Textos más cortos de Katherine Mansfield etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 3

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autor: Katherine Mansfield etiqueta: Cuento textos no disponibles


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La Mosca

Katherine Mansfield


Cuento


—Pues sí que está usted cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

—Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

—Sí, es bastante cómodo —asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.


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7 págs. / 12 minutos / 99 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Millie

Katherine Mansfield


Cuento


Permaneció reclinada contra la veranda hasta que se perdieron de vista. Cuando habían andado un buen trozo de camino, Willie Cox se volvió en el caballo para hacerle señas con la mano. Pero ella no respondió del mismo modo; sólo movió un poco la cabeza e hizo un gesto. Aunque no era mal muchacho, lo encontraba demasiado desenvuelto y campechano. Pero, ¡vaya con el calor que hacía! Como para derretirle a una los sesos.

Millie se puso el pañuelo sobre la cabeza y miró, haciéndose sombra con la mano. A lo lejos, en el camino polvoriento, podía ver los caballos como puntitos negros bailoteando arriba y abajo. Y cuando dejaba de mirarlos y volvía la vista las praderas agostadas, aún los veía saltar como mosquitos delante de sus mismos ojos. Eran las dos y media de la tarde. El sol pendía del cielo pálidamente azul como un espejo ustorio, y allá, tras de las praderas, las montañas azuladas parecían agitarse y encresparse como el mar. »


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7 págs. / 12 minutos / 111 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Seis Peniques

Katherine Mansfield


Cuento


Los niños son seres incomprensibles. ¿Por qué un chiquillo como Dicky, de ordinario más bueno que el pan, sensible, cariñoso, dócil y extraordinariamente sensato para su edad, tenía aquellas rarezas, y, sin que nada pudiera hacerlo prever, súbitamente, se convertía, como decían sus hermanas, en un «perro rabioso», y entonces no había nada que hacer con él?

—¡Dicky, ven aquí! ¡Venga usted aquí ahora mismo! ¿No estás oyendo que te llama tu madre? ¡Dicky!

Pero Dicky no hacía caso. Y había oído de sobra. Mas su única respuesta era una risita clara, tintineante. Salía corriendo a esconderse entre el heno sin segar del prado, atravesaba luego a todo correr el cobertizo de la leña, pasaba como un torbellino hacia la huerta, y allí, escabullándose, asomaba la cabeza tras los musgosos troncos de los manzanos para mirar a su madre, y se ponía a dar saltos como un indio bravo.

Había empezado a la hora del té. Mientras su madre y la señora Spears, que había ido a pasar la tarde con ella, estaban en la sala tranquilamente ocupadas con sus labores, he aquí lo que, según la criada, ocurrió cuando los niños tomaban el té. Estaban comiendo las primeras rebanadas de pan con mantequilla tan modositos y tan tranquilos que daba gusto verlos, y ella acababa de servirles la leche y el agua, cuando, de repente, Dicky cogió la fuente del pan, se la puso del revés sobre la cabeza, y, apoderándose también del cuchillo, gritó:

—¡Miradme!

Sus hermanas le miraron muy asustadas y antes de que la criada pudiera cogerlo, el plato se tambaleó, y, resbalando, fue a parar al suelo, donde se hizo añicos. Y en aquel crítico instante se alzaron las voces de las niñas, gritando a más no poder:

—¡Madre, ven a ver lo que ha hecho!

—¡Dicky ha roto un plato muy grande!

—¡Ven a sujetarlo!


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7 págs. / 12 minutos / 108 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Lección de Canto

Katherine Mansfield


Cuento


Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.

La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows.

—Buenos días —exclamó con su pronunciación afectada y dulzona—. ¡Qué frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.

Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero, contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.

—Hace un frío que pela —respondió la señorita Meadows, taciturna.

La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas.

—Pues tú parece que estás helada —dijo. Sus ojos azules se abrieron enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de algo?)

—No, no tanto —respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su camino…


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7 págs. / 13 minutos / 75 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Aventura Verídica

Katherine Mansfield


Cuento


«Ante la ávida mirada del viajero, la pequeña ciudad se extiende como un tapiz de tonos marchitos surcado por los hilos de plata de los canales y animado por las notas del carillón del Gran Campanario. En Brujas la vida se ha detenido hace tiempo y sólo ensueños fantásticos alientan sobre sus torres y portaladas medievales, que nos encantan la vista, inspiran el alma y colman la mente con la majestuosa belleza de lo contemplativo.»

Leí este párrafo de la guía mientras esperaba a Madame en el salón del hotel. Aquello resultaba extremadamente confortador y sentí que mi corazón, cohibido bajo las grises envolturas de mil y una ciudades, despertaba exultante.

