Fragmento
Era ya la hora del ocaso cuando llegaron al pie de
la montaña. No había en aquel lugar signo alguno de vida, ni rastro de
agua o plantas; ni siquiera la sombra lejana de un pájaro en vuelo, tan
sólo desolación elevándose sobre desolación. La cumbre se perdía en el
cielo.
Entonces el Bodhisattva se dirigió a su joven compañero:
—Lo que has pedido ver, te será mostrado. Pero el lugar de la
Visión está lejos y penoso es el camino que conduce hacia él. Sígueme y
no temas: la fuerza que necesitas te será concedida.
El crepúsculo declinaba a medida que
ascendían. No había un sendero trazado, ni señales de presencia humana
anterior; el camino discurría sobre montones interminables de guijarros
que rodaban bajo sus pies. A veces, las piedras se desprendían
estrepitosamente rompiendo el silencio con un sonido seco; en otras
ocasiones, los pedruscos que pisaban se pulverizaban como una concha
vacía. Las estrellas asomaban estremecidas. La oscuridad era cada vez
mayor.
—No temas, hijo mío —habló el Bodhisattva—, aunque el camino es penoso, no hay peligro.
Bajo las estrellas, ascendían más y más rápido, impelidos por un
poder sobrehumano. Atravesaron bancos de niebla; a sus pies contemplaban
una silenciosa marea de nubes, blanca como la superficie de un mar
lechoso.
Hora tras hora ascendían; y a su paso
contemplaban formas que se hacían invisibles al instante, con un leve
crujido, dejando tras de sí un gélido fuego que se extinguía con la
misma rapidez con la que había aparecido.
Entonces el joven peregrino alargó la mano y tocó algo cuya
superficie lisa y suave indicaba que no se trataba de una piedra, lo
levantó y pudo entrever la burla macabra de la muerte en una calavera.
—No nos demoremos, hijo mío —dijo el maestro—, la cima que debemos alcanzar está aún muy lejos.
Información texto 'En el Japón Fantasmal'