Textos más vistos de Katherine Mansfield etiquetados como Cuento | pág. 2

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autor: Katherine Mansfield etiqueta: Cuento


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El Cansancio de Rosabel

Katherine Mansfield


Cuento


En la esquina de Oxford Circus compraba un ramo de violetas, y ésta era realmente la causa de que comiera tan poco por la tarde; pues un huevo pasado por agua, un scone y una taza de cacao en Lyons, no eran ni con mucho suficiente tras una jornada de trabajo en la sombrerería. Y al poner el pie en el estribo del ómnibus a Atlas, sujetándose la falda con una mano y asiéndose con la otra al pasamanos, Rosabel hubiera dado cualquier cosa por una buena comida: pato asado guarnecido de guisantes y relleno de castañas o un budín de brandy. Algo fuerte, caliente y sustancioso. Se sentó al lado de una chica, precisamente de su edad, que iba leyendo Ana Lombard. Era una edición barata en rústica, y la lluvia había salpicado las páginas con lagrimones. Miró por las ventanillas. Las calles a través de ellas parecían esfumarse neblinosas; pero las luces, al chocar con el cristal, convertían en ópalo y en plata su mate opacidad, de modo que las joyerías vistas a través de él semejaban palacios de cuentos de hadas. Tenía los pies atrozmente mojados, y sabía que en los bajos de la falda y de la enagua habría costras de lodo negro y craso. Se notaba un olor a humanidad viviente que parecía rezumar de todos los pasajeros, quienes sentados inmóviles y mirando fijamente ante sí, tenían una expresión idéntica. ¿Cuántas veces no habría leído ella aquel anuncio de «Sapolio Ahorra Trabajo, Ahorra Tiempo», y el de la salsa de tomate Hein, y el diálogo tedioso y anodino entre el médico y el paciente conocedor de las virtudes de las sales efervescentes Lamplough? Echó un vistazo al libro que leía la muchacha con tanta atención, moviendo los labios —cosa que ella detestaba— y humedeciéndose el índice y el pulgar cada vez que pasaba una página. No pudo verlo bien; pero era algo acerca de una noche cálida y voluptuosa, de una orquesta que tocaba, y de una joven de hombros ebúrneos y encantadores.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Clavel

Katherine Mansfield


Cuento


En aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios, cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.

—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son sencillamente divinos. Saben como, como a... bueno.

Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y afilado, garras y ojos como cuentas.)

Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés. Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su pupitre con los ojos entornados y sonriendo.

—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero...

—Un peu de silencie, s'il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.

¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.

Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un soplo de viento.

Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas, parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Desconocido

Katherine Mansfield


Cuento


A la pequeña muchedumbre congregada en el muelle le pareció que no iba a volver a moverse. Estaba allí, inmenso, inmóvil, sobre las ondulaciones de las grises aguas, con un anillo de humo sobre la chimenea, y una inmensa bandada de gaviotas chillonas precipitándose al agua en pos de los desperdicios que arrojaban desde popa. Apenas se divisaban las parejas paseando arriba y abajo —pequeñas moscas paseando arriba y abajo por el plato colocado sobre el mantel gris y arrugado—. Otras moscas se arracimaban y apretujaban a babor. De pronto un destello blanco en el puente inferior: el mandil del cocinero o la chaqueta de un camarero. Luego una diminuta araña encaramándose por una escalerilla hacia el puente superior.

Enfrente de la muchedumbre un hombre robusto, de mediana edad, muy elegantemente vestido, muy atildado con su abrigo gris, bufanda de seda gris, guantes gruesos y oscuro sombrero de fieltro, caminaba arriba y abajo. Parecía ser el director de aquel grupo de gente que esperaba en el muelle y al mismo tiempo el encargado de mantenerlos juntos. Era algo entre un perro pastor y un pastor.

¡Qué insensato, qué insensato había sido dejándose los anteojos! Entre toda aquella gente no había ni uno solo que tuviese anteojos.

—Es curioso, señor Scott —dijo—, que nadie pensase en traer unos anteojos. Al menos les hubiésemos podido animar un poco. Quizá hubiéramos logrado hacernos algunas señales. No tengan miedo en desembarcar. Los nativos son inofensivos. O quizá: Os espera un gran recibimiento. Todo está perdonado. Qué le parece, ¿eh?


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16 págs. / 28 minutos / 129 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Señor y la Señora Palomo

Katherine Mansfield


Cuento


Naturalmente sabía —nadie podía saberlo mejor que él— que no tenía ni sombra de esperanza, ni la más mínima posibilidad. El simple hecho de que se atreviese a pensar en ello ya era tan descabellado que hubiese comprendido perfectamente que el padre de ella… —bueno, cualquier cosa que su padre hiciese iba a estar perfectamente justificada—. La verdad es que, a no ser por su desesperación, a no ser por el hecho que aquél era decididamente su último día en Inglaterra hasta solo Dios sabía cuándo, no se hubiera atrevido a dar aquel paso. E incluso así… Abrió un cajón de la cómoda y eligió la corbata, una corbata ajedrezada, a cuadros azules y beiges, y se sentó al borde de la cama. Suponiendo que ella respondiese: «¡Menuda impertinencia!», ¿se sentiría sorprendido? Decidió que no, que no se sentiría sorprendido lo más mínimo, y dobló el cuello de la camisa ocultando la corbata. En realidad esperaba que ella dijera algo por el estilo. Si consideraba la situación con absoluta sobriedad no veía como ella podía responder otra cosa.


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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Viejo Underwood

Katherine Mansfield


Cuento


(A Anne Estelle Rice)

Descendía a grandes trancos del cerro batido por el vendaval. En una mano llevaba un paraguas negro, y en la otra un hatillo hecho con un pañuelo moteado de blanco y encarnado. Usaba la negra gorra de visera de los pilotos; aros de oro relucientes pendían de sus orejas y sus ojillos chispeaban como dos brasas; dos brasas entre las cenizas de su cara barbuda. A un lado del cerro, todo a lo largo del camino hasta el mar, pinares. Del otro, matojos de hierba y blancos y pequeños arbustos de manuka en flor. Las altas copas de los pinos bramaban como las olas, y sus troncos crujían como crujen las arboladuras de las embarcaciones. Las blancas flores de manuka revoloteaban en el aire. «¡Ah!», gritaba el viejo Underwood amenazando con su paraguas al vendaval que arremetía contra él, que estaba a punto de derribarlo, de estrangularlo con su propia capa negra. «Ahh», respondía el viento cien veces más fuerte que él, llenándole de polvo la boca y la nariz. El viejo Underwood sentía dentro de sí algo que golpeaba como un martillo: «Uno, dos; uno, dos», sin parar nunca, sin variar jamás. No podía evitarlo. No era un ruido fuerte, casi no era un ruido, sino como alguien que llamara cautelosamente a una puerta. «Uno, dos; uno, dos.» Como si alguien golpeara las rejas de una prisión —pam, pam, pam—: alguien que estuviera encerrado y tratara de escaparse. Podía hacer lo que quisiera; palparse sus ropas, agitar los brazos, escupir, jurar. No podía acallar aquel ruido. «Alto, alto, alto, alto», repetía el viejo Underwood echando a correr a trompicones.


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5 págs. / 9 minutos / 68 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En la Bahía

Katherine Mansfield


Cuento


I

Por la mañana, muy temprano. Aún no había salido el sol y toda la bahía de Crescent estaba oculta bajo la neblina blancuzca del mar. Las colinas cubiertas de maleza, en la parte de atrás, quedaban difuminadas. No se podía ver dónde terminaban y dónde empezaban los campos y los bungalows. La arenosa carretera había desaparecido y con ella los campos y bungalows del otro lado; a sus espaldas no se veían las blancas dunas cubiertas de matojos rojizos; no había nada que sirviese para distinguir lo que era la playa y dónde empezaba el mar. Había caído un fuerte rocío. La hierba era azulada. Gruesas gotas colgaban de la maleza, sin acabar de caer: el toi-toi, esponjoso y plateado, colgaba fláccido de sus largos tallos, y las caléndulas y claveles de los jardines de los bungalows se doblaban hacia el suelo rezumando humedad. Las frías fuscias estaban empapadas, y redondas perlas de rocío moteaban las llanas hojas de los berros, Parecía como si el mar hubiera subido pacíficamente durante la noche, como si una inmensa ola hubiera roto avanzando, avanzando… ¿hasta dónde? Tal vez si alguien se hubiese despertado en plena noche hubiera podido atisbar un gran pez coleteando junto a la ventana y volviendo a desaparecer…

¡Ah, aaah!, susurraba el adormecido océano. Y desde los matojos llegaba el rumor de pequeños arroyuelos que discurrían veloces, ligeros, culebreando entre los pulidos guijarros, borboteando en las charcas de los helechos y volviendo a manar; y se oían las grandes gotas salpicando entre las hojas anchas, y algo más —¿qué era?—, un débil temblor y una sacudida, el golpe de una ramita y luego un silencio tan profundo que parecía que alguien estuviese escuchando.


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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En las Altas Horas de la Noche

Katherine Mansfield


Cuento, Monólogo


Virginia está sentada junto al fuego. Sus ropas de calle han quedado tiradas sobre una silla, y las botinas humean levemente junto a la encendida chimenea.
 

VIRGINIA (dejando la carta). — No me gusta nada esta carta; pero nada. No sé si ha tenido el propósito de mostrarse grosero o si es éste su modo de expresarse. (Leyendo.) «Muchas gracias por los calcetines. Como últimamente he recibido cinco pares, estoy seguro de que no le parecerá mal que se los haya dado a otro de la compañía.» No, no es que a mí se me figure; es que ha querido serlo. Es un terrible grosero.

Ah, cómo me gustaría no haberle enviado aquella carta donde le aconsejaba que se cuidara. Daría cualquier cosa por recoger aquella carta. La escribí también en una noche de domingo. No escribiré más cartas los domingos por la noche. Siempre me expansiono demasiado. No sé por qué me producen ese efecto las noches de los domingos. Y es que me perezco por tener a alguien a quien escribir, a alguien a quien amar. Sí, es eso: hacen que me sienta tristona y henchida de ternura. Es curioso, ¿verdad?


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En una Pensión Alemana

Katherine Mansfield


Cuento


Los alemanes a la mesa

La sopa de pan había sido servida.

—¡Ah! —dijo Herr Rat , inclinándose sobre la mesa para mirar dentro de la sopera—. Esto es lo que yo necesito. Hace varios días que mi magen no está en regla. Sopa de pan en su punto justo de densidad.

Se volvió hacia mí y añadió:

—Soy un cocinero excelente.

—Qué interesante —exclamé, intentando infundir a mi voz el suficiente entusiasmo.

—Sí, es preciso cuando uno no está casado. Por mi parte he obtenido de las mujeres todo cuanto quise sin casarme —se sujetó en el cuello la servilleta y sopló la sopa, sin dejar de hablar—. Ahora a las nueve hago un almuerzo a la inglesa, pero no tan fuerte como ustedes. Cuatro rebanadas de pan, un par de huevos, don lonchas de jamón frito, un plato de sopa, dos tazas de té... Para ustedes, nada.

Lo afirmó con tal vehemencia, que me faltó valor para refutarlo.

Todas las miradas convergieron en mí, y me pareció estar soportando el peso de todos los almuerzos disparatados de la nación. Yo que de mañana tomo una taza de café al tiempo de abrocharme la blusa.

—Nada —proclamó Herr Hoffmann de Berlín—. Ach! Cuando estuve en Inglaterra solía comer por la mañana.

Levantó la vista y el mostacho, y se puso a enjugar las escurriduras de sopa sobre la chaqueta y el chaleco.

