Textos más populares esta semana de Katherine Mansfield no disponibles publicados el 9 de noviembre de 2017

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autor: Katherine Mansfield textos no disponibles fecha: 09-11-2017


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Algo Infantil, Pero muy Natural

Katherine Mansfield


Cuento


1

Henry no sabía qué opinar; o no se acordaba ya de cómo le sentaba el verano anterior, o de entonces ahora le había crecido la cabeza. Porque aquel sombrero de paja le hacía daño, oprimiéndole la frente y produciéndole un dolor sordo en los huesos que hay sobre las sienes. Así que, optando por un asiento en el rincón de una tercera para fumadores, se lo quitó y lo dejó en la rejilla, juntamente con la gran carpeta negra de cartón y los guantes que su tía B. le había regalado aquellas Navidades. El compartimiento olía terriblemente a goma mojada y a hollín. Tenía diez minutos disponibles antes de que saliera el tren, y Henry decidió ir a echar un vistazo al puesto de libros. Por el techo encristalado de la estación penetraba la luz del sol en haces azules y dorados. Un chicuelo corría de aquí para allá con una batea de primaveras. Había en la gente, sobre todo en las mujeres, algo de dejadez y al mismo tiempo de ansiedad. El primer día verdaderamente primaveral, el día más encantador de todo el año desplegaba sus esplendores deliciosamente templados, incluso ante los ojos de los londinenses. Haciendo relumbrar todos los colores, infundía un tono nuevo a todas las voces, así que la muchedumbre urbana iba de aquí para allá, sintiendo que bajo sus ropas llevaban un cuerpo viviente de verdad y que un corazón realmente vivido hacía circular su sangre aletargada.


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24 págs. / 42 minutos / 309 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Abandonada o la Mujer Solitaria

Katherine Mansfield


Cuento


Durante todo el día, el calor fue terrible. El viento soplaba a ras del suelo, rastreando entre las matas de hierba y deslizándose todo a lo largo del camino, de modo que el polvo blanquecino y volcánico, agitado en remolinos, nos fustigaba el rostro, depositándose en él, endureciéndose y formando una especie de piel reseca que pugnaba por extenderse a todo el cuerpo. Los caballos avanzaban penosamente tosiendo y resoplando. El que llevaba la impedimenta estaba enfermo; tenía una llaga enorme y sangrante bajo el vientre, producida por el roce de la cincha, y de vez en cuando se quedaba parado en seco, volvía la cabeza para mirarnos, como si fuera a quejarse, y relinchaba. El cielo era pizarroso y en él chirriaban cientos de alondras, de modo que me recordaban el chirriar del pizarrín al escribir en la pizarra. No se alcanzaba a ver otra cosa que oleadas y oleadas de herbazal, salpicado por orquídeas purpúreas y matas de manuka, recubiertas de espesas telarañas.

Jo cabalgaba en cabeza. Llevaba una camisa de galatea azul, pantalón de pana y botas de montar. Se había anudado alrededor del cuello un pañuelo blanco moteado de rojo, que daba la impresión de haber servido para enjugar una hemorragia nasal. De su flexible de fieltro con anchas alas se escapaban mechones de cabello cano, y su bigote y cejas podía decirse que eran blancos. Iba ladeado en la silla y rezongando. Ni una sola vez había cantado en todo el día su estribillo:


No podía. Pues, ¿qué?, ¿no comprendes?,
estaba mi suegra delante de mí.
 


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13 págs. / 23 minutos / 94 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Clavel

Katherine Mansfield


Cuento


En aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios, cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.

—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son sencillamente divinos. Saben como, como a... bueno.

Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y afilado, garras y ojos como cuentas.)

Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés. Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su pupitre con los ojos entornados y sonriendo.

—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero...

—Un peu de silencie, s'il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.

¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.

Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un soplo de viento.

Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas, parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.


