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autor: Leónidas Andréiev etiqueta: Cuento textos disponibles


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Lázaro

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Cuando Lázaro salió de la tumba, donde la muerte, por espacio de tres días y tres noches, le había tenido bajo su enigmático poder; cuando volvió, vivo, a su casa, pasaron durante algún tiempo inadvertidas las singularidades siniestras que habían de hacer, más adelante, terrible hasta su nombre. Radiantes de júbilo porque había vuelto a la vida, sus amigos y su familia le mimaban como a un niño, saciaban su ávida ternura cuidando, solícitos, de todo cuanto le concernía: su comida, su bebida, sus ropas. Le vistieron con suntuosidad: un traje color de esperanza y de risa le envolvió, como a un novio, y cuando se sentó de nuevo a la mesa, en medio de los convidados, cuando bebió y comió de nuevo, los circunstantes lloraron de alegría e invitaron a los vecinos a ir a ver al resucitado. Los vecinos acudieron y se regocijaron, enternecidos también, hasta derramar lágrimas; numerosos desconocidos llegaron de ciudades y aldeas lejanas, y su asombro y su entusiasmo ante el milagro se manifestaron en ruidosas exclamaciones. Se hubiera dicho que un enjambrede abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.


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Dominio público
22 págs. / 39 minutos / 209 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

La Nada

Leónidas Andréiev


Cuento


Se estaba muriendo un alto dignatario, viejo, importante; un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy penoso morir; no creía en Dios ni comprendía por qué moría y dominábale el terror. Era horrible ver cómo sufría.

Su vida era grande, rica y llena de interés; su corazón y su cerebro estaban siempre preocupados y satisfechos. Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo por otra parte, que se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados a ver y oír siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba muriendo pensaba en la muerte; algunas veces con cierto placer. Se decía que le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de estimación y relaciones que tanto le fastidiaban. Sí, lo pensaba con placer; pero ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba en su alma.

Quisiera vivir todavía un poco, aunque no fuera mas que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o el jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en la semana hay solamente siete.

Y precisamente aquel día desconocido se presentó ante él un diablo muy ordinario, como muchos. Se introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre. «Una vez que el diablo existe la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe se puede prolongar la vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas.» Esto era evidente, casi claro.


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6 págs. / 12 minutos / 226 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Gigante

Leónidas Andréiev


Cuento


—... Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan tonto ese gigante! Tiene manos enormes con dedos muy gruesos, y sus pies son tan enormes y gordos como árboles. ¡Muy gordos, muy gordos! Ha venido y... se ha caído. ¿Sabes? ¡Se cayó! ¡Tropezó contra un escalón y se cayó! Es tan bruto el gigante, tan tonto... De repente va y se cayó. Abrió la boca... y se quedó en el suelo, tonto como un deshollinador. ¿A qué has venido aquí, gigante? ¡Vete, vete de aquí, gigante! ¡Mi Pepín es tan dulce y tan gentil!... ¡Se abraza tan lindamente a su mamá, contra el corazón de su mamá! ¡Es tan bueno y tan dulce! Sus ojos son tan dulces y tan claros que le quiere todo el mundo. Tiene una naricita muy mona y no hace tonterías. Antes corría, gritaba, montaba a caballo, un bonito caballo grande con su cola. Pepín monta a caballo y se va lejos, lejos, al bosque, al río. Y en el río, ¿no lo sabes, gigante?, hay pececitos. No, tú no lo sabes porque eres un bruto, pero Pepín lo sabe. ¡Pececitos bellos! El Sol ilumina el agua y los pececitos juegan, ¡tan bellos, tan listos y ligeros! Sí, gigante, bruto, que no sabes nada...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 175 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Original

Leónidas Andréiev


Cuento


Un corto silencio reinó entre los comensales, y en medio del murmullo de las conversaciones, alrededor de las mesas lejanas y del ruido ahogado de los pasos de los criados, que traían y llevaban los platos, alguien declaró con voz dulce y tranquila:

—¡A mi me encantan las negras!

Antón Ivanich, el subjefe de la oficina, por poco si deja caer la copa de vodka que se llevaba a los labios; un criado dirigió al que había pronunciado tales palabras una mirada de asombro; todos volvieron la cabeza para ver quién había dicho aquella cosa extraña. Y todo el mundo vio la carita con bigotito rojo, los ojillos opacos y la cabecita cuidadosamente peinada de Semen Vasilievich Kotelnikov.

