Textos más vistos de Leónidas Andréiev | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 41 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Leónidas Andréiev


12345

Dies Irae y Otros Relatos

Leónidas Andréiev


Colección, cuentos


Dies irae

Canto primero

I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!


Leer / Descargar texto

Dominio público
119 págs. / 3 horas, 28 minutos / 143 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

El Silencio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 235 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Bargamot y Garaska

Leónidas Andréiev


Cuento


Sería injusto decir que la Naturaleza se había mostrado avara con el guardia de Orden público Iván Akindinich Bargamotov, a quien los vecinos de un arrabal de la ciudad de Orel llamaban Bargamot.

Asemejábase, en lo físico, a un mastodonte o a cualquiera otra de las excelentes criaturas prehistóricas que por falta de sitio tuvieron hace tiempo que abandonar nuestro planeta, poblado por esos alfeñiques que se llaman hombres.

Grueso, de elevada estatura, robusto, de una voz formidable, no era un guardia vulgar, y hubiera alcanzado hacía años una alta graduación a no ser porque su alma estaba sumida en un sueño profundo. Las impresiones del mundo exterior, al dirigirse a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza y llegaban al punto de destino convertidas en débiles reflejos. Un hombre exigente hubiera dicho que era un montón de carne, y sus jefes decían que era un zoquete. Los vecinos del arrabal, cuyo juicio era el más atendible, le consideraban un hombre serio y digno del mayor respeto.

Lo que sabía lo sabía de veras. Verdad es que sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas delcuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.

De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.

Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarnaya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables representantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mujeres de los contendientes, para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 111 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Abismo

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El día tocaba a su fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar y habían perdido la noción del tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo.. El sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua que doraba el polvo. Estaba tan próximo y era tan vivo que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su camino. Todo se extinguió de pronto y ahora se veía más neto, más claro y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el alto tronco de un pino y ardía en el follaje como una bujía en un cuarto obscuro. El camino estaba velado de rojo y cada piedra proyectaba una larga sombra negra.

La hermosa cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en el aire como un dorado hilo de araña.

Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y amistosa se deslizaba como las aguas de un sereno manantial.

El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor.

Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales:

ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; él, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.

Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro: sus talles esbeltos y lexibles como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche serena de primavera cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.


Leer / Descargar texto

Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 227 visitas.

Publicado el 31 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Amor al Prójimo

Leónidas Andréiev


Teatro


Un lugar salvaje entre las montañas.

En un pequeño saliente de una alta roca, casi vertical, hay un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar allí: el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás útiles de salvamento a que se ha recurrido han sido ineficaces.

El desgraciado lleva, a lo que se ve, mucho tiempo en tan crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha reunido ya una abigarrada multitud; pregonan su mercancía algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha establecido un buffet, cuyo único mozo se ve y se desea para atender a la numerosa clientela; un individuo trata de vender un peine que asegura, faltando descaradamente a la verdad, que es de tortuga.

Afluyen sin cesar nuevos turistas, ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.

Casi todos llevan alpenstocks, gemelos, máquinas fotográficas. Se oye hablar en todas las lenguas.

Junto a la roca, en el sitio donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquilleríay le cierran el paso, con un bramante, a la multitud.

Gran animación.


El primer guardia.—¡Largo, monicaco! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papás?

El chiquillo.—¿Es que caerá aquí?

El primer guardia.— Sí.

El chiquillo.—¿Y si cae más afuera?

El segundo guardia.—Tiene razón el chico: podía dar un salto, en su desesperación, y caer al otro lado de la cuerda; lo que sería bastante molesto para el público, pues lo menos pesará ochenta kilos.

El primer guardia.—¡Largo, monicaca! ¡Atrás!... ¿Es su hija de usted, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese joven caerá de un momento a otro.


Leer / Descargar texto

Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 273 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Capitán Kablukov

Leónidas Andréiev


Cuento


I

A través de los cristales cubiertos de hielo penetraban los rayos matutinos del sol invernal e inundaban de una luz fría, pero alegre, los dos aposentos que, con la cocina, constituían la morada del capitán Nicolás Ivanich Kablukov y su asistente Kukuchkin.

Nicolás Ivanich estaba bebiendo, a sorbitos, te muy caliente, en un vaso, cuya cubeta de plata constituía, con la cucharilla del mismo metal, el único lujo de su ajuar.

