Hace ya mucho tiempo, a un día de viaje de la ciudad de Kioto, vivía
un caballero de pobre inteligencia y modales, pero rico en patrimonio.
Su esposa, que en gloria esté, había fallecido muchos años atrás, y el
buen hombre vivía en gran paz y sosiego con su único hijo. Se mantenían
apartados de las mujeres, y nada sabían de sus seducciones o fastidios.
En su casa, los sirvientes eran hombres y fieles, y jamás, de la mañana a
la noche, posaban sus ojos sobre un par de mangas largas ni sobre
ningún obi escarlata.
La verdad es que eran muy dichosos. A veces trabajaban en los campos
de arroz. Otros días se iban a pescar. En primavera, salían a admirar la
flor del cerezo o el ciruelo, y otras veces se ponían en camino para
ver el lirio, la peonía o el loto, según fuera el caso. En esas
ocasiones bebían un poco de sake, y envolvían sus cabezas con el azul y
blanco tenegui y se achispaban cuanto les apetecía, pues nadie
les llevaba la contraria. A menudo volvían a casa cuando ya era de
noche. Llevaban ropa vieja, y su horario de comidas era bastante
irregular.
Los placeres de la vida son fugaces —¡una lástima!— y con el tiempo
el padre comenzó a sentir el peso de la vejez. Una noche, mientras
estaba sentado fumando y calentándose las manos sobre el carbón, dijo:
—Muchacho, ya va siendo hora de que te cases.
—¡Los dioses no lo permitan! —exclamó el joven—. Padre, ¿por qué
dices algo tan terrible? ¿O acaso bromeas? Sí, debes de estar bromeando.
—No bromeo —dijo el padre—. Nunca he hablado más en serio, y pronto te darás cuenta.
—Pero padre, las mujeres me producen un miedo cerval.
—¿Y no me ocurre lo mismo a mí? —dijo el padre—. Lo siento por ti, hijo.
—Entonces, ¿por qué debo casarme? —preguntó el hijo.
—Según las leyes de la naturaleza, no me queda mucho tiempo de vida, y necesitarás una esposa que cuide de ti.
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