DICIEMBRE DE 1854.
El crepúsculo matutino colorea el horizonte hacia el monte, Sapun; la
superficie del mar, azul obscura, va, surgiendo de entre las sombras,
de la noche y sólo espera el primer rayo de sol para cabrillear
alegremente; de la bahía, cubierta de brumas, viene frescachón el
viento; no se ve ni un copo de nieve; la tierra está negruzca, pero, la
escarcha hiere el rostro y cruje bajo los pies. Sólo el incesante rumor
de las olas, interrumpido a intervalos por el estampido sordo del cañón,
turba la calma del amanecer.
En los buques de guerra todo permanece en silencio. El reloj de arena
acaba de marcar las ocho, y hacia el Norte la actividad del día
reemplaza poco a poco a la calma de la noche. Aquí, un pelotón de
soldados que va a relevar a los centinelas; oyese el ruido metálico de
sus fusiles; un médico, que se dirige apresuradamente hacia su hospital;
un soldado que se desliza fuera de su choza para lavarse con agua
helada el rostro curtido, y vuelta la faz a Oriente reza su oración,
acompañada de rápidas persignaciones. Allá, enorme y pesado furgón de
crujientes ruedas, tirado por dos camellos, llega al cementerio donde
recibirán sepultura los muertos que, apilados, llenan el vehículo. Al
pasar por el puerto, produce desagradable sorpresa la mezcla de olores;
huele a carbón de piedra, a estiércol, a humedad, a carne muerta.
Mil y mil objetos varios; madera, harina, gaviones, carne, vense arrojados en montón por todas partes.
Soldados de diferentes regimientos, unos con fusiles y morrales,
otros sin morrales ni fusiles, agólpanse en tropel, fuman, discuten y
transportan los fardos al vapor atracado junto al puente de tablas y
próximo a zarpar. Botes y lanchas particulares llenos de gente de todas
clases, soldados, marinos, vendedores y mujeres, abordan al
desembarcadero y desatracan de él sin cesar.
Información texto 'El Sitio de Sebastopol'