—¡Kukuchkin! —gritó.

Pero el asistente no dió muestras de haber oído su ronca voz.

—¡Kukuchkin!

El asistente acudió al fin. Le habían dedicado al servicio doméstico a causa de su estupidez. Tenía la cabeza pequeña, las orejas muy grandes, el cuerpo desgarbado y flaco.

—¿Por qué no acudes en seguida que se te llama? ¡Pareces tonto!

—¡A la orden, mi capitán!—gruñó el soldado.

—¡Levanta esa cabeza! ¡Mira de frente!... ¿Estás borracho?

—Sin dinero, mi capitán, mal puede uno emborracharse.

Nicolás Ivanich no quería enfadarse. Se encogió de hombros y le dijo a Kukuchkin que le llevase vodka y algo de comer y encendiese la chimenea.

—¿Qué es esto?—preguntó cuando el asistente, momentos después, colocó sobre la mesa, amén de la garrafa de vodka y una lata de sardinas, una taza muy charra, probablemente de su propiedad particular.

—Como no hay copa...

—¡Imbécil! ¿Por qué no le has pedido una a la casera?


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 95 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Misterio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Mi alegría fué inmensa: estudiante hambriento, expulsado de la Universidad por no pagar, sin un copec en el bolsillo—me había gastado los últimos en un anuncio solicitando un empleo cualquiera—, tuve la suerte de encontrar una colocación magnífica.

Una nebulosa mañana de fines de octubre recibí una carta en que se me invitaba a acudir al hotel de Francia, en la calle de la Marina. Hora y media después—aun no había cesado la lluvia, iniciada momentos antes de llegar la carta a mis manos—tenía un empleo, una vivienda y veinte rublos. ¡Parecía un sueño, un cuento de hadas! Todo, desde el primer momento, me produjo una grata impresión: el espléndido hotel, la lujosa habitación donde fuí recibido, el caballero amabilísimo que me recibió, un caballero—según pude observar cuando mi turbación fué pasando—entrado en años y vestido con esa elegancia inconfundible de los que están acostumbrados a vestir bien desde su infancia.

Excuso decir que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.

—¿Le gusta a usted el mar?—me preguntó Norden (no hay por qué llamarle el señor Norden).

—¡Oh, el mar!—balbucí—.¡Enormemente!

Norden se echó a reír.

—¿Cómo no? ¿A quién, de joven, no le ha gustado el mar...? Pues bien; desde casa verá usted el mar..., un mar un poco gris, un poco triste; pero con furias y sonrisas. Estará usted en sus glorias.

—¡Ya lo creo!

Me sonreí, y Norden, sonriéndose también, añadió:

—En ese mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.

Callé. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Se sonreía hablando de la muerte de su hija! «¿Será una broma?», pensé.


Leer / Descargar texto

Dominio público
38 págs. / 1 hora, 8 minutos / 197 visitas.

Publicado el 21 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Regalo

Leónidas Andréiev


Cuento


I

—¡Vuelve!—suplicó por tercera vez Senista.

Y por tercera vez, Sazonka se apresuró a responder:

—¡Claro que volveré! No tengas cuidado. Ya te he dicho que volveré.

Y callaron de nuevo.

Senista estaba acostado boca arriba, cubierta hasta la barbilla por una sábana gris de hospital, y no apartaba los ojos de Sazonka. Deseaba que su visitante permaneciese allí todo el tiempo posible, que no se marchase. Imploraban los ojos la promesa de no dejarle abandonado a la soledad, al dolor y al miedo.

Sazonka se aburría y quería marcharse; pero no sabía cómo hacerlo sin ofender al muchacho enfermo. Tan pronto empezaba a levantarse de la silla con la intención firme de irse, como se sentaba de nuevo decididamente, cual si lo hiciese para toda la vida. Seguiría aún un rato, si tuviera de qué hablar; pero no sabía qué decirle al enfermo, todos sus pensamientos eran tan estúpidos que le avergonzaban. Se le ocurría, por ejemplo, llamar a Senista Semeño Erofeevith, como a un personaje, lo que sería cómico y tonto; pues Senista no era sino un aprendiz, mientras que Sazonka era el ayudante del maestro, bebía artísticamente "vodka" y si le llamaban Sazonka era por una añeja costumbre, que el tiempo había consagrado. Se consideraba punto menos que jefe del taller, y no hacía quince días que le había dado a Senista la última bofetada. Aquello estuvo mal, pero no era cosa tampoco de ponerse a hablar de ello.