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3 págs. / 6 minutos / 79 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Juegos Infantiles

Katherine Mansfield


Cuento


Es primavera. Cuando las gentes dejan las carreteras para adentrarse por los campos, sus ojos se tornan inmóviles y soñadores, como los de aquellos que se mecen en las aguas de mares cálidos. No hay margaritas todavía, pero el suave olor de la hierba se va alzando en tenues oleadas a medida que avanza uno. Los árboles ya tienen hoja, y, hasta donde la vista alcanza, todo es verde en diferentes formas y matices, abanicos, manojos, altos penachos verdes que un vientecillo agita, haciéndolos juntarse unos con otros para volver luego a dejarlos en libertad. En el firmamento azul flota un puñado de tenues nubéculas, semejantes a una bandada de patitos. Las gentes deambulan sobre la hierba; los mayores resoplando y renqueando como ánades, tras del largo sopor invernal; los jóvenes, dándose la mano unos a otros de repente y dirigiéndose presurosos tras aquella cortina de árboles en lo más profundo, o buscando el abrigo de aquel grupo de sombríos arbustos espinosos salpicados de flores amarillentas. Andando de prisa, casi corriendo, como si alguna amable criatura presa en la maleza les estuviese pidiendo auxilio.

En lo más alto de un pequeño y verde montículo hay un banco muy buscado. A su lado crece un castaño joven, que tiene la forma de un hongo gigantesco. Bajo él, la tierra se ha hundido, se ha desmoronado, dejando tres o cuatro cavidades arcillosas, cuevas o cavernas, en una de las cuales una pareja menuda ha instalado su domicilio sin más mobiliario que una azada de juguete, una caja de fósforos vacía, un clavo romo y una pala. El pelo rojizo de él forma un gran flequillo, tiene los ojos azul claro, lleva un blusón rosa descolorido y botas negras de botones. Las floridas ondas del pelo de ella están recogidas hacia arriba con una cinta amarilla, y viste dos vestidos; el de esta semana debajo y el de la anterior encima, lo que le da cierto aire de corpulencia.


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4 págs. / 7 minutos / 65 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Veneno

Katherine Mansfield


Cuento


Se había retrasado mucho el cartero. Cuando volvimos de nuestro paseo de la mañana aún no había llegado.

—Pas encore, Madame —dijo Annette con voz cantarína, y escapó corriendo al fogón.

Llevamos nuestros paquetes al comedor. La mesa estaba puesta. Al ver los dos cubiertos sólo dos, y sin embargo tan bien dispuestos, tan perfectos que no había posibilidad de que cupiera un tercero, experimenté, igual que siempre, un extraño y fugaz escalofrío, como si hubiera sido herido por los rayos argentados que se desprendían de los blancos manteles, de la cristalería centelleante, del obscuro tazón de las fresas.

—¡Dichoso cartero! ¿Qué le habrá ocurrido? —dijo Beatrice—. Pon eso allí, querido.

—¿Dónde quieres que lo ponga?

Alzó la cabeza para sonreírme con aquella amable y burlona sonrisa.

—Donde quieras, tontín.

Pero yo sabía de sobra que allí no había sitio para aquello y hubiera seguido sosteniendo en vilo la panzuda botella de licor y los dulces durante meses, durante años antes que correr el riesgo de contrariar, aunque sólo fuera ligeramente, su exquisito sentido del orden.

—Vamos, trae —y los plantó sobre la mesa, juntamente con sus largos guantes y la canastilla de los higos—. «La mesa para la comida», novela corta por, por... —me cogió del brazo—. Vamos a la terraza —y al decirlo noté que se estremecía—. Ca sent la cuisine —concluyó con voz desmayada.

En los últimos días, había observado —hacía un par de meses que vivíamos en la Costa Azul— que cuando quería hablar de la comida, del clima o, en tono retozón, de su amor hacia mí, siempre recurría al francés.


