Textos de León Tolstói | pág. 2

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autor: León Tolstói


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¿Cuánta Tierra Necesita un Hombre?

León Tolstói


Cuento


Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. "Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra —pensaba a menudo— los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra."

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

"Qué te parece —pensó Pahom— Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada."

Así que decidió hablar con su esposa.

—Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Ilia

León Tolstói


Cuento


Vivía en la región de Ufim un bachir llamado Ilia. Hacía apenas un año que lo había casado su padre, cuando éste murió, dejándole poca cosa.

Ilia tenía en aquel entonces siete yeguas, dos vacas y veinte carneros.

Pero era un muchacho trabajador y ahorrativo; en poco tiempo se acrecentó su patrimonio. Todo el día trabajaba, y su mujer lo ayudaba. Se levantaba más temprano, se acostaba más tarde que los demás, y se iba enriqueciendo poco a poco.

E Ilia vivió así, trabajando durante treinta y cinco años, y reunió una gran fortuna.

Tenía doscientos caballos, ciento cincuenta cabezas de ganado mayor y mil doscientos corderos. Los criados conducían los rebaños a los pastos; las criadas ordeñaban a las yeguas y a las vacas, y hacían kumiss, manteca y queso.

Todo era abundante en casa de Ilia, y sus paisanos lo envidiaban.

—¡Qué dichoso es este Ilia! —decían—. Está repleto de bienes. Bien puede decirse de él que ha hallado el paraíso en la vida.

La gente sencilla solicitaba su amistad, y de lejos acudían para verlo. Él recibía bien a todos y les daba comida y bebida. A cuantos lo visitaban, Ilia hacía hervir kumiss, té, yerba y carnero. Si llegaba un forastero, mataba un carnero o dos; y si eran varios, hasta mataba una yegua.

Ilia tenia dos hijos y una hija. A los tres los casó. Cuando era pobre, sus hijos lo ayudaban en sus trabajos, y hasta guardaban las piaras de caballos. Cuando se vieron ricos, los varones empezaron a divertirse y uno se dio a beber.

Al mayor lo mataron en una riña; el otro, habiéndose casado con una mujer orgullosa, dejó de escuchar a su padre; Ilia se vio precisado a separarse de él.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Origen del Mal

León Tolstói


Cuento


En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

—El mal procede del hambre —declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema—. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Melania y Akulina

León Tolstói


Cuento


Aquel año llegó pronto la Semana Santa. Apenas se había terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas —una pequeña y la otra un poco mayor— se encontraban en la orilla. Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:

—No hagas eso, Melania; tu madre te va a pelear. Me descalzaré; descálzate tú también.

Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.

—Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.

—No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.

Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:

—Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.

Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle. Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, le gritó:

—¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?

—Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dios Ve la Verdad Pero No la Dice Cuando Quiere

León Tolstói


Cuento


En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había bebido mucho, y cuando se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.

Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:

—Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.

—¿Es que temes que me vaya de juerga? —replicó Aksenov, echándose a reír.

—No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.

—Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.

Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.

Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Después del Baile

León Tolstói


Cuento


—Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.

Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez.

—Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino por algo muy distinto.

—¿Por qué? —preguntamos.

—Es una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas.

—Pues, cuéntelas.

Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones.

—Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer.

—¿Qué le ocurrió?


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Sueño

León Tolstói


Cuento


I

—No la considero hija mía, compréndelo. Pero, de todos modos, no soy capaz de dejarla a cargo de personas extrañas. Arreglaré las cosas de manera que pueda vivir como se le antoje; mas no quiero saber nada de ella. Nunca hubiera imaginado una cosa así... ¡Es terrible!... ¡terrible...!

Se encogió de hombros, sacudió la cabeza y alzó los ojos. Era el príncipe Mijail Ivánovich Sh., un hombre sesentón, quien hablaba así con su hermano menor, el príncipe Piotr Ivánovich, de cincuenta años, mariscal de la nobleza de esa provincia.

La conversación tenía lugar en la ciudad provinciana, a la que había ido el hermano mayor, desde San Petersburgo, al enterarse de que su hija, que huyera un año atrás, se había instalado allí con su criatura.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Sin Querer

León Tolstói


Cuento


Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero, en lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se dejó caer en una butaca... Poniendo las manos en las rodillas, permaneció en esa actitud cinco, diez minutos, quizás una hora. No hubiera podido decirlo.

"El siete de corazones", se dijo, representándose el desagradable hocico de su contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había dejado traslucir satisfacción en el momento de ganar.

—¡Diablos! —exclamó.

Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su esposa, una hermosa mujer, de cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de noche, chambra con encajes y zapatillas de pana verde.

—¿Qué te pasa? —dijo, tranquilamente; pero, al ver su rostro, repitió—: ¿Qué te pasa, Misha? ¿Qué te pasa?

—Estoy perdido.

—¿Has jugado?

—Sí.

—¿Y qué?

—¿Qué? —repitió él, con expresión iracunda—. ¡Que estoy perdido!

Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.

—¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he suplicado que no jugaras?

Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí misma, al pensar que pasaría penalidades, así como por no haber dormido en toda la noche, atormentada, esperándolo. "Ya son las seis", pensó, echando una ojeada al reloj que estaba encima de la mesa.

—¡Infame! ¿Cuánto has perdido?

—¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro. ¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy perdido —se cubrió el rostro con las manos—. Eso es lo único que sé.

—¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy un ser humano. Me he pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve sufriendo; y he aquí la recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Demasiado Caro

León Tolstói


Cuento


Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.

Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecito no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecito de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.


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El Ahijado

León Tolstói


Cuento


I

Un pobre mujik tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle que apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre. El mujik fue a ver a otro vecino, que también se negó. El pobre campesino recorrió toda la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su petición. Entonces se dirigió a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:

—¿Adónde vas, mujik?

—El Señor me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi aldea quiere apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de un padrino.

El transeúnte le dijo:

—Yo seré el padrino de tu hijo.

El mujik se alegró mucho, dio las gracias al transeúnte y preguntó:

—¿Y quién será la madrina?

—La hija del comerciante —contestó el transeúnte—. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una casa de piedra. Entra en esta casa y ruégale al comerciante que su hija sea la madrina de tu niño.

El campesino vaciló.

—¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado comerciante? Me despediría.

—No te preocupes de eso. Haz lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.

El campesino regresó a su casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al encuentro.

—¿Qué deseas?

—Señor comerciante, Dios me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a tu hija que sea la madrina.

—¿Cuándo será el bautizo?

—Mañana por la mañana.

—Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá mañana a la hora de la misa.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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