le iba a producir unos frutos inmediatos, que había alcanzado la meta que se había fijado hacía mucho tiempo. Sentía que formaba parte de aquella habitación, de «su» habitación, del gran ramo de anémonas que la adornaba, de la blanca cortina que se agitaba a impulsos de la ligera brisa, de los espejos, de las mullidas alfombras. Que formaba parte del glorioso tañido de campanas que era la vida, que ella misma era una partícula de la vida, de la luz...

El doctor volvió a entrar. Su pequeña figura resultaba ridícula con el estetoscopio colgado al cuello —ella le había pedido que examinara su corazón—, frotándose una contra otra sus manos recién lavadas...

Había cumplido eficientemente con lo que Roy le había pedido. Ni siquiera había sido doloroso. No podían permitirse el tener un hijo. Roy había obtenido, no sabía cómo, las señas de aquel sospechoso doctorcillo.


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3 págs. / 5 minutos / 111 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Estampas Primaverales

Katherine Mansfield


Cuento


1

Llueve. Grandes gotas que salpican blandamente las manos y las mejillas. Goterones cálidos como estrellas derretidas. «¡Rosas! ¡Lirios! ¡Violetas!», grazna la vieja bruja en el arroyo. Pero los manojos de lirios, entre verdores escarolados, se asemejan a coliflores mustias, y de ellos se desprende un olor desagradable y enfermizo. Va y viene arrastrando el rechinante carretillo. Nadie quiere comprar aquello. Es necesario andar por en medio de la calle; no hay sitio en las aceras. Todas las tiendas están de bote en bote. Todas exhiben volantes andrajosos, encajes manchados, cintajos sucios; algo con que atraerle a uno. Han instalado fuera mesas con cañones de juguete, soldados y Zeppelines, o marcos para fotografías completados con bellezas que miran de soslayo. Hay enormes montones de amarillentos sombreros de paja, formando en pirámides de confitería, y ristras de botas de color y de zapatos, tan pequeños, que no le sirven a nadie. Hay una tienda repleta de saldos de pequeños impermeables, con un letrero —«Bebé»— en medio de ellos. Los azules para las niñas, los rosas para los chicos.

—¡Lirios, rosas, bonitas violetas! —gorjeaba la vieja bruja en el momento de tropezar con otro carretillo.

Pero éste no se mueve. Está abarrotado de lechugas, y su propietaria, una vieja gorda, duerme profundamente, tirada en él, todo a lo largo, con la nariz en las raíces de las hortalizas.

¿Quién va a comprar aquí nada? Las vendedoras son mujeres. Están sentadas en sus banquillos de tijera, pensativas, con la mirada perdida. De vez en cuando una de ellas se levanta, coge un plumero, como una antorcha humeante, y sacude esto o aquello. Luego vuelve a sentarse. Hasta el viejo con gafas color naranja, que tiene un balón por barriga y está dando vueltas al soporte de las postales cómicas, lo hace girar y girar sin decidirse.


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3 págs. / 6 minutos / 49 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Felicidad

Katherine Mansfield


Cuento


A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír… simplemente por nada.

¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad…, de felicidad plena…, como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?

¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer “beodo o trastornado”? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?

“No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir—pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón—. Y no lo expresa porque…”

—¡Gracias, Mary! —Entró en el vestíbulo—. ¿Ha vuelto la niñera?

—Sí, señora.

—¿Han traído la fruta?

—Sí, señora; ya está aquí.

—Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.

El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.


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16 págs. / 29 minutos / 109 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Adolescente

Katherine Mansfield


Cuento


Con el vestidito azul, los pómulos ligeramente sonrosados, sus ojos azules, y los rizos dorados recogidos como si se los hubiesen sujetado por primera vez —recogidos como para que no la molestasen cuando alzase el vuelo—, la hija de la señora Raddick parecía que acabase de descender del radiante firmamento. La mirada tímida, ligeramente sorprendida y profundamente admirada de la señora Raddick parecía confirmarlo; pero su hija no estaba demasiado entusiasmada —¿por qué iba a estarlo?— de haber ido a parar a la escalinata del Casino. Era lógico, se aburría; estaba aburrida como si el cielo se hallase repleto de casinos con santos viejos y catarrosos como croupiers y coronas con las que jugar.

—¿Seguro que no le importa llevarse a Hennie? —dijo la señora Raddick—. ¿De veras? Ahí está el coche, pueden ir a tomar el té y nos volvemos a encontrar aquí mismo, en este mismísimo escalón, dentro de una hora, ¿de acuerdo? Ve, a mí me gustaría que pudiese entrar. No ha estado nunca y vale la pena verlo. Me parece de simple justicia.

—Oh, calla de una vez, mamá —dijo la muchacha, hastiada—. Anda, vamos. No hables tanto y vámonos. Además llevas el bolso abierto; vas a volver a perder todo el dinero.

—Lo siento, hijita —dijo la señora Raddick.

—¡Oh, entremos, venga! Quiero ganar dinero —dijo aquella voz impaciente—. A ti todo te está bien… ¡pero yo no tengo ni cinco!

—Toma…, coge cincuenta francos, hija, ¡coge cien!

Y vi como la señora Raddick apretujaba unos billetes en su mano mientras pasaban por las puertas giratorias.

Hennie y yo permanecimos unos instantes en las escaleras, contemplando a la gente. Tenía una sonrisa anchurosa, encantadora.

—Mira —dijo— allí va un bulldog inglés. ¿Permiten entrar con perros, aquí?

—No, está prohibido.


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7 págs. / 13 minutos / 94 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Casa que No Era

Katherine Mansfield


Cuento


«Dos al revés, dos al derecho, el-hilo-por-delante-de-la-aguja y coger dos puntos a un tiempo.» Como una vieja canción, como una canción que hubiera repetido tantas veces, que no tuviera sino que exhalar la voz para cantarla, iba musitando las rutinas del ganchillo. Otra camiseta casi terminada para el paquete de las misiones.

—Sus camisetas, señora Bean, son algo que tiene tan buena acogida. Mire a estos pobrecillos bichejos sin un trapo —y la esposa del pastor le había mostrado la foto de unas repulsivas cosillas negras con vientres abultados como limones...

«Dos al revés, dos al derecho.» Dejó caer el tejido en el regazo, dio un gran suspiro y se quedó mirando ante sí un momento. Luego volvió a cogerlo y empezó de nuevo. ¿En qué pensaba cuando suspiraba así? En nada. Era su costumbre. Siempre estaba suspirando. Cuando iba por la escalera, sobre todo. Ya bajara o subiera, solía detenerse, y, alzándose el vestido con una mano, la otra en el barandal, se quedaba mirando los escalones y suspiraba.

«Elhilopordelantedelaaguja...» Se sentó junto a la ventana del comedor que daba a la calle. Era un desagradable día de otoño. El viento corría por la calle como un perro flaco. Las casas de enfrente parecían haber sido recortadas con unas malvadas tijeras de acero, y pegadas sobre el papel gris del cielo. No se veía un alma.


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4 págs. / 7 minutos / 86 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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