Sazonka empezó, resueltamente, a levantarse de la silla con intención de irse; pero, sin haber acabado de separar las posaderas del asiento, volvió sobre su acuerdo, tomó de nuevo una postura reposada y dijo, con un tono mitad de reproche, mitad de consuelo:

—¡Qué diversión! ¿Te duele?

Senista hizo un signo afirmativo con la cabeza, y dijo suavemente:

—Bueno, tienes que irte ya; si no te reñirán.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 60 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Juventud

Leónidas Andréiev


Cuento


El alumno de último año Chariguin le había dado una bofetada a su compañero Avramov. En la creencia de que le asistía un perfecto derecho para hacer aquello, estaba contento y hasta orgulloso.

Avramov, que había recibido la bofetada, estaba desesperado; pero suavizaba su desesperación el pensamiento de que había, como muchos otros, padecido por la causa de la verdad.

He aquí cómo ocurrió el incidente. A la entrada del aula estaba colgado, dentro de un marco negro, el horario de las clases. Aunque estaba allí desde que empezó el curso, no se fijaba nadie en él. Pero la víspera del incidente, el bedel conocido por el sobrenombre de Arenque observó que el horario había desaparecido. Se trataba seguramente de una travesura infantil.

Y los alumnos serios que tenían ya bigote y opiniones políticas acogieron la noticia con una sonrisa indulgente, como acostumbraban a acoger las toninadas de su compañero Okunkov, que atravesaba el aula cabeza abajo, sosteniéndose sobre las manos. Aunque se consideraban hombres graves, ninguno de ellos estaba seguro de que no sentiría momentos después la necesidad imperiosa de repetir el truco gimnástico.

El bedel Arenque estaba muy inquieto por la desaparición del horario, y, viéndole así, los alumnos reían y se burlaban de él bondadosamente. El horario desaparecido fué substituído por otro, que al día siguiente desapareció también. La cosa empezaba a ser enojosa. Cuando Arenque, lleno de cólera, señaló con ademán trágico al marco vacío, los estudiantes lo tomaron ya más en serio y le dijeron que el horario, según todas las probabilidades, debía de haber sido robado por los granujillas de primer año.


Leer / Descargar texto

Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 41 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Llamada

Leónidas Andréiev


Cuento


Fatigado por las angustias del día, me había dormido vestido sobre la cama. Mi mujer me despertó. Llevaba en la mano una bujía, cuya lucecita vacilante, en medio de la noche, se me antojó clara como el sol. El rostro de mi mujer estaba pálido. Sus ojos enormes, que me parecían entonces extraños, como si los viese por primera vez, brillaban con un fulgor siniestro.

—¿No sabes?—dijo—. Están levantando barricadas en nuestra calle.

En torno reinaba el silencio. Nos miramos uno a otro, y sentí que mi rostro se iba poniendo pálido. Hubo un momento en que la vida pareció extinguirse; pero no tardó en volver, manifestándose en los fuertes latidos del corazón.

En torno reinaba el silencio. La llama de la bujía vacilaba, exigua, ligera, pero hiriente como una espada.

—¿Tienes miedo?—pregunté.

Su barbilla temblaba ligeramente; pero sus ojos permanecieron inmóviles, mirándome sin pestañear. Sólo entonces me percaté de que eran unos ojos terribles, completamente desconocidos para mí. Yo los había mirado durante diez años y creía conocerlos mejor que los míos; pero en aquel instante había en ellos algo nuevo que yo no acertaba a definir. ¿Era orgullo? No; era una expresión extraordinaria.

Le cogí la mano, que estaba fría. Me respondió con un fuerte apretón, en el que había también algo nuevo, desconocido hasta entonces para mí. Nunca me había estrechado de aquella manera la mano.

—¿Hace mucho tiempo?—le pregunté.

—Cosa de una hora. Mi hermano ya se ha ido. Sin duda, temiendo que tú no se lo permitieses, lo ha hecho con sigilo. Pero yo lo he visto.

¡Era, pues, verdad! ¡Aquello había llegado!

Me levanté y me lavé despaciosamente, como lo hacía siempre por la mañana, después de una noche entera de sueño. Mi mujer me alumbraba con la bujía. Luego la apagamos y nos asomamos a la ventana, que daba a la calle.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 65 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

12345