Durante cinco años habían trabajado con él en la oficina; todos los días le daban la mano al llegar y al marcharse; todos los días le hablaban; todos los meses, después de cobrar, comían con él, como aquel día, en un restorán, y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían por primera vez. Lo vieron y se llenaron de extrañeza. Observaron que no era feo del todo, a pesar de su absurdo bigote y sus pecas, semejantes a las salpicaduras de barro lanzadas por un automóvil. Observaron también que no vestía mal y que llevaba un cuello muy limpio.

El subjefe, después de fijar largamente su mirada de asombro en Kotelnikov, dijo:

—Pero Semen...

—¡Semen Vasilievich!—pronunció con cierta dignidad, Kotelnikov.

—Pero Semen Vasilievich, ¿le gustan a usted las negras?

—Sí, me gustan mucho.

El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los empleados sentados a la mesa, y soltó la carcajada:

—¡Ja, ja, ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!

Y todos se echaron a reír, incluso el grueso y enfermizo Polsikov, que no se reía nunca. El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el de que aquello le causase disgustos.


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9 págs. / 16 minutos / 84 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Angelito

Leónidas Andréiev


Cuento


I

A veces, Sachka sentía el deseo de dejar de hacer todas esas cosas cuyo conjunto constituye lo que se llama la vida; sentía el deseo de no lavarse por la mañana con agua fría, en la que nadaban pedacitos de hielo; de no ir al colegio, donde todos le zaherían; de no tener dolor en la espalda y en todo el cuerpo cuando su madre, para castigarle, le obligaba a permanecer veladas enteras de rodillas. Pero como sólo tenía trece años y no conocía aún los medios que emplean los hombres para no vivir más cuando han vivido ya bastante, seguía yendo al colegio, permaneciendo horas enteras de rodillas, y le parecía que aquella desgraciada vida no se acabaría jamás; pasarían años y años, y él estaría siempre obligado a ir al colegio y a permanecer de rodillas en casa.

Sachka tenía un alma valerosa y rebelde; no podía mantenerse indiferente al mal, y se vengaba de la vida. Para vengarse, les pegaba a sus compañeros, les faltaba al respeto a los profesores, rompía los libros, engañaba a sus preceptores y a su madre. Su padre era el único a quien nunca engañaba. Cuando en una reyerta con sus compañeros recibía algún arañazo, se ensanchaba él mismo la herida y prorrumpía en gritos inarticulados tan fuertes que todo el que le oía tenía que taparse los oídos.

Después de gritar todo lo que quería, se callaba de pronto, sacaba la lengua y dibujaba en su cuaderno una caricatura, en la que figuraba él gritando, con una boca muy abierta, en compañía del vencedor y del pasante del colegio.

Tenía el cuaderno lleno de caricaturas de este género. La más repetida era la siguiente: una mujer gorda y bajita le pegaba a un rapaz del tamaño de una cerilla; debajo había una leyenda, escrita con gruesas letras negras, que decía: "¡Pide perdón, granuja!" "¡No, no lo pediré, aunque me mates!"

En vísperas de Navidad echaron a Sachka del colegio. Su madre le pegó, y él le mordió un dedo.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 52 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Valia

Leónidas Andréiev


Cuento


Valia, sentado a la mesa, leía. El libro era muy grande, la mitad de grande que el propio Valia, con enormes líneas negras y dibujos que ocupaban páginas enteras. Para ver la línea superior Valia tenía que estirar el cuello casi al ancho total de la mesa, ponerse de rodillas en la silla y con su dedito retener las letras porque se perdía fácilmente entre tantas otras y era muy difícil encontrarlas después. Gracias a estas circunstancias no previstas por los editores la lectura, no obstante el agudo interés de lo que se relataba en el libro, avanzaba muy lentamente. Se contaba allí la historia de un muchacho muy fuerte que se llamaba Bova y que cogía a los otros muchachos por los brazos y las piernas y se los separaba inmediatamente del cuerpo. Esto era terrible y al mismo tiempo chusco, y Valia, viajando con todo su cuerpecito a través del libro, estaba muy emocionado e impaciente por saber en qué pararía aquello. Pero se le había prohibido leer: mamá entró con otra mujer.

