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autor: Leónidas Andréiev


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La Risa

Leónidas Andréiev


Cuento


I

A las seis y media yo tenía la seguridad de que ella iría, y estaba locamente alegre. Mi gabán no estaba abotonado sino con el botón superior, de manera que el viento podía sacudirlo a su gusto; pero yo no sentía frío ninguno. Mi cabeza hallábase orgullosamente echada atrás, y mi gorra de estudiante sólo me cubría la nuca. Miraba a los hombres a quienes encontraba al paso con cierto sentimiento de superioridad, y a las mujeres, con un aire ligeramente provocativo y acariciador; pues aunque no la amaba, hacía cuatro días, más que a ella sola, era yo todavía tan joven y de un corazón tan sensible que no podía permanecer del todo indiferente ante las demás hijas de Eva. Mis pasos eran rápidos, vivos, andaba como deslizándome.

A las siete menos cuarto, mi gabán estaba ya abotonado con dos botones; mis ojos no miraban ya sino a las mujeres, pero sin provocación ni cariño, más bien con disgusto. Yo sólo necesitaba una; las demás podían irse al diablo. Sólo me interesaban por su superficial semejanza con la mía.

A las siete menos cinco tenía calor.

A las siete menos dos tenía frío.

A las siete en punto comprendí que mi amada no iría.

A las ocho y media era el ser más desgraciado del mundo. Mi gabán estaba abotonado con todos los botones; la gorra casi me tapaba la nariz, enrojecida por el frío; los cabellos de las sienes, el bigote y las pestañas los tenía blancos de escarcha, y los dientes me castañeteaban. Apenanspodía arrastrar las piernas, andaba encorvado y parecía un viejo que volvía al asilo de inválidos.

¡Ella era la causa de todo esto! ¡Diablo de mujer!... Pero no, no había que insultarla: quizá no la hubieran dejado salir, quizá estuviera enferma, acaso hubiera muerto... Acaso hubiera muerto, y yo la insultaba...


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 42 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Dies Irae y Otros Relatos

Leónidas Andréiev


Colección, cuentos


Dies irae

Canto primero

I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!


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Dominio público
119 págs. / 3 horas, 28 minutos / 140 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Bribón

Leónidas Andréiev


Cuento


I

No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas otros perros hambrientos como él, pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes hacía su aparición en la calle los chicos le tiraban palos y piedras y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres iba en aumento constante.

Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el mundo y balbuceaba algo de las personas de buen corazón.Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.

—¡Chucho!—le llamó, aplicándole el nombre que se da a todos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!

El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.

—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!

Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien y sintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dió un fuerte puntapié en las costillas.

—¡Largo de aquí, cochino animal!


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8 págs. / 14 minutos / 174 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Ben-Tovit

Leónidas Andréiev


Cuento


El día terrible en que se realizó la mayor injusticia del mundo, en que se crucificó en el Gólgota, entre dos bandidos, a Cristo, ese mismo día, el comerciante de Jerusalén Ben-Tovit tenía, desde por la mañana, un dolor horrible de muelas.

Le había comenzado la víspera, al anochecer. Ben-Tovit experimentó en el lado derecho de la mandíbula, en la muela contigua a la del juicio, una sensación singular, como si se le hubiera elevado un poco sobre las otras; cuando la rozaba con la lengua, sentía un ligero dolor. Pero después de comer, la molestia pasó, Ben-Tovit la olvidó y acabó de tranquilizarse con el cambio de su viejo asno por otro joven y vigoroso, negocio que le puso de buen humor.

