No comprendo esa terquedad. ¿Por qué te obstinas en madrugar y mezclarte con
la gente del pueblo, cuando puedes ir mañana con la tía Viera, directamente a la
tribuna? Desde allí lo verás todo. Ya te he dicho que Behr me ha prometido que
entrarás. Además, tienes derecho, por ser dama de honor.
Así habló el príncipe Pavel Golitsin, conocido en el mundo aristocrático con
el sobrenombre de Pigeon, a su hija Alejandra, de veintitrés años (a la que
llamaban Rina), la noche del 17 de mayo de 1896, en Moscú, víspera de una fiesta
popular, organizada con motivo de la coronación. Rina, robusta y hermosa
muchacha, con el perfil característico de los Golitsin —nariz corva de ave de
presa—, había dejado de apasionarse por los bailes y otros placeres mundanos
desde hacía bastante tiempo; y era, o al menos se consideraba, una mujer
intelectual y amiga del pueblo. Siendo hija única y muy querida de su padre,
hacía lo que se le antojaba. Aquel día había tenido la idea de asistir a la
fiesta popular con su primo; no con la Corte, sino con el pueblo. Iría con el
portero y un cochero de los Golitsin, que tenían intención de salir por la
mañana, muy temprano.
—Pero, papá, lo que quiero no es ver al pueblo, sino estar con él. Quisiera
saber cuáles son sus sentimientos por el joven zar. Es posible que, por una
vez...
—Bueno, haz lo que quieras. De sobra conozco tu testarudez.
—No te enfades, querido papá. Te prometo que voy a ser muy juiciosa. Además,
Alek no se apartará de mí ni un momento.
Por extraño e insensato que le pareciera ese proyecto, el príncipe no pudo
menos que acceder.
—¡Claro que sí! —replicó a la pregunta de si podía llevarse el coche—. Pero
cuando llegues a la Jodynka, me lo mandas.
—Muy bien, conforme.
La muchacha se acercó a su padre, que la bendijo siguiendo su costumbre; le
besó la mano, blanca y grande, y se fue.
Información texto 'Jodynka'