Textos por orden alfabético de León Tolstói no disponibles | pág. 3

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autor: León Tolstói textos no disponibles


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La Muñeca de Porcelana

León Tolstói


Cuento


Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa, la Natacha de Guerra y Paz. En las primeras líneas, la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.

21 de marzo de 1863

¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti... Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.

23 de marzo

Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales —brazos y piernas— podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo, a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Tres Preguntas

León Tolstói


Cuento


Cierto emperador pensó un día que si conociera la respuesta a las siguientes tres preguntas, nunca fallaría en ninguna cuestión. Las tres preguntas eran:

¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa?

¿Cuál es la gente más importante con la que trabajar?

¿Cuál es la cosa más importante para hacer en todo momento?

El emperador publicó un edicto a través de todo su reino anunciando que cualquiera que pudiera responder a estas tres preguntas recibiría una gran recompensa, y muchos de los que leyeron el edicto emprendieron el camino al palacio; cada uno llevaba una respuesta diferente al emperador.

Como respuesta a la primera pregunta, una persona le aconsejó proyectar minuciosamente su tiempo, consagrando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas y seguir el programa al pie de la letra. Solo de esta manera podría esperar realizar cada cosa en su momento. Otra persona le dijo que era imposible planear de antemano y que el emperador debería desechar toda distracción inútil y permanecer atento a todo para saber qué hacer en todo momento. Alguien insistió en que el emperador, por sí mismo, nunca podría esperar tener la previsión y competencia necesaria para decidir cada momento cuándo hacer cada cosa y que lo que realmente necesitaba era establecer un «Consejo de Sabios» y actuar conforme a su consejo.

Alguien afirmó que ciertas materias exigen una decisión inmediata y no pueden esperar los resultados de una consulta, pero que si él quería saber de antemano lo que iba a suceder debía consultar a magos y adivinos.

Las respuestas a la segunda pregunta tampoco eran acordes. Una persona dijo que el emperador necesitaba depositar toda su confianza en administradores; otro le animaba a depositar su confianza en sacerdotes y monjes, mientras algunos recomendaban a los médicos. Otros que depositara su fe en guerreros.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Tres Ermitaños

León Tolstói


Cuento


El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la menor oscilación.

Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el centro a un mujik que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.

Detúvose el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Acercóse el arzobispo al grupo y aplicó el oído. Al verle, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.

—No se violenten, hermanos míos —dijo este último—. He venido para oír también lo que contaba el mujik.

—Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños —dijo un comerciante menos intimidado que los otros del grupo.

—¡Ah!... ¿Qué es lo que cuenta? —preguntó el arzobispo.

Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.

—Habla —añadió dirigiéndose al mujik—, también quiero escucharte... ¿Qué señalabas, hijo mío?

—El islote de allá abajo —repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el horizonte—. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la salvación de sus almas.

—¿Pero dónde está ese islote? —preguntó el arzobispo.

—Dígnese mirar en la dirección de mi mano... ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un poco más abajo, a la izquierda..., esa especie de faja gris.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Melania y Akulina

León Tolstói


Cuento


Aquel año llegó pronto la Semana Santa. Apenas se había terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas —una pequeña y la otra un poco mayor— se encontraban en la orilla. Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:

—No hagas eso, Melania; tu madre te va a pelear. Me descalzaré; descálzate tú también.

Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.

—Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.

—No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.

Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:

—Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.

Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle. Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, le gritó:

—¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?

—Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Pobres Gentes

León Tolstói


Cuento


En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Polikushka

León Tolstói


Novela corta


I

¡Como usted guste, señora! Pero son muy dignos de lástima los Dutlov. ¡Todos ellos son buena gente!... Y si no mandamos ahora a uno de los dvorovuy, inevitablemente deberá ir uno de ellos, decía el intendente. La verdad es que toda la aldea los señala. Por lo demás, si es voluntad de usted...

Y puso otra vez la mano derecha sobre la izquierda, colocándose ambas sobre el vientre; inclinó a un lado la cabeza, apretó sus delgadísimos labios hasta casi hacerlos chasquear, levantó los ojos y calló, con la intención evidente de permanecer así mucho tiempo, escuchando sin réplica todas las tonterías que no dejaría de decir la señora.

Este intendente era un antiguo siervo de la casa, que, afeitado y con largo casacón del corte especial adoptado por los intendentes, estaba de pie frente a su ama, rindiendo su informe, a la caída de una tarde de otoño. Según el parecer de la señora, el informe había de consistir en escuchar en las cuentas que le rindiera respecto a la marcha de la hacienda, para darle enseguida órdenes sobre asuntos futuros, mas, según el parecer del intendente, Egor Mikáilovich, consistía en la obligación de permanecer sobre sus torcidos pies, en un rincón de la estancia, con el rostro vuelto hacia el diván, escuchando toda la charla, alejada siempre del asunto, hasta lograr por medios diversos que la señora, impaciente, comenzara a murmurar: "Bien, bien...", consintiendo en todos los propósitos de Egor Mikáilovich.

Se trataba en esta ocasión del reclutamiento. La hacienda Pokróvskoie había de enviar tres reclutas.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Resurrección

León Tolstói


Novela


Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: « Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? »
Dícele Jesús: «No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»

SAN MATEO, 18, 21—22.

¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo?

SAN MATEO, 7, 3.

El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero.

SAN JUAN, 8, 7.

Ningún discípulo está sobre su maestro; para ser perfecto ha de ser como su maestro.

SAN LUCAS, 6, 40.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Sin Querer

León Tolstói


Cuento


Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero, en lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se dejó caer en una butaca... Poniendo las manos en las rodillas, permaneció en esa actitud cinco, diez minutos, quizás una hora. No hubiera podido decirlo.

"El siete de corazones", se dijo, representándose el desagradable hocico de su contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había dejado traslucir satisfacción en el momento de ganar.

—¡Diablos! —exclamó.

Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su esposa, una hermosa mujer, de cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de noche, chambra con encajes y zapatillas de pana verde.

—¿Qué te pasa? —dijo, tranquilamente; pero, al ver su rostro, repitió—: ¿Qué te pasa, Misha? ¿Qué te pasa?

—Estoy perdido.

—¿Has jugado?

—Sí.

—¿Y qué?

—¿Qué? —repitió él, con expresión iracunda—. ¡Que estoy perdido!

Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.

—¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he suplicado que no jugaras?

Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí misma, al pensar que pasaría penalidades, así como por no haber dormido en toda la noche, atormentada, esperándolo. "Ya son las seis", pensó, echando una ojeada al reloj que estaba encima de la mesa.

—¡Infame! ¿Cuánto has perdido?

—¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro. ¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy perdido —se cubrió el rostro con las manos—. Eso es lo único que sé.

—¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy un ser humano. Me he pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve sufriendo; y he aquí la recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Tres Muertes

León Tolstói


Cuento


Era en otoño. Por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero viajaban dos mujeres. Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de sanos colores. Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida, a compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.

La clama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la corta sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.

La tez ajada y amarillenta habla aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín. Tenía los labios resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento.

El lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro coche.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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