Durmió con un sueño profundo; pero, al amanecer, algo vino a turbar su sueño. Se diría que alguien llamaba a Ben-Tovit para algún grave asunto. No pudiendo ya resistir aquella inquietud, se despertó y se dio cuenta al punto de que tenía dolor de muelas. Entonces era un dolor franco y claro, muy violento, un dolor agudo e insoportable. Y no se podía ya comprender si lo que le dolía era la muela de la tarde anterior o las demás contiguas a ella. Toda la boca y toda la cabeza le dolían, como si estuviese mascando millares de clavos ardiendo. Se enjuagó la boca con un poco de agua del cántaro; durante unos momentos el dolor se aplacó, y Ben-Tovit experimentó una ligera tirantez en las muelas. Dicha sensación, comparada con el dolor de hacía un instante, era incluso agradable. Ben-Tovit se acostó otra vez, se acordó de su nuevo asno y pensó que sería del todo feliz a no ser por el dolor de muelas. Trató de volver a dormirse. Pero cinco minutos después el dolor comenzó de nuevo, más cruel que antes. Ben-Tovit se sentó en la cama y empezó a balancear el cuerpo acompasadamente. Su rostro adquirió una expresión de sufrimiento, y en su gran nariz, que había palidecido, apareció una gota de sudor frío.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 55 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Ante el Tribunal

Leónidas Andréiev


Cuento


Por el corredor del palacio de Justicia se paseaba un caballero rubio, alto, delgado, vestido de frac. Se llamaba Andrey Pavlovich Kolosov y desde hacía dos años ejercía la abogacía.

El estado nervioso en que solía encontrarse los días señalados para la vista de las causas en que actuaba él era aquella tarde más intenso. Obedecía esto principalmente a la neurosis que de algún tiempo a aquella parte le aquejaba. Le habían prescrito duchas—que le habían aliviado muy poco—y le habían prohibido fumar; prohibición inútil, dado lo arraigado de su pasión por el tabaco.

Aunque sentía ese resabio desagradable que conocen tan bien todos los grandes fumadores, entró en la habitación del médico forense, en aquel momento desierta; se tendió en un sofá forrado de hule negro, y encendió un cigarrillo. Estaba muy cansado. Desde hacia ocho días, casi no se quitaba el frac. ¡Del Tribunal de Conciliación a la Jefatura de Policía, de la Jefatura de Policía a la Cámara de Casación! El día antes, un asunto sin importancia le había tenido en la Audiencia hasta las nueve de la noche.

Sus compañeros le envidiaban porque ganaba mucho y le consideraban un modelo de actividad, pero él no era dichoso. Los tres mil rublos anuales que ganaba con tanto trabajo no le lucían nada. La vida era muy cara. Los niños exigían gastos sin cuento. Contraía deuda tras deuda. Era martes; el jueves tenía que pagar la casa—cincuenta rublos—, y sólo, llevaba diez rublos en la cartera... Su mujer...

Al pensar en sus deudas y en su mujer hizo una mueca de disgusto y suspiró.

—¡Chico, al fin te encuentro!—exclamó, entrando, su compañero Pomerantzev—. Llevo media hora buscándote.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 137 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Las Tinieblas

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Hasta entonces habı́a tenido suerte en todo lo que habı́a hecho; pero aquellos últimos dı́as le habı́an sido más que desfavorables, hostiles. Como hombre cuya vida entera parecı́a un juego de azar muy peligroso, conocı́a bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabı́a aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto habı́a aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.

Esta vez tenı́a también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas casualidades pequeñas, que no se pueden prever siempre, habı́a puesto la policı́a sobre su pista. Hacı́a dos dı́as que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veı́a perseguido incesantemente por espı́as que le encerraban en un cerco estrecho y apretado. No podı́a hallar un asilo en los cı́rculos donde se conspiraba porque serı́a descubierto por los espı́as.

No podı́a andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habı́an fatigado de tal modo que temı́a otro peligro:

podı́a quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policı́a de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos dı́as, el jueves, tenı́a que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venı́a haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le habı́a conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Ası́, pues, era preciso, costara lo que costase, no dejarse detener hasta aquel día.


