Reflejos
Lafcadio Hearn
Cuento
Hace ya mucho tiempo, a un día de viaje de la ciudad de Kioto, vivía un caballero de pobre inteligencia y modales, pero rico en patrimonio. Su esposa, que en gloria esté, había fallecido muchos años atrás, y el buen hombre vivía en gran paz y sosiego con su único hijo. Se mantenían apartados de las mujeres, y nada sabían de sus seducciones o fastidios. En su casa, los sirvientes eran hombres y fieles, y jamás, de la mañana a la noche, posaban sus ojos sobre un par de mangas largas ni sobre ningún obi escarlata.
La verdad es que eran muy dichosos. A veces trabajaban en los campos de arroz. Otros días se iban a pescar. En primavera, salían a admirar la flor del cerezo o el ciruelo, y otras veces se ponían en camino para ver el lirio, la peonía o el loto, según fuera el caso. En esas ocasiones bebían un poco de sake, y envolvían sus cabezas con el azul y blanco tenegui y se achispaban cuanto les apetecía, pues nadie les llevaba la contraria. A menudo volvían a casa cuando ya era de noche. Llevaban ropa vieja, y su horario de comidas era bastante irregular.
Los placeres de la vida son fugaces —¡una lástima!— y con el tiempo el padre comenzó a sentir el peso de la vejez. Una noche, mientras estaba sentado fumando y calentándose las manos sobre el carbón, dijo:
—Muchacho, ya va siendo hora de que te cases.
—¡Los dioses no lo permitan! —exclamó el joven—. Padre, ¿por qué dices algo tan terrible? ¿O acaso bromeas? Sí, debes de estar bromeando.
—No bromeo —dijo el padre—. Nunca he hablado más en serio, y pronto te darás cuenta.
—Pero padre, las mujeres me producen un miedo cerval.
—¿Y no me ocurre lo mismo a mí? —dijo el padre—. Lo siento por ti, hijo.
—Entonces, ¿por qué debo casarme? —preguntó el hijo.
—Según las leyes de la naturaleza, no me queda mucho tiempo de vida, y necesitarás una esposa que cuide de ti.
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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.