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7 págs. / 12 minutos / 148 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Cansancio de Rosabel

Katherine Mansfield


Cuento


En la esquina de Oxford Circus compraba un ramo de violetas, y ésta era realmente la causa de que comiera tan poco por la tarde; pues un huevo pasado por agua, un scone y una taza de cacao en Lyons, no eran ni con mucho suficiente tras una jornada de trabajo en la sombrerería. Y al poner el pie en el estribo del ómnibus a Atlas, sujetándose la falda con una mano y asiéndose con la otra al pasamanos, Rosabel hubiera dado cualquier cosa por una buena comida: pato asado guarnecido de guisantes y relleno de castañas o un budín de brandy. Algo fuerte, caliente y sustancioso. Se sentó al lado de una chica, precisamente de su edad, que iba leyendo Ana Lombard. Era una edición barata en rústica, y la lluvia había salpicado las páginas con lagrimones. Miró por las ventanillas. Las calles a través de ellas parecían esfumarse neblinosas; pero las luces, al chocar con el cristal, convertían en ópalo y en plata su mate opacidad, de modo que las joyerías vistas a través de él semejaban palacios de cuentos de hadas. Tenía los pies atrozmente mojados, y sabía que en los bajos de la falda y de la enagua habría costras de lodo negro y craso. Se notaba un olor a humanidad viviente que parecía rezumar de todos los pasajeros, quienes sentados inmóviles y mirando fijamente ante sí, tenían una expresión idéntica. ¿Cuántas veces no habría leído ella aquel anuncio de «Sapolio Ahorra Trabajo, Ahorra Tiempo», y el de la salsa de tomate Hein, y el diálogo tedioso y anodino entre el médico y el paciente conocedor de las virtudes de las sales efervescentes Lamplough? Echó un vistazo al libro que leía la muchacha con tanta atención, moviendo los labios —cosa que ella detestaba— y humedeciéndose el índice y el pulgar cada vez que pasaba una página. No pudo verlo bien; pero era algo acerca de una noche cálida y voluptuosa, de una orquesta que tocaba, y de una joven de hombros ebúrneos y encantadores.


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7 págs. / 12 minutos / 142 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Baños Turcos

Katherine Mansfield


Cuento


—Tercer piso izquierda, Madame —dijo la cajera tendiéndome un ticket sonrosado—. Un momento, voy a llamar para que le preparen el ascensor.

Su falda de raso negro se fue zarandeando por el vestíbulo oro y escarlata, y se detuvo junto a las palmeras artificiales. La cajera con su blanco cuello y empolvado rostro rematados por una masa de llameantes cabellos anaranjados, semejaba un hongo amarillento de puro maduro, brotando de un grueso y negro tallo. Llamó al timbre una y otra vez.

—Mil perdones, Madame. Es una vergüenza. Se trata de un nuevo ascensorista. Será despedido esta semana.

Con el dedo en el botón, miraba dentro del ascensor, como si esperara verlo tendido en el suelo de la jaula igual que un pájaro muerto.

—Es vergonzoso.

Salió de no sé dónde un minúsculo personaje disfrazado con una gorra de visera y unos sucios guantes de algodón.

—Por fin aparece usted —le riñó—. ¿Dónde estaba? ¿Qué ha estado haciendo?

Por toda respuesta el personaje ocultó su rostro tras un guante y estornudó dos veces.

—¡Uf! ¡Repugnante! Suba a Madame al tercero.

El enanito se hizo a un lado, se inclinó, y entró tras de mí, cerrando las puertas. Ascendimos muy lentamente con el acompañamiento de estornudos prolongados y entre silbantes sorbetones. Me dirigí a la parte superior de la gorra de visera:

—¿Está usted resfriado?

—Son las corrientes, Madame —replicó hablando por la nariz con tono de reprimido contento. Aquí no está uno seco nunca. Tercer piso, si hace el favor —concluyó, estornudando sobre mis diez céntimos de propina.


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6 págs. / 11 minutos / 119 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Millie

Katherine Mansfield


Cuento


Permaneció reclinada contra la veranda hasta que se perdieron de vista. Cuando habían andado un buen trozo de camino, Willie Cox se volvió en el caballo para hacerle señas con la mano. Pero ella no respondió del mismo modo; sólo movió un poco la cabeza e hizo un gesto. Aunque no era mal muchacho, lo encontraba demasiado desenvuelto y campechano. Pero, ¡vaya con el calor que hacía! Como para derretirle a una los sesos.