Me pregunté si tendría ropa suficiente para quedarme cuando menos un mes. «Soñar durante todo el día —pensaba—. Tomar una barca y dejarla ir flotando de aquí para allá por los canales o amarrarla a un verde arbusto de los que crecen en matorral por las orillas, contemplar absorta las fachadas de las mansiones medievales, y luego, al toque de oración, hallarse tendida sobre el crecido césped de la pradera de Béguinage mirando los altos olmos cuyo follaje tocado por el oro crepuscular temblará en el aire azul. De la diminuta capilla llegarían los ecos de rezos monjiles y una quedaría saturada de poesía para todo el invierno.»

Me remontaba majestuosamente en las flamantes alas de mi fantasía, cuando Madame entró a decirme que no disponía de habitación para mí. Ni una cama ni un solo rincón estaban libres. Se mostró muy amable, y parecía encontrar en aquello algún secreto motivo de regocijo, pues me miraba como si esperase que fuera yo a echarme a reír de contento.

—Mañana —dijo— creo que habrá. Espero que se vaya del once un joven que se ha sentido indispuesto repentinamente. Ahora está en la farmacia. ¿Quiere tomarse la molestia de ver su habitación?


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7 págs. / 13 minutos / 36 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Violet

Katherine Mansfield


Cuento


«Hallé una virginal criatura
Que plañía tristemente...»
 

Hay un refrán inglés, muy untuoso y exasperante, según el cual «no hay nube que no esté por dentro revestida de plata». ¿Qué consuelo puede encontrar quien, empapándose hasta las cejas en las nubes, medite sobre su revestimiento interno, y qué ingrato marchamo de tarjeta postal ilustrada viene esto a estampar sobre la tragedia de cada cual, al convertirla en una cursilería de a medio penique, con una luna en el ángulo izquierdo, pretenciosa como una monedita de plata? Y sin embargo, como la mayoría de las cosas exasperantes y untuosas, el proverbio encierra una gran verdad. El revestimiento, se me mostró al despertar tras de mi primera noche en la pensión Séguin, cuando vi por encima del almohadón de plumas una estancia tan resplandeciente de sol, como si todos los rubicundos querubes del cielo se hubiesen puesto a volcar sobre la tierra amarillentas florecillas. «Qué fantasía más encantadora —me dije—. Cuánto más bonita que el proverbio. Viene a ser como un día de campo con Katherine Tynan.»

Y, como en un cuadro, me vi a su lado, cogiendo de manos de una mujer coloradota con un inmenso y abultado mandilón, sendos vasos de leche, mientras discutíamos sobre las rotundas verdades de los refranes frente a las falacias de los juguetones querubes. Pero en este caso hipotético yo me pondría de parte de los proverbios.


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7 págs. / 13 minutos / 61 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Adolescente

Katherine Mansfield


Cuento


Con el vestidito azul, los pómulos ligeramente sonrosados, sus ojos azules, y los rizos dorados recogidos como si se los hubiesen sujetado por primera vez —recogidos como para que no la molestasen cuando alzase el vuelo—, la hija de la señora Raddick parecía que acabase de descender del radiante firmamento. La mirada tímida, ligeramente sorprendida y profundamente admirada de la señora Raddick parecía confirmarlo; pero su hija no estaba demasiado entusiasmada —¿por qué iba a estarlo?— de haber ido a parar a la escalinata del Casino. Era lógico, se aburría; estaba aburrida como si el cielo se hallase repleto de casinos con santos viejos y catarrosos como croupiers y coronas con las que jugar.

—¿Seguro que no le importa llevarse a Hennie? —dijo la señora Raddick—. ¿De veras? Ahí está el coche, pueden ir a tomar el té y nos volvemos a encontrar aquí mismo, en este mismísimo escalón, dentro de una hora, ¿de acuerdo? Ve, a mí me gustaría que pudiese entrar. No ha estado nunca y vale la pena verlo. Me parece de simple justicia.

—Oh, calla de una vez, mamá —dijo la muchacha, hastiada—. Anda, vamos. No hables tanto y vámonos. Además llevas el bolso abierto; vas a volver a perder todo el dinero.

—Lo siento, hijita —dijo la señora Raddick.

—¡Oh, entremos, venga! Quiero ganar dinero —dijo aquella voz impaciente—. A ti todo te está bien… ¡pero yo no tengo ni cinco!

—Toma…, coge cincuenta francos, hija, ¡coge cien!

Y vi como la señora Raddick apretujaba unos billetes en su mano mientras pasaban por las puertas giratorias.

