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autor: Katherine Mansfield etiqueta: Cuento


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Violet

Katherine Mansfield


Cuento


«Hallé una virginal criatura
Que plañía tristemente...»
 

Hay un refrán inglés, muy untuoso y exasperante, según el cual «no hay nube que no esté por dentro revestida de plata». ¿Qué consuelo puede encontrar quien, empapándose hasta las cejas en las nubes, medite sobre su revestimiento interno, y qué ingrato marchamo de tarjeta postal ilustrada viene esto a estampar sobre la tragedia de cada cual, al convertirla en una cursilería de a medio penique, con una luna en el ángulo izquierdo, pretenciosa como una monedita de plata? Y sin embargo, como la mayoría de las cosas exasperantes y untuosas, el proverbio encierra una gran verdad. El revestimiento, se me mostró al despertar tras de mi primera noche en la pensión Séguin, cuando vi por encima del almohadón de plumas una estancia tan resplandeciente de sol, como si todos los rubicundos querubes del cielo se hubiesen puesto a volcar sobre la tierra amarillentas florecillas. «Qué fantasía más encantadora —me dije—. Cuánto más bonita que el proverbio. Viene a ser como un día de campo con Katherine Tynan.»

Y, como en un cuadro, me vi a su lado, cogiendo de manos de una mujer coloradota con un inmenso y abultado mandilón, sendos vasos de leche, mientras discutíamos sobre las rotundas verdades de los refranes frente a las falacias de los juguetones querubes. Pero en este caso hipotético yo me pondría de parte de los proverbios.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Vida de Ma Parker

Katherine Mansfield


Cuento


Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:

—Ayer lo enterramos, señor.

—¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento —dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:

—Espero que el entierro fuese bien.

—¿Cómo dice, señor? —dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.

¡Pobre mujer! Estaba acabada.

—Que espero que el entierro fuese bien… —repitió.

Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.

—Supongo que está abatida —dijo en voz alta, tomandoun poco de mermelada.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Viaje a Brujas

Katherine Mansfield


Cuento


—Tiene para tres cuartos de hora —dijo el mozo—. Casi para una hora. Déjelo en la consigna, señora.

Todo el espacio ante el mostrador estaba ocupado por una familia alemana, cuyos equipajes, bonitamente enfundados y abotonados, tenían la apariencia de perneras de calzón a la antigua. A mi lado esperaba un clérigo joven y diminuto; su plastrón negro aleteaba sobre la camisa. Hubo que esperar durante un buen rato, porque el factor de la consigna no podía quitarse de encima a la familia alemana, que, a juzgar por lo entusiasta de sus ademanes, debía de estar explicándole las ventajas de abotonar tanto los equipajes. Por último la esposa tomó el bulto de su pertenencia y se puso a deshacerlo. El factor, encogiéndose de hombros, se volvió hacia mí.

—¿A dónde?

—A Ostende.

—Entonces, ¿para qué lo deja aquí?

—Porque tengo que esperar aún mucho tiempo —dije.

—El tren sale a las dos y veinte. No necesita traerlo aquí. ¡Eh, tú, ponlo ahí fuera!

Mi mozo lo sacó y el joven clérigo, que había seguido la escena, me sonrió radiante.

—Su tren va a salir. Saldrá en seguida. Sólo le quedan unos minutos. No lo olvide.

Mi perspicacia vislumbró en su mirada una señal de alarma, y fui corriendo al puesto de libros y periódicos. Al volver, mi mozo había desaparecido. En medio de un calor sofocante corrí por el andén de punta a punta. Todos los viajeros, menos yo, tenían su mozo y alardeaban de tenerlo. Y todos me miraban. Furiosa y desolada, leía en su mirada esa deleitosa fruición con que mira el que tiene calor a otro más sofocado todavía.

—Correr con un tiempo así es exponerse a una congestión —dijo una señora rechoncha, mientras se comía las uvas de un obsequio de despedida.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Veneno

Katherine Mansfield


Cuento


Se había retrasado mucho el cartero. Cuando volvimos de nuestro paseo de la mañana aún no había llegado.

—Pas encore, Madame —dijo Annette con voz cantarína, y escapó corriendo al fogón.

Llevamos nuestros paquetes al comedor. La mesa estaba puesta. Al ver los dos cubiertos sólo dos, y sin embargo tan bien dispuestos, tan perfectos que no había posibilidad de que cupiera un tercero, experimenté, igual que siempre, un extraño y fugaz escalofrío, como si hubiera sido herido por los rayos argentados que se desprendían de los blancos manteles, de la cristalería centelleante, del obscuro tazón de las fresas.

—¡Dichoso cartero! ¿Qué le habrá ocurrido? —dijo Beatrice—. Pon eso allí, querido.

—¿Dónde quieres que lo ponga?

Alzó la cabeza para sonreírme con aquella amable y burlona sonrisa.

—Donde quieras, tontín.

Pero yo sabía de sobra que allí no había sitio para aquello y hubiera seguido sosteniendo en vilo la panzuda botella de licor y los dulces durante meses, durante años antes que correr el riesgo de contrariar, aunque sólo fuera ligeramente, su exquisito sentido del orden.