Millie se puso el pañuelo sobre la cabeza y miró, haciéndose sombra con la mano. A lo lejos, en el camino polvoriento, podía ver los caballos como puntitos negros bailoteando arriba y abajo. Y cuando dejaba de mirarlos y volvía la vista las praderas agostadas, aún los veía saltar como mosquitos delante de sus mismos ojos. Eran las dos y media de la tarde. El sol pendía del cielo pálidamente azul como un espejo ustorio, y allá, tras de las praderas, las montañas azuladas parecían agitarse y encresparse como el mar. »


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7 págs. / 12 minutos / 113 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Esta Flor

Katherine Mansfield


Cuento


Ya le conté a usted, mi querido y necio señor,
cómo de aquella ortiga peligrosa recogimos esta flor de seguridad.
 

¡Cuánto había esperado aquel momento! Lo que ahora sentía no tenía ningún punto de contacto con nada de lo que había sentido anteriormente: era algo único, maravilloso. Algo así como una perla perfecta puesta junto a otra de notoria imperfección... ¿Cómo podría ella describir su felicidad? Imposible. Era como un sueño del que aún no había despertado del todo. Había tenido valor para luchar contra los acontecimientos y ahora, de repente, se daba cuenta de que su lucha había terminado. Y no era sólo esto, sino que ahora sabía que aquella lucha le iba a producir unos frutos inmediatos, que había alcanzado la meta que se había fijado hacía mucho tiempo. Sentía que formaba parte de aquella habitación, de «su» habitación, del gran ramo de anémonas que la adornaba, de la blanca cortina que se agitaba a impulsos de la ligera brisa, de los espejos, de las mullidas alfombras. Que formaba parte del glorioso tañido de campanas que era la vida, que ella misma era una partícula de la vida, de la luz...

El doctor volvió a entrar. Su pequeña figura resultaba ridícula con el estetoscopio colgado al cuello —ella le había pedido que examinara su corazón—, frotándose una contra otra sus manos recién lavadas...

Había cumplido eficientemente con lo que Roy le había pedido. Ni siquiera había sido doloroso. No podían permitirse el tener un hijo. Roy había obtenido, no sabía cómo, las señas de aquel sospechoso doctorcillo.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Seis Peniques

Katherine Mansfield


Cuento


Los niños son seres incomprensibles. ¿Por qué un chiquillo como Dicky, de ordinario más bueno que el pan, sensible, cariñoso, dócil y extraordinariamente sensato para su edad, tenía aquellas rarezas, y, sin que nada pudiera hacerlo prever, súbitamente, se convertía, como decían sus hermanas, en un «perro rabioso», y entonces no había nada que hacer con él?

—¡Dicky, ven aquí! ¡Venga usted aquí ahora mismo! ¿No estás oyendo que te llama tu madre? ¡Dicky!

Pero Dicky no hacía caso. Y había oído de sobra. Mas su única respuesta era una risita clara, tintineante. Salía corriendo a esconderse entre el heno sin segar del prado, atravesaba luego a todo correr el cobertizo de la leña, pasaba como un torbellino hacia la huerta, y allí, escabullándose, asomaba la cabeza tras los musgosos troncos de los manzanos para mirar a su madre, y se ponía a dar saltos como un indio bravo.

Había empezado a la hora del té. Mientras su madre y la señora Spears, que había ido a pasar la tarde con ella, estaban en la sala tranquilamente ocupadas con sus labores, he aquí lo que, según la criada, ocurrió cuando los niños tomaban el té. Estaban comiendo las primeras rebanadas de pan con mantequilla tan modositos y tan tranquilos que daba gusto verlos, y ella acababa de servirles la leche y el agua, cuando, de repente, Dicky cogió la fuente del pan, se la puso del revés sobre la cabeza, y, apoderándose también del cuchillo, gritó:

—¡Miradme!

Sus hermanas le miraron muy asustadas y antes de que la criada pudiera cogerlo, el plato se tambaleó, y, resbalando, fue a parar al suelo, donde se hizo añicos. Y en aquel crítico instante se alzaron las voces de las niñas, gritando a más no poder:

—¡Madre, ven a ver lo que ha hecho!

—¡Dicky ha roto un plato muy grande!

—¡Ven a sujetarlo!


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7 págs. / 12 minutos / 108 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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