Textos más populares este mes de Leónidas Andréiev | pág. 3

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autor: Leónidas Andréiev


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Un Sueño

Leónidas Andréiev


Cuento


...Hablamos luego de los sueños, en los que hay tanto de maravilloso. Y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semiobscura:

—No sé lo que fué aquello. Desde luego, fué un sueño; dudarlo sería un delito de leso sentido común; pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad. Yo no estaba acostado, sino de pie y paseándome por mi celda, y tenía los ojos abiertos. Y lo que soñé—si lo soñé—se quedó grabado en mi memoria como si en efecto me hubiera sucedido.

Llevaba dos años en la cárcel de Petersburgo, por revolucionario. Estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos; una negra melancolía iba apoderándose de mi corazón; todo me parecía muerto, y ni siquiera contaba los días.

Leía muy poco y me pasaba buena parte del día y de la noche paseándome a lo largo de mi celda, que tenía tres metros de longitud; andaba lentamente para no marearme, y recordaba, recordaba... Las imágenes iban poco a poco borrándose, desvaneciéndose en mi memoria.

Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.

Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.


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6 págs. / 10 minutos / 171 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Tinieblas

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Hasta entonces habı́a tenido suerte en todo lo que habı́a hecho; pero aquellos últimos dı́as le habı́an sido más que desfavorables, hostiles. Como hombre cuya vida entera parecı́a un juego de azar muy peligroso, conocı́a bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabı́a aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto habı́a aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.

Esta vez tenı́a también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas casualidades pequeñas, que no se pueden prever siempre, habı́a puesto la policı́a sobre su pista. Hacı́a dos dı́as que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veı́a perseguido incesantemente por espı́as que le encerraban en un cerco estrecho y apretado. No podı́a hallar un asilo en los cı́rculