Textos más populares este mes de Leónidas Andréiev etiquetados como Cuento | pág. 2

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autor: Leónidas Andréiev etiqueta: Cuento


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Ante el Tribunal

Leónidas Andréiev


Cuento


Por el corredor del palacio de Justicia se paseaba un caballero rubio, alto, delgado, vestido de frac. Se llamaba Andrey Pavlovich Kolosov y desde hacía dos años ejercía la abogacía.

El estado nervioso en que solía encontrarse los días señalados para la vista de las causas en que actuaba él era aquella tarde más intenso. Obedecía esto principalmente a la neurosis que de algún tiempo a aquella parte le aquejaba. Le habían prescrito duchas—que le habían aliviado muy poco—y le habían prohibido fumar; prohibición inútil, dado lo arraigado de su pasión por el tabaco.

Aunque sentía ese resabio desagradable que conocen tan bien todos los grandes fumadores, entró en la habitación del médico forense, en aquel momento desierta; se tendió en un sofá forrado de hule negro, y encendió un cigarrillo. Estaba muy cansado. Desde hacia ocho días, casi no se quitaba el frac. ¡Del Tribunal de Conciliación a la Jefatura de Policía, de la Jefatura de Policía a la Cámara de Casación! El día antes, un asunto sin importancia le había tenido en la Audiencia hasta las nueve de la noche.

Sus compañeros le envidiaban porque ganaba mucho y le consideraban un modelo de actividad, pero él no era dichoso. Los tres mil rublos anuales que ganaba con tanto trabajo no le lucían nada. La vida era muy cara. Los niños exigían gastos sin cuento. Contraía deuda tras deuda. Era martes; el jueves tenía que pagar la casa—cincuenta rublos—, y sólo, llevaba diez rublos en la cartera... Su mujer...

Al pensar en sus deudas y en su mujer hizo una mueca de disgusto y suspiró.

—¡Chico, al fin te encuentro!—exclamó, entrando, su compañero Pomerantzev—. Llevo media hora buscándote.


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10 págs. / 17 minutos / 136 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Silencio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.


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11 págs. / 20 minutos / 230 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Gigante

Leónidas Andréiev


Cuento


—... Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan tonto ese gigante! Tiene manos enormes con dedos muy gruesos, y sus pies son tan enormes y gordos como árboles. ¡Muy gordos, muy gordos! Ha venido y... se ha caído. ¿Sabes? ¡Se cayó! ¡Tropezó contra un escalón y se cayó! Es tan bruto el gigante, tan tonto... De repente va y se cayó. Abrió la boca... y se quedó en el suelo, tonto como un deshollinador. ¿A qué has venido aquí, gigante? ¡Vete, vete de aquí, gigante! ¡Mi Pepín es tan dulce y tan gentil!... ¡Se abraza tan lindamente a su mamá, contra el corazón de su mamá! ¡Es tan bueno y tan dulce! Sus ojos son tan dulces y tan claros que le quiere todo el mundo. Tiene una naricita muy mona y no hace tonterías. Antes corría, gritaba, montaba a caballo, un bonito caballo grande con su cola. Pepín monta a caballo y se va lejos, lejos, al bosque, al río. Y en el río, ¿no lo sabes, gigante?, hay pececitos. No, tú no lo sabes porque eres un bruto, pero Pepín lo sabe. ¡Pececitos bellos! El Sol ilumina el agua y los pececitos juegan, ¡tan bellos, tan listos y ligeros! Sí, gigante, bruto, que no sabes nada...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 171 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Petka en el Campo

Leónidas Andréiev


Cuento


Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vió un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una pequeña taza con agua caliente. Al mirar hacia arriba vió en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos—pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, pequeños empleados; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.


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11 págs. / 20 minutos / 129 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

La Marsellesa

Leónidas Andréiev


Cuento


Era tímido como una liebre y paciente como una bestia de carga.

Cuando el Destino lo lanzó a nuestras negras filas, nos reímos como locos: la equivocación era verdaderamente cómica. El, naturalmente, no se reía. Lloraba. No he visto en mi vida un hombre tan provisto de lágrimas: le fluían de los ojos, de las narices, de la boca. Parecía una esponja empapada de agua. He conocido en nuestras filas hombres lacrimosos; pero sus lágrimas eran como el fuego, que ahuyenta a las fieras. Esas lágrimas viriles avejentan el rostro y rejuvenecen los ojos: semejantes a la lava de un volcán, dejan imborrables huellas y sepultan ciudades enteras de deseos mezquinos y de preocupaciones vanas. No así las de aquel hombre, cuyo llanto lo único que hacía era enrojecer su naricilla y mojar su pañuelo. Yo creo que luego lo ponía a secar en una cuerda; pues, si no, hubiera necesitado tres o cuatro docenas.

Visitaba casi diariamente a todas las autoridades, grandes y chicas, de la ciudad donde estábamos deportados, se prosternaba ante ellas, juraba que era inocente, suplicaba que se apiadasen de su juventud,prometía no despegar los labios en lo que le restaba de vida para nada que ni por asomo pudiera parecer subversivo. Las autoridades se burlaban de él como nosotros, y le llamaban Marranillo:

—¡Eh, Marranillo!—le gritaban.

El acudía, dócil, creyendo que iban a notificarle su indulto; pero le acogían siempre con una carcajada burlona. Aunque sabían, como nosotros, que era inocente, le trataban a la baqueta, a fin de inspiramos temor a los demás marranillos, que, en verdad, no necesitábamos ver pelar las barbas del vecino para echar a remojar las nuestras.

El pobre, huyendo de la soledad, iba a menudo a vernos; pero le poníamos cara de pocos amigos. Y cuando, tratando de romper el hielo, nos llamaba «queridos compañeros», le decíamos:

—¡Cuidado, que pueden oírte!


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 99 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Juventud

Leónidas Andréiev


Cuento


El alumno de último año Chariguin le había dado una bofetada a su compañero Avramov. En la creencia de que le asistía un perfecto derecho para hacer aquello, estaba contento y hasta orgulloso.

Avramov, que había recibido la bofetada, estaba desesperado; pero suavizaba su desesperación el pensamiento de que había, como muchos otros, padecido por la causa de la verdad.

He aquí cómo ocurrió el incidente. A la entrada del aula estaba colgado, dentro de un marco negro, el horario de las clases. Aunque estaba allí desde que empezó el curso, no se fijaba nadie en él. Pero la víspera del incidente, el bedel conocido por el sobrenombre de Arenque observó que el horario había desaparecido. Se trataba seguramente de una travesura infantil.

Y los alumnos serios que tenían ya bigote y opiniones políticas acogieron la noticia con una sonrisa indulgente, como acostumbraban a acoger las toninadas de su compañero Okunkov, que atravesaba el aula cabeza abajo, sosteniéndose sobre las manos. Aunque se consideraban hombres graves, ninguno de ellos estaba seguro de que no sentiría momentos después la necesidad imperiosa de repetir el truco gimnástico.

El bedel Arenque estaba muy inquieto por la desaparición del horario, y, viéndole así, los alumnos reían y se burlaban de él bondadosamente. El horario desaparecido fué substituído por otro, que al día siguiente desapareció también. La cosa empezaba a ser enojosa. Cuando Arenque, lleno de cólera, señaló con ademán trágico al marco vacío, los estudiantes lo tomaron ya más en serio y le dijeron que el horario, según todas las probabilidades, debía de haber sido robado por los granujillas de primer año.


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13 págs. / 23 minutos / 39 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Libro

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El doctor apoyó el tubo del auscultador en el pecho del enfermo, y prestó oído: el corazón, desmesuradamente agrandado, latía sin regularidad, producía unos ruidos como sollozos. Aquello anunciaba una muerte segura y muy próxima. El doctor comprendió que el enfermo estaba perdido.

—Debe usted evitar toda agitación. Seguramente, usted se dedica a un trabajo muy fatigoso.

—Soy escritor—respondió el enfermo con una débil sonrisa—. Diga usted, ¿es grave?

El doctor se encogió de hombros e hizo un gesto evasivo.

—Es grave, como lo son todas las enfermedades, pero... quince o veinte años sí podrá usted tirar. ¿Le bastará?—bromeó.

Y, respetuoso con las letras, ayudó al enfermo a ponerse la camisa.

Cuando el escritor se hubo vestido, su rostro se azuló levemente, y no se sabía, al mirarle, si era joven o viejo. Su boca seguía sonriendo de un modo afectuoso y desconfiado.

—¡Gracias por la buena voluntad!—dijo.

Apartando, con aire confuso, los ojos del doctor, empezó a buscar un sitio donde dejar el importe de la consulta. Lo encontró, por fin, y colocó un viejo billete verde sobre la mesa de despacho, entre el tintero y el tonelito de cristal de los portaplumas.