Hennie y yo permanecimos unos instantes en las escaleras, contemplando a la gente. Tenía una sonrisa anchurosa, encantadora.

—Mira —dijo— allí va un bulldog inglés. ¿Permiten entrar con perros, aquí?

—No, está prohibido.


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7 págs. / 13 minutos / 93 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Vida de Ma Parker

Katherine Mansfield


Cuento


Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:

—Ayer lo enterramos, señor.

—¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento —dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:

—Espero que el entierro fuese bien.

—¿Cómo dice, señor? —dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.

¡Pobre mujer! Estaba acabada.

—Que espero que el entierro fuese bien… —repitió.

Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.

—Supongo que está abatida —dijo en voz alta, tomandoun poco de mermelada.


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8 págs. / 15 minutos / 57 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Familia Ideal

Katherine Mansfield


Cuento


Aquella tarde, por primera vez en su vida, al apretar los batientes de la puerta y descender los tres peldaños que llevaban a la acera, el anciano señor Neave sintió que era demasiado viejo para la primavera. La primavera —cálida, vivaracha, inquieta— había llegado y le esperaba en aquella luz dorada, dispuesta a correr delante de todo el mundo, a acariciarle la blanca barba, a tirarle amablemente del brazo. Pero él no podía seguirla, no; ya no podía alcanzarla y salir corriendo con ella, ágil como un jovenzuelo. Estaba cansado y, aunque todavía lucían los últimos rayos del sol, sentía frío y tenía una curiosa sensación de atontamiento. De pronto había descubierto que ya no tenía energía, ánimos suficientes para continuar soportando aquella alegría y aquel brillante movimiento; todo aquello le confundía. Quería permanecer quieto, apartarlo todo con su bastón, exclamar: «¡Anda, lárgate!» Inesperadamente le costaba un esfuerzo enorme tener que saludar como cada día —levantando levemente el sombrero de fieltro con el bastón— a toda la gente que conocía, amigos, conocidos, tenderos, carteros, cocheros. Pero la mirada alegre que acompañaba aquel gesto, aquella amable chispita que parecía decir: «Valgo tanto como cualquiera de vosotros, si no más», aquella mirada, el viejo señor Neave, va no podía lograrla. Continuó avanzando torpemente, levantando las rodillas como si estuviese caminando por una atmósfera que de algún modo misterioso se hubiese ido espesando y solidificando, como convirtiéndose en agua. La gente que regresaba a sus casas cruzó apresuradamente junto a él, los tranvías tintinearon, traquetearon las carretas, y los grandes coches de alquiler se deslizaban por las calles con la indiferencia desafiante y temeraria que encontramos en los sueños…


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8 págs. / 15 minutos / 164 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Su Primer Baile

Katherine Mansfield


Cuento


Leila hubiera sido incapaz de decir exactamente cuándo empezó el baile. Quizá en rigor su primera pareja ya hubiese sido el coche de alquiler. Y no importaba que lo hubiese compartido con las chicas de Sheridan y su hermano. Se sentó en un rinconcito, un poco apartada, y el brazo en el que apoyó la mano se le antojó la manga del smoking de algún joven desconocido; y así fueron avanzando, mientras casas, farolas, verjas y árboles pasaban bailando por la ventanilla.

—¿Es cierto que no has ido nunca a un baile, Leila? —exclamaron las chicas Sheridan—. Pero, hijita, qué cosa tan sorprendente.

—Nuestro vecino más cercano vivía a quince millas —replicó gentilmente Leila, abriendo y cerrando el abanico.

¡Dios mío, qué difícil era ser distinta a las demás muchachas! Intentó no sonreír demasiado; no preocuparse. Pero todas las cosas resultaban tan nuevas y excitantes… Los nardos de Meg, el largo collar de ámbar de José, la cabecita morena de Maura sobresaliendo por encima de las pieles blancas como una flor que brotase en la nieve. E incluso la impresionó ver a su primo Laurie sacando el papel de seda que cubría el puño de sus guantes nuevos. Le hubiera gustado guardar aquellas tirillas como recuerdo. Laurie se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en la rodilla de Laura.

—Presta atención, hermanita —dijo—. El tercero y el noveno, como siempre. ¿De acuerdo?

¡Oh, qué delicia tener un hermano! En su excitación, Leila sintió que, de haber tenido tiempo, si no hubiese sido completamente imposible, no hubiera podido por menos de llorar por ser hija única y no tener un hermano que pudiese decirle: «Presta atención, hermanita»; ni una hermana que le dijese, como en aquel momento decía Meg a José:

—Nunca te había visto con el pelo tan bien peinado como esta noche.


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8 págs. / 15 minutos / 164 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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