—¿De veras comen ustedes tanto? —preguntó Fräulein Stiegelauer—. ¿Sopa, pan tostado, carne de cerdo, té y café, frutas en confitura, miel, huevos, pescado frío, riñones, hígado y pescado caliente? ¿Y las señoras comen tanto también?

—Exacto —exclamó Herr Rat—. He podido observarlo por mí mismo cuando viví en un hotel de Leicester Square. Era un buen hotel, pero no sabían hacer té. Ahora que...


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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Esta Flor

Katherine Mansfield


Cuento


Ya le conté a usted, mi querido y necio señor,
cómo de aquella ortiga peligrosa recogimos esta flor de seguridad.
 

¡Cuánto había esperado aquel momento! Lo que ahora sentía no tenía ningún punto de contacto con nada de lo que había sentido anteriormente: era algo único, maravilloso. Algo así como una perla perfecta puesta junto a otra de notoria imperfección... ¿Cómo podría ella describir su felicidad? Imposible. Era como un sueño del que aún no había despertado del todo. Había tenido valor para luchar contra los acontecimientos y ahora, de repente, se daba cuenta de que su lucha había terminado. Y no era sólo esto, sino que ahora sabía que aquella lucha le iba a producir unos frutos inmediatos, que había alcanzado la meta que se había fijado hacía mucho tiempo. Sentía que formaba parte de aquella habitación, de «su» habitación, del gran ramo de anémonas que la adornaba, de la blanca cortina que se agitaba a impulsos de la ligera brisa, de los espejos, de las mullidas alfombras. Que formaba parte del glorioso tañido de campanas que era la vida, que ella misma era una partícula de la vida, de la luz...

El doctor volvió a entrar. Su pequeña figura resultaba ridícula con el estetoscopio colgado al cuello —ella le había pedido que examinara su corazón—, frotándose una contra otra sus manos recién lavadas...

Había cumplido eficientemente con lo que Roy le había pedido. Ni siquiera había sido doloroso. No podían permitirse el tener un hijo. Roy había obtenido, no sabía cómo, las señas de aquel sospechoso doctorcillo.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Estampas Primaverales

Katherine Mansfield


Cuento


1

Llueve. Grandes gotas que salpican blandamente las manos y las mejillas. Goterones cálidos como estrellas derretidas. «¡Rosas! ¡Lirios! ¡Violetas!», grazna la vieja bruja en el arroyo. Pero los manojos de lirios, entre verdores escarolados, se asemejan a coliflores mustias, y de ellos se desprende un olor desagradable y enfermizo. Va y viene arrastrando el rechinante carretillo. Nadie quiere comprar aquello. Es necesario andar por en medio de la calle; no hay sitio en las aceras. Todas las tiendas están de bote en bote. Todas exhiben volantes andrajosos, encajes manchados, cintajos sucios; algo con que atraerle a uno. Han instalado fuera mesas con cañones de juguete, soldados y Zeppelines, o marcos para fotografías completados con bellezas que miran de soslayo. Hay enormes montones de amarillentos sombreros de paja, formando en pirámides de confitería, y ristras de botas de color y de zapatos, tan pequeños, que no le sirven a nadie. Hay una tienda repleta de saldos de pequeños impermeables, con un letrero —«Bebé»— en medio de ellos. Los azules para las niñas, los rosas para los chicos.

—¡Lirios, rosas, bonitas violetas! —gorjeaba la vieja bruja en el momento de tropezar con otro carretillo.

Pero éste no se mueve. Está abarrotado de lechugas, y su propietaria, una vieja gorda, duerme profundamente, tirada en él, todo a lo largo, con la nariz en las raíces de las hortalizas.

¿Quién va a comprar aquí nada? Las vendedoras son mujeres. Están sentadas en sus banquillos de tijera, pensativas, con la mirada perdida. De vez en cuando una de ellas se levanta, coge un plumero, como una antorcha humeante, y sacude esto o aquello. Luego vuelve a sentarse. Hasta el viejo con gafas color naranja, que tiene un balón por barriga y está dando vueltas al soporte de las postales cómicas, lo hace girar y girar sin decidirse.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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