—Creo que ya no se fabrican esos billetes de tres rublos—pensó el doctor.

A los pocos minutos auscultaba a otro enfermo.

El escritor iba por la calle, bajo la clara lumbre del sol, pensando en las palabras del médico. Lo que había dicho de que viviría aún quince o veinte años era sospechoso. Si hubiera hablado de cinco años, bueno; pero quince o veinte... Sin duda, iba a morirse pronto.

Un miedo terrible se apoderó de él; pero el sol brillaba tan ardientemente como en la juventud del mundo; su luz parecía reír, y el escritor se calmó poco a poco.


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4 págs. / 7 minutos / 38 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El «Gran Chelem»

Leónidas Andréiev


Cuento


Jugaban al whist tres veces por semana: los martes, los jueves y los sábados. El domingo era un día muy a propósito para jugar, pero había que reservarlo para toda suerte de eventualidades: para las visitas, para el teatro, etc.; y, con ese motivo, consideraban dicho día como el más enfadoso de la semana. En verano, en la casa de campo, jugaban el domingo también.

He aquí el orden en que se colocaban: el grueso y colérico Maslenikov jugaba con Jacobo Ivanovich, mientras que Eufrasia Vasilievna lo hacía con su hermano Procopio Vasilievich, que parecía siempre malhumorado. Este orden se había establecido hacía mucho tiempo, cerca de seis años, y lo había propuesto Eufrasia Vasilievna; para ella y su hermano no tenía ningún atractivo el jugar separadamente, uno contra otro, porque de esa manera la ganancia de uno sería la pérdida del otro, y, a fin de cuentas, ni habrían ganado ni perdido. Y aunque, desde el punto de vista pecuniario, el juego no ofrecía gran interés, y el hermano y la hermana no necesitaban dinero, Eufrasia Vasilievna no podía comprender el placer de un juego desinteresado, y se ponía muy contenta cuando ganaba. El dinero ganado lo guardaba en una alcancía y lo consideraba más importante que los billetes de Banco que pagaba por el piso y empleaba en los gastos de la casa.


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11 págs. / 20 minutos / 36 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Misterio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Mi alegría fué inmensa: estudiante hambriento, expulsado de la Universidad por no pagar, sin un copec en el bolsillo—me había gastado los últimos en un anuncio solicitando un empleo cualquiera—, tuve la suerte de encontrar una colocación magnífica.

Una nebulosa mañana de fines de octubre recibí una carta en que se me invitaba a acudir al hotel de Francia, en la calle de la Marina. Hora y media después—aun no había cesado la lluvia, iniciada momentos antes de llegar la carta a mis manos—tenía un empleo, una vivienda y veinte rublos. ¡Parecía un sueño, un cuento de hadas! Todo, desde el primer momento, me produjo una grata impresión: el espléndido hotel, la lujosa habitación donde fuí recibido, el caballero amabilísimo que me recibió, un caballero—según pude observar cuando mi turbación fué pasando—entrado en años y vestido con esa elegancia inconfundible de los que están acostumbrados a vestir bien desde su infancia.

Excuso decir que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.

—¿Le gusta a usted el mar?—me preguntó Norden (no hay por qué llamarle el señor Norden).

—¡Oh, el mar!—balbucí—.¡Enormemente!

Norden se echó a reír.

—¿Cómo no? ¿A quién, de joven, no le ha gustado el mar...? Pues bien; desde casa verá usted el mar..., un mar un poco gris, un poco triste; pero con furias y sonrisas. Estará usted en sus glorias.

—¡Ya lo creo!

Me sonreí, y Norden, sonriéndose también, añadió:

—En ese mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.

Callé. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Se sonreía hablando de la muerte de su hija! «¿Será una broma?», pensé.


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38 págs. / 1 hora, 8 minutos / 196 visitas.

Publicado el 21 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Bribón

Leónidas Andréiev


Cuento


I

No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas otros perros hambrientos como él, pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes hacía su aparición en la calle los chicos le tiraban palos y piedras y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres iba en aumento constante.

Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el mundo y balbuceaba algo de las personas de buen corazón.Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.

—¡Chucho!—le llamó, aplicándole el nombre que se da a todos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!

El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.

—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!

Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien y sintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dió un fuerte puntapié en las costillas.

—¡Largo de aquí, cochino animal!


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8 págs. / 14 minutos / 173 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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