Textos más vistos de Katherine Mansfield etiquetados como Cuento | pág. 4

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autor: Katherine Mansfield etiqueta: Cuento


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La Mujer del Almacén

Katherine Mansfield


Cuento


Durante todo el día hizo un calor terrible. El suelo levantaba un viento cálido, que silbaba entre los montecillos de hierba y se arrastraba por todo el camino, empujando. El blanco polvo calcáreo se elevaba en remolinos, impulsado por el viento, envolviéndonos la cara y posándose sobre nuestros cuerpos como otra piel reseca e irritante. Los caballos iban con paso lento, resoplando. El que llevaba la carga estaba enfermo, con una gran llaga abierta que hería su vientre. De vez en cuando se detenía en seco, giraba la cabeza para mirarnos, como a punto de llorar, ¿relinchando? Cientos de alondras gemían en el aire. El cielo se había teñido de un color brilloso y los gemidos de las alondras me parecieron los que hacía la tiza al escribir en un pizarrón. Se veía sólo una extensión de manojos de hierba, una fila tras otra de montones de hierba, con alguna flor púrpura perdida o zarzas secas cubiertas de telarañas densas.

Jo cabalgaba adelante. Llevaba una camisa azul de tela gruesa, pantalones de pana y botas altas de montar. Un pañuelo blanco con lunares rojos —parecía que acababa de limpiarse la sangre de las narices— le rodeaba el cuello. Bajo las alas anchas de su sombrero se veían mechones de cabellos blancos; sus cejas y el bigote estaban cubiertos de polvo. Jo cabalgaba balanceándose muy suelto sobre la silla y se quejaba de tanto en tanto. Ni una sola vez en el día, cantó aquello que decía:

“No me interesa, porque verás, tengo a mi suegra siempre delante”.


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16 págs. / 28 minutos / 64 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Niña

Katherine Mansfield


Cuento


Era un ser aterrador, y cuya presencia quería eludir. Cada mañana, antes de irse a sus negocios, entraba en el cuarto de la niña para darle el beso de ritual, beso al que ella correspondía con un «adiós, papá». Y qué sensación de alivio cuando oía el ruido del coche que se alejaba e iba haciéndose más y más débil.

Por las noches, cuando esperaba su regreso asomada al barandal, oía abajo, en el vestíbulo, su voz retumbante:

—Que me lleven el té al salón de fumar. ¿Todavía no han traído el periódico? ¿Se lo han vuelto a llevar a la cocina? Mamá, ve a ver si anda por ahí el periódico. Y tráeme las zapatillas.

Mamá entonces la llamaba a ella:

—Kezia, sé buena y baja a quitarle las botas a papá.

Y ella bajaba despacito las escaleras, asiéndose muy fuerte con una mano al barandal, cruzaba el vestíbulo, más despacio todavía, y empujaba la puerta del salón de fumar.

Él tenía ya las gafas puestas y la miraba por encima de ellas de un modo que la asustaba.

—Vamos, Kezia, date prisa. Quítame las botas y llévatelas fuera. ¿Has sido buena hoy?

—N... no sé, papá.

—¿Tú n... no lo sabes? Si sigues tartamudeando de ese modo tendrá que llevarte mamá a ver al médico.

Con los demás nunca tartamudeaba; casi había dejado de tartamudear. Sólo con papá; porque se esforzaba demasiado en pronunciar bien las palabras.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué miras tan asustada? Mamá, quisiera que enseñaras a esta criatura a no poner esa cara. Cualquiera diría que estaba a punto de suicidarse. Vamos, Kezia, llévate mi taza de té y ponía en la mesa. ¡Con cuidado! Te tiemblan las manos como a una viejecita. Y procura guardar el pañuelo en el bolsillo, no en la manga.

—S... sí, papá.


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5 págs. / 8 minutos / 98 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Las Hijas del Coronel Difunto

Katherine Mansfield


Cuento


I

La semana siguiente fue una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaban, lo único que permanecía tendido y descansaba eran sus cuerpos; porque sus mentes continuaban pensando, buscando soluciones, hablando de las cosas, interrogándose, decidiendo, intentando recordar dónde…

Constantia permanecía yerta como una estatua, con las manos estiradas junto al cuerpo, los pies apenas cruzados y la sábana hasta la barbilla. Miraba al techo.