—¡Aquí está!—dijo la mamá, cuyos ojos estaban enrojecidos por las lágrimas vertidas según toda evidencia muy recientemente; al menos, entre sus manos apretaba nerviosamente un pañuelo blanco de encaje.

—¡Valia, hijo mío!—exclamó la otra mujer, y después de abrazarle empezó a cubrirle de besos las mejillas y los ojos, apretándole muy fuerte contra sus labios menudos y duros. No sabía acariciar como mamá: los besos de mamá eran siempre dulces, efusivos, mientras que aquella mujer le incomodaba con sus caricias.

Valia las aceptaba con disgusto. Estaba descontento de que se le hubiera interrumpido en su lectura, tan interesante; por otra parte, aquella mujer desconocida, alta y delgada, de dedos secos en los que no había ni una sortija, no le acababa de complacer. Se desprendía de ella un olor desagradable, un olor de humedad o de algo podrido, mientras que mamá olía siempre a perfumes muy finos.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 126 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Había una Vez

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. En vista de que su enfermedad presentaba cierto interés científico se le admitió en la clínica universitaria. Dejó su maleta y su pelliza abajo, en el vestíbulo. Arriba, donde estaba la sala de enfermos, le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba el sello «Sala número 8», y unas pantuflas. La camisa era demasiado pequeña y la asistenta fué a buscar otra.

—¡Es que sois tan grandes!—dijo al salir del cuarto de baño, donde los enfermos cambiaban de ropa.

Lorenzo Petrovich, medio desnudo, esperó con paciencia su regreso. Bajando su gran cabeza calva examinó su alto pecho minuciosamente, colgante como el de una vieja, y su vientre un poco inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo; pero ahora le parecía muy otro, débil y enfermizo a pesar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.

La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.


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Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 227 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

Bribón

Leónidas Andréiev


Cuento


I

No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas otros perros hambrientos como él, pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes hacía su aparición en la calle los chicos le tiraban palos y piedras y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres iba en aumento constante.

Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el mundo y balbuceaba algo de las personas de buen corazón.Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.

—¡Chucho!—le llamó, aplicándole el nombre que se da a todos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!

El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.

—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!

Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien y sintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dió un fuerte puntapié en las costillas.

—¡Largo de aquí, cochino animal!


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 175 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Risa

Leónidas Andréiev


Cuento


I

A las seis y media yo tenía la seguridad de que ella iría, y estaba locamente alegre. Mi gabán no estaba abotonado sino con el botón superior, de manera que el viento podía sacudirlo a su gusto; pero yo no sentía frío ninguno. Mi cabeza hallábase orgullosamente echada atrás, y mi gorra de estudiante sólo me cubría la nuca. Miraba a los hombres a quienes encontraba al paso con cierto sentimiento de superioridad, y a las mujeres, con un aire ligeramente provocativo y acariciador; pues aunque no la amaba, hacía cuatro días, más que a ella sola, era yo todavía tan joven y de un corazón tan sensible que no podía permanecer del todo indiferente ante las demás hijas de Eva. Mis pasos eran rápidos, vivos, andaba como deslizándome.

A las siete menos cuarto, mi gabán estaba ya abotonado con dos botones; mis ojos no miraban ya sino a las mujeres, pero sin provocación ni cariño, más bien con disgusto. Yo sólo necesitaba una; las demás podían irse al diablo. Sólo me interesaban por su superficial semejanza con la mía.

A las siete menos cinco tenía calor.

A las siete menos dos tenía frío.

A las siete en punto comprendí que mi amada no iría.

A las ocho y media era el ser más desgraciado del mundo. Mi gabán estaba abotonado con todos los botones; la gorra casi me tapaba la nariz, enrojecida por el frío; los cabellos de las sienes, el bigote y las pestañas los tenía blancos de escarcha, y los dientes me castañeteaban. Apenanspodía arrastrar las piernas, andaba encorvado y parecía un viejo que volvía al asilo de inválidos.

¡Ella era la causa de todo esto! ¡Diablo de mujer!... Pero no, no había que insultarla: quizá no la hubieran dejado salir, quizá estuviera enferma, acaso hubiera muerto... Acaso hubiera muerto, y yo la insultaba...


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5 págs. / 10 minutos / 43 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Silencio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 233 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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