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Dominio público
54 págs. / 1 hora, 35 minutos / 311 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Las Bellas Sabinas

Leónidas Andréiev


Teatro, Comedia, Sátira


Las bellas sabinas

Nota del traductor.—Esta comedia es una sátira escrita contra el partido político ruso de los «cadetes» (constitucionalistas-demócratas), cuya acción se caracteriza por la indecisión, la falta de audacia y la prudencia exagerada, rayana en lo ridículo. En vez de luchar abiertamente por la libertad del pueblo, apelaban al buen sentido del gobierno, invocaban razones jurídicas y humanitarias, se conducían, en fin, como los «sabinos», tan magistralmente pintados por Andreiev en esta piececita.

Cuadro primero

Un lugar salvaje, completamente inculto. Comienza a despuntar el día. Romanos armados salen de detrás de la montaña, arrastrando a las sabinas robadas, bellas mujeres, medio desnudas, que se resisten, gritan, muerden las manos de sus raptores. Sólo hay una que permanece del todo tranquila, y se diría que duerme en los brazos del romano que la lleva. Lanzando exclamaciones de dolor, los romanos dejan en tierra a las sabinas y se apresuran a apartarse, ahogados de fatiga. Las mujeres poco a poco se calman, miran desde lejos con desconfianza a los romanos y cambian en voz baja impresiones.


Conversación de los romanos


—¡Por la cabeza de Hércules! Estoy cubierto de sudor y parezco una rata de río. Creo que la mía lo menos pesa doscientos kilos.

—Has hecho mal en coger a una mujer tan gorda. Yo he cogido una pequeñita, delgada, y...

—Sí; pero, con todo, veo que tiene buenas garras. Llevas en el rostro señales abundantes.

—¡Tiene garras de gata!

—Todas parecen gatas. He tomado parte en cien batallas; he recibido sablazos, bastonazos, pedradas, hasta murallazos, y nunca he pasado un rato tan malo. Sospecho que ha desfigurado mi bella nariz romana.


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Dominio público
29 págs. / 51 minutos / 107 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Llamada

Leónidas Andréiev


Cuento


Fatigado por las angustias del día, me había dormido vestido sobre la cama. Mi mujer me despertó. Llevaba en la mano una bujía, cuya lucecita vacilante, en medio de la noche, se me antojó clara como el sol. El rostro de mi mujer estaba pálido. Sus ojos enormes, que me parecían entonces extraños, como si los viese por primera vez, brillaban con un fulgor siniestro.

—¿No sabes?—dijo—. Están levantando barricadas en nuestra calle.

En torno reinaba el silencio. Nos miramos uno a otro, y sentí que mi rostro se iba poniendo pálido. Hubo un momento en que la vida pareció extinguirse; pero no tardó en volver, manifestándose en los fuertes latidos del corazón.

En torno reinaba el silencio. La llama de la bujía vacilaba, exigua, ligera, pero hiriente como una espada.

—¿Tienes miedo?—pregunté.

Su barbilla temblaba ligeramente; pero sus ojos permanecieron inmóviles, mirándome sin pestañear. Sólo entonces me percaté de que eran unos ojos terribles, completamente desconocidos para mí. Yo los había mirado durante diez años y creía conocerlos mejor que los míos; pero en aquel instante había en ellos algo nuevo que yo no acertaba a definir. ¿Era orgullo? No; era una expresión extraordinaria.

Le cogí la mano, que estaba fría. Me respondió con un fuerte apretón, en el que había también algo nuevo, desconocido hasta entonces para mí. Nunca me había estrechado de aquella manera la mano.

—¿Hace mucho tiempo?—le pregunté.

—Cosa de una hora. Mi hermano ya se ha ido. Sin duda, temiendo que tú no se lo permitieses, lo ha hecho con sigilo. Pero yo lo he visto.

¡Era, pues, verdad! ¡Aquello había llegado!

Me levanté y me lavé despaciosamente, como lo hacía siempre por la mañana, después de una noche entera de sueño. Mi mujer me alumbraba con la bujía. Luego la apagamos y nos asomamos a la ventana, que daba a la calle.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 63 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Dies Irae

Leónidas Andréiev


Cuento


Canto primero

I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 36 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Silencio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 231 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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