—¿Crees que a papá le molestaría si diésemos su sombrero de copa al portero?

—¿Al portero? —saltó Josephine—. ¿Y por qué tenemos que dárselo al portero? ¡A veces tienes cada idea…!

—Porque seguramente —replicó lentamente Constantia— debe tener que ir bastante a menudo a entierros. Y en…, en el cementerio vi que llevaba un sombrero hongo. —Hizo una pausa—. Entonces se me ocurrió que estaría muy agradecido si pudiese tener un sombrero de copa. Además tendríamos que hacerle algún regalo. Siempre se portó muy bien con papá.

—¡Por favor! —sollozó Josephine, incorporándose en la almohada y mirando hacia Constantia a través de la oscuridad—. ¡Piensa en la cabeza que tenía papá!

E, inesperadamente, durante un horrendo segundo, estuvo a punto de echarse a reír. Aunque, por supuesto, no tenía las menores ganas de reír. Debió haber sido la costumbre. En otros tiempos, cuando se pasaban la noche despiertas charlando, sus camas no cesaban de crujir bajo sus risas. Y ahora, al imaginarse la cabeza del portero tragada, como por ensalmo, por el sombrero de copa de su padre, como una vela apagada de un soplido… Las ganas de reír aumentaban, le subían por el pecho; apretó con fuerza las manos; luchó por vencerla; frunció severamente el ceño en la oscuridad y se dijo con voz terriblemente adusta: «Recuerda».

—Podemos decidirlo mañana —añadió, dirigiéndose a su hermana.


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24 págs. / 43 minutos / 290 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Matrimonio a la Moda

Katherine Mansfield


Cuento


Camino de la estación, William se dio cuenta de que había olvidado comprar algo para los críos. El olvido le causó gran malestar. ¡Pobres niños! ¡Qué pena! Las primeras palabras que decían siempre cuando corrían a saludarle eran: «¿Qué nos traes, papá?», y él no llevaba nada. Tendría que comprarles unos dulces en la estación. Pero eso era lo que había hecho los cuatro sábados anteriores, y la última vez sus caras habían sido lo suficientemente expresivas al ver aparecer las mismas cajas de costumbre.

Paddy había dicho:

—A mí ya me diste una con cinta roja.

Y el comentario de Johnny fue:

—Y a mí siempre me toca rosa. Odio el color rosa.

Pero, ¿qué podía hacer William? El asunto no era fácil. Antes hubiera cogido un taxi hasta una buena juguetería y en cinco minutos habría encontrado algo adecuado para ellos. Pero ahora tenían juguetes rusos, franceses, serbios… juguetes de Dios sabe qué parte del mundo. Hacía más de un año que Isabel había desechado los burritos, las locomotoras y un montón de cosas más porque eran «demasiado sentimentales» y «muy perjudiciales para la formación de los pequeños».

—Es importantísimo —había explicado la nueva Isabel— que tengan gustos adecuados desde el principio. Ahorra mucho tiempo más adelante. La verdad, si las pobres criaturas se pasan la infancia contemplando semejantes monstruosidades, es muy normal que al crecer insistan en que los lleven a la Real Academia de Pintura.

Y continuaba hablando como si una visita a la Real Academia de Pintura fuese algo semejante a una condena a muerte…

—Bueno, no estoy muy seguro —dijo William lentamente—. Cuando yo tenía su edad me iba a la cama abrazado a una toalla con un nudo en la punta.

La nueva Isabel le miró con los ojos entornados y los labios entreabiertos.


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13 págs. / 23 minutos / 92 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Millie

Katherine Mansfield


Cuento


Permaneció reclinada contra la veranda hasta que se perdieron de vista. Cuando habían andado un buen trozo de camino, Willie Cox se volvió en el caballo para hacerle señas con la mano. Pero ella no respondió del mismo modo; sólo movió un poco la cabeza e hizo un gesto. Aunque no era mal muchacho, lo encontraba demasiado desenvuelto y campechano. Pero, ¡vaya con el calor que hacía! Como para derretirle a una los sesos.

Millie se puso el pañuelo sobre la cabeza y miró, haciéndose sombra con la mano. A lo lejos, en el camino polvoriento, podía ver los caballos como puntitos negros bailoteando arriba y abajo. Y cuando dejaba de mirarlos y volvía la vista las praderas agostadas, aún los veía saltar como mosquitos delante de sus mismos ojos. Eran las dos y media de la tarde. El sol pendía del cielo pálidamente azul como un espejo ustorio, y allá, tras de las praderas, las montañas azuladas parecían agitarse y encresparse como el mar. »


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7 págs. / 12 minutos / 111 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Pensión Seguin

Katherine Mansfield


Cuento


La criada que abrió era hermana gemela de aquella eficiente y odiosa criatura que en «La Mejor Pintura Francesa» llevaba una sopera. Su cara redonda brillaba como porcelana recién lavada. Tenía también un par de brazos enormes y desnudos y la abigarrada mata de pelo peinada formando una especie de lazo. Balbucí ridículamente, como el que se ha quedado sin aliento. Cualquiera hubiese creído que tenía a mis espaldas una manada de lobos siberianos, y no cinco pisos de escaleras francesas primorosamente enceradas.

—¿Tiene habitación?

La criada lo ignoraba. Tendría que preguntarlo a Madame. Pero Madame estaba comiendo.

—¿Quiere hacer el favor de pasar?

La seguí hasta la sala, cruzando un obscuro vestíbulo donde montaba la guardia una gran estufa negra, que parecía un gato sin cabeza con un ojo rojizo y omnividente en medio del estómago.

—Haga el favor de sentarse —dijo la muchacha, cerrando la puerta tras ella.

Oí como arrastraba sus zapatillas de orillo por el corredor adelante, y el ruido de una puerta al abrirse, seguido de un gritito prontamente sofocado. Después silencio.

La sala era estrecha y larga. El piso, dado de cera amarilla, estaba sembrado de alfombrillas blancas de ganchillo. Cortinas de muselina blanca ocultaban las ventanas, y las paredes, blancas también, estaban decoradas con pinturas de pálidas damiselas dirigiéndose por avenidas de cipreses hacia templos en ruinas y lunas alzándose sobre océanos sin límites. Una hubiera pensado que los largos años de virginidad de Madame habían estado dedicados a confeccionar blancas alfombrillas y su vocecita había aprendido los números contando los puntos del crochet.


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6 págs. / 11 minutos / 40 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Seis Peniques

Katherine Mansfield


Cuento


Los niños son seres incomprensibles. ¿Por qué un chiquillo como Dicky, de ordinario más bueno que el pan, sensible, cariñoso, dócil y extraordinariamente sensato para su edad, tenía aquellas rarezas, y, sin que nada pudiera hacerlo prever, súbitamente, se convertía, como decían sus hermanas, en un «perro rabioso», y entonces no había nada que hacer con él?

—¡Dicky, ven aquí! ¡Venga usted aquí ahora mismo! ¿No estás oyendo que te llama tu madre? ¡Dicky!

Pero Dicky no hacía caso. Y había oído de sobra. Mas su única respuesta era una risita clara, tintineante. Salía corriendo a esconderse entre el heno sin segar del prado, atravesaba luego a todo correr el cobertizo de la leña, pasaba como un torbellino hacia la huerta, y allí, escabullándose, asomaba la cabeza tras los musgosos troncos de los manzanos para mirar a su madre, y se ponía a dar saltos como un indio bravo.

Había empezado a la hora del té. Mientras su madre y la señora Spears, que había ido a pasar la tarde con ella, estaban en la sala tranquilamente ocupadas con sus labores, he aquí lo que, según la criada, ocurrió cuando los niños tomaban el té. Estaban comiendo las primeras rebanadas de pan con mantequilla tan modositos y tan tranquilos que daba gusto verlos, y ella acababa de servirles la leche y el agua, cuando, de repente, Dicky cogió la fuente del pan, se la puso del revés sobre la cabeza, y, apoderándose también del cuchillo, gritó:

—¡Miradme!

Sus hermanas le miraron muy asustadas y antes de que la criada pudiera cogerlo, el plato se tambaleó, y, resbalando, fue a parar al suelo, donde se hizo añicos. Y en aquel crítico instante se alzaron las voces de las niñas, gritando a más no poder:

—¡Madre, ven a ver lo que ha hecho!

