Fatigado por las angustias del día, me había dormido vestido sobre la
cama. Mi mujer me despertó. Llevaba en la mano una bujía, cuya lucecita
vacilante, en medio de la noche, se me antojó clara como el sol. El
rostro de mi mujer estaba pálido. Sus ojos enormes, que me parecían
entonces extraños, como si los viese por primera vez, brillaban con un
fulgor siniestro.
—¿No sabes?—dijo—. Están levantando barricadas en nuestra calle.
En torno reinaba el silencio. Nos miramos uno a otro, y sentí que mi
rostro se iba poniendo pálido. Hubo un momento en que la vida pareció
extinguirse; pero no tardó en volver, manifestándose en los fuertes
latidos del corazón.
En torno reinaba el silencio. La llama de la bujía vacilaba, exigua, ligera, pero hiriente como una espada.
—¿Tienes miedo?—pregunté.
Su barbilla temblaba ligeramente; pero sus ojos permanecieron
inmóviles, mirándome sin pestañear. Sólo entonces me percaté de que eran
unos ojos terribles, completamente desconocidos para mí. Yo los había
mirado durante diez años y creía conocerlos mejor que los míos; pero en
aquel instante había en ellos algo nuevo que yo no acertaba a definir.
¿Era orgullo? No; era una expresión extraordinaria.
Le cogí la mano, que estaba fría. Me respondió con un fuerte apretón,
en el que había también algo nuevo, desconocido hasta entonces para mí.
Nunca me había estrechado de aquella manera la mano.
—¿Hace mucho tiempo?—le pregunté.
—Cosa de una hora. Mi hermano ya se ha ido. Sin duda, temiendo que tú
no se lo permitieses, lo ha hecho con sigilo. Pero yo lo he visto.
¡Era, pues, verdad! ¡Aquello había llegado!
Me levanté y me lavé despaciosamente, como lo hacía siempre por la
mañana, después de una noche entera de sueño. Mi mujer me alumbraba con
la bujía. Luego la apagamos y nos asomamos a la ventana, que daba a la
calle.
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