—Vamos, trae —y los plantó sobre la mesa, juntamente con sus largos guantes y la canastilla de los higos—. «La mesa para la comida», novela corta por, por... —me cogió del brazo—. Vamos a la terraza —y al decirlo noté que se estremecía—. Ca sent la cuisine —concluyó con voz desmayada.

En los últimos días, había observado —hacía un par de meses que vivíamos en la Costa Azul— que cuando quería hablar de la comida, del clima o, en tono retozón, de su amor hacia mí, siempre recurría al francés.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Una Familia Ideal

Katherine Mansfield


Cuento


Aquella tarde, por primera vez en su vida, al apretar los batientes de la puerta y descender los tres peldaños que llevaban a la acera, el anciano señor Neave sintió que era demasiado viejo para la primavera. La primavera —cálida, vivaracha, inquieta— había llegado y le esperaba en aquella luz dorada, dispuesta a correr delante de todo el mundo, a acariciarle la blanca barba, a tirarle amablemente del brazo. Pero él no podía seguirla, no; ya no podía alcanzarla y salir corriendo con ella, ágil como un jovenzuelo. Estaba cansado y, aunque todavía lucían los últimos rayos del sol, sentía frío y tenía una curiosa sensación de atontamiento. De pronto había descubierto que ya no tenía energía, ánimos suficientes para continuar soportando aquella alegría y aquel brillante movimiento; todo aquello le confundía. Quería permanecer quieto, apartarlo todo con su bastón, exclamar: «¡Anda, lárgate!» Inesperadamente le costaba un esfuerzo enorme tener que saludar como cada día —levantando levemente el sombrero de fieltro con el bastón— a toda la gente que conocía, amigos, conocidos, tenderos, carteros, cocheros. Pero la mirada alegre que acompañaba aquel gesto, aquella amable chispita que parecía decir: «Valgo tanto como cualquiera de vosotros, si no más», aquella mirada, el viejo señor Neave, va no podía lograrla. Continuó avanzando torpemente, levantando las rodillas como si estuviese caminando por una atmósfera que de algún modo misterioso se hubiese ido espesando y solidificando, como convirtiéndose en agua. La gente que regresaba a sus casas cruzó apresuradamente junto a él, los tranvías tintinearon, traquetearon las carretas, y los grandes coches de alquiler se deslizaban por las calles con la indiferencia desafiante y temeraria que encontramos en los sueños…


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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Una Aventura Verídica

Katherine Mansfield


Cuento


«Ante la ávida mirada del viajero, la pequeña ciudad se extiende como un tapiz de tonos marchitos surcado por los hilos de plata de los canales y animado por las notas del carillón del Gran Campanario. En Brujas la vida se ha detenido hace tiempo y sólo ensueños fantásticos alientan sobre sus torres y portaladas medievales, que nos encantan la vista, inspiran el alma y colman la mente con la majestuosa belleza de lo contemplativo.»

Leí este párrafo de la guía mientras esperaba a Madame en el salón del hotel. Aquello resultaba extremadamente confortador y sentí que mi corazón, cohibido bajo las grises envolturas de mil y una ciudades, despertaba exultante.

Me pregunté si tendría ropa suficiente para quedarme cuando menos un mes. «Soñar durante todo el día —pensaba—. Tomar una barca y dejarla ir flotando de aquí para allá por los canales o amarrarla a un verde arbusto de los que crecen en matorral por las orillas, contemplar absorta las fachadas de las mansiones medievales, y luego, al toque de oración, hallarse tendida sobre el crecido césped de la pradera de Béguinage mirando los altos olmos cuyo follaje tocado por el oro crepuscular temblará en el aire azul. De la diminuta capilla llegarían los ecos de rezos monjiles y una quedaría saturada de poesía para todo el invierno.»

Me remontaba majestuosamente en las flamantes alas de mi fantasía, cuando Madame entró a decirme que no disponía de habitación para mí. Ni una cama ni un solo rincón estaban libres. Se mostró muy amable, y parecía encontrar en aquello algún secreto motivo de regocijo, pues me miraba como si esperase que fuera yo a echarme a reír de contento.

—Mañana —dijo— creo que habrá. Espero que se vaya del once un joven que se ha sentido indispuesto repentinamente. Ahora está en la farmacia. ¿Quiere tomarse la molestia de ver su habitación?


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Un Viaje Indiscreto

Katherine Mansfield


Cuento


1

Se parecía a santa Ana. Sí, con aquel manto negro sobre la cabeza, los mechones grises colgándole y el quinqué humeante en la mano, mi portera parecía la imagen de santa Ana. Cosa realmente hermosísima, pensé sonriéndole. Pero ella dijo con severidad:

—Son las seis en punto. Sólo tiene el tiempo justo. Hay un tazón de leche sobre la mesa escritorio.

Salí de mi pijama para zambullirme en un lebrillo de agua fría como lo hace toda dama británica en las novelas francesas. La portera abrió las contraventanas persuadida de que iría a parar a la celda de una cárcel o moriría a punta de bayoneta, y, al hacerlo, penetró una fría claridad. En el río pitaba un vaporcillo; un carro tirado por dos caballos pasó a todo galope; los rápidos remolinos de las aguas; los altos árboles negros de la otra orilla, agrupados como negros conversando. «Siniestro, sin duda», pensé, mientras me abotonaba mi secular impermeable Burberry. (Aquel Burberry tenía mucha importancia. No era mío. Me lo había prestado una amiga. Mis ojos se encandilaron al verlo colgado en su diminuto y obscuro vestíbulo. Era lo que yo necesitaba. El disfraz perfecto y apropiado; un viejo Burberry. Con un Burberry usado se ha hecho frente a más de un león. Damas envueltas en Burberrys usados han sido salvadas de botes que hacían agua en mares agitados como montañas. Un Burberry usado se me antojaba el santo y seña de todo viajero que se respetara y fuera sin disputa tenido por tal. Y, así diciendo, dejé en su lugar mi abrigo púrpura con piel de foca auténtica en el cuello y las bocamangas.)

—No conseguirá llegar allí —decía mí portera al ver que me subía el cuello—. No, nunca.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Su Primer Baile

Katherine Mansfield


Cuento


Leila hubiera sido incapaz de decir exactamente cuándo empezó el baile. Quizá en rigor su primera pareja ya hubiese sido el coche de alquiler. Y no importaba que lo hubiese compartido con las chicas de Sheridan y su hermano. Se sentó en un rinconcito, un poco apartada, y el brazo en el que apoyó la mano se le antojó la manga del smoking de algún joven desconocido; y así fueron avanzando, mientras casas, farolas, verjas y árboles pasaban bailando por la ventanilla.

—¿Es cierto que no has ido nunca a un baile, Leila? —exclamaron las chicas Sheridan—. Pero, hijita, qué cosa tan sorprendente.

—Nuestro vecino más cercano vivía a quince millas —replicó gentilmente Leila, abriendo y cerrando el abanico.

¡Dios mío, qué difícil era ser distinta a las demás muchachas! Intentó no sonreír demasiado; no preocuparse. Pero todas las cosas resultaban tan nuevas y excitantes… Los nardos de Meg, el largo collar de ámbar de José, la cabecita morena de Maura sobresaliendo por encima de las pieles blancas como una flor que brotase en la nieve. E incluso la impresionó ver a su primo Laurie sacando el papel de seda que cubría el puño de sus guantes nuevos. Le hubiera gustado guardar aquellas tirillas como recuerdo. Laurie se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en la rodilla de Laura.

—Presta atención, hermanita —dijo—. El tercero y el noveno, como siempre. ¿De acuerdo?

¡Oh, qué delicia tener un hermano! En su excitación, Leila sintió que, de haber tenido tiempo, si no hubiese sido completamente imposible, no hubiera podido por menos de llorar por ser hija única y no tener un hermano que pudiese decirle: «Presta atención, hermanita»; ni una hermana que le dijese, como en aquel momento decía Meg a José:

—Nunca te había visto con el pelo tan bien peinado como esta noche.


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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Sopla el Viento

Katherine Mansfield


Cuento


Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

—¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Seis Peniques

Katherine Mansfield


Cuento


Los niños son seres incomprensibles. ¿Por qué un chiquillo como Dicky, de ordinario más bueno que el pan, sensible, cariñoso, dócil y extraordinariamente sensato para su edad, tenía aquellas rarezas, y, sin que nada pudiera hacerlo prever, súbitamente, se convertía, como decían sus hermanas, en un «perro rabioso», y entonces no había nada que hacer con él?

—¡Dicky, ven aquí! ¡Venga usted aquí ahora mismo! ¿No estás oyendo que te llama tu madre? ¡Dicky!

Pero Dicky no hacía caso. Y había oído de sobra. Mas su única respuesta era una risita clara, tintineante. Salía corriendo a esconderse entre el heno sin segar del prado, atravesaba luego a todo correr el cobertizo de la leña, pasaba como un torbellino hacia la huerta, y allí, escabullándose, asomaba la cabeza tras los musgosos troncos de los manzanos para mirar a su madre, y se ponía a dar saltos como un indio bravo.

Había empezado a la hora del té. Mientras su madre y la señora Spears, que había ido a pasar la tarde con ella, estaban en la sala tranquilamente ocupadas con sus labores, he aquí lo que, según la criada, ocurrió cuando los niños tomaban el té. Estaban comiendo las primeras rebanadas de pan con mantequilla tan modositos y tan tranquilos que daba gusto verlos, y ella acababa de servirles la leche y el agua, cuando, de repente, Dicky cogió la fuente del pan, se la puso del revés sobre la cabeza, y, apoderándose también del cuchillo, gritó:

—¡Miradme!

Sus hermanas le miraron muy asustadas y antes de que la criada pudiera cogerlo, el plato se tambaleó, y, resbalando, fue a parar al suelo, donde se hizo añicos. Y en aquel crítico instante se alzaron las voces de las niñas, gritando a más no poder:

—¡Madre, ven a ver lo que ha hecho!

—¡Dicky ha roto un plato muy grande!

—¡Ven a sujetarlo!


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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