—¡Dicky ha roto un plato muy grande!

—¡Ven a sujetarlo!


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7 págs. / 12 minutos / 108 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Sopla el Viento

Katherine Mansfield


Cuento


Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

—¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.


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5 págs. / 9 minutos / 106 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Viaje Indiscreto

Katherine Mansfield


Cuento


1

Se parecía a santa Ana. Sí, con aquel manto negro sobre la cabeza, los mechones grises colgándole y el quinqué humeante en la mano, mi portera parecía la imagen de santa Ana. Cosa realmente hermosísima, pensé sonriéndole. Pero ella dijo con severidad:

—Son las seis en punto. Sólo tiene el tiempo justo. Hay un tazón de leche sobre la mesa escritorio.

Salí de mi pijama para zambullirme en un lebrillo de agua fría como lo hace toda dama británica en las novelas francesas. La portera abrió las contraventanas persuadida de que iría a parar a la celda de una cárcel o moriría a punta de bayoneta, y, al hacerlo, penetró una fría claridad. En el río pitaba un vaporcillo; un carro tirado por dos caballos pasó a todo galope; los rápidos remolinos de las aguas; los altos árboles negros de la otra orilla, agrupados como negros conversando. «Siniestro, sin duda», pensé, mientras me abotonaba mi secular impermeable Burberry. (Aquel Burberry tenía mucha importancia. No era mío. Me lo había prestado una amiga. Mis ojos se encandilaron al verlo colgado en su diminuto y obscuro vestíbulo. Era lo que yo necesitaba. El disfraz perfecto y apropiado; un viejo Burberry. Con un Burberry usado se ha hecho frente a más de un león. Damas envueltas en Burberrys usados han sido salvadas de botes que hacían agua en mares agitados como montañas. Un Burberry usado se me antojaba el santo y seña de todo viajero que se respetara y fuera sin disputa tenido por tal. Y, así diciendo, dejé en su lugar mi abrigo púrpura con piel de foca auténtica en el cuello y las bocamangas.)

—No conseguirá llegar allí —decía mí portera al ver que me subía el cuello—. No, nunca.


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18 págs. / 32 minutos / 52 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Una Familia Ideal

Katherine Mansfield


Cuento


Aquella tarde, por primera vez en su vida, al apretar los batientes de la puerta y descender los tres peldaños que llevaban a la acera, el anciano señor Neave sintió que era demasiado viejo para la primavera. La primavera —cálida, vivaracha, inquieta— había llegado y le esperaba en aquella luz dorada, dispuesta a correr delante de todo el mundo, a acariciarle la blanca barba, a tirarle amablemente del brazo. Pero él no podía seguirla, no; ya no podía alcanzarla y salir corriendo con ella, ágil como un jovenzuelo. Estaba cansado y, aunque todavía lucían los últimos rayos del sol, sentía frío y tenía una curiosa sensación de atontamiento. De pronto había descubierto que ya no tenía energía, ánimos suficientes para continuar soportando aquella alegría y aquel brillante movimiento; todo aquello le confundía. Quería permanecer quieto, apartarlo todo con su bastón, exclamar: «¡Anda, lárgate!» Inesperadamente le costaba un esfuerzo enorme tener que saludar como cada día —levantando levemente el sombrero de fieltro con el bastón— a toda la gente que conocía, amigos, conocidos, tenderos, carteros, cocheros. Pero la mirada alegre que acompañaba aquel gesto, aquella amable chispita que parecía decir: «Valgo tanto como cualquiera de vosotros, si no más», aquella mirada, el viejo señor Neave, va no podía lograrla. Continuó avanzando torpemente, levantando las rodillas como si estuviese caminando por una atmósfera que de algún modo misterioso se hubiese ido espesando y solidificando, como convirtiéndose en agua. La gente que regresaba a sus casas cruzó apresuradamente junto a él, los tranvías tintinearon, traquetearon las carretas, y los grandes coches de alquiler se deslizaban por las calles con la indiferencia desafiante y temeraria que encontramos en los sueños…


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8 págs. / 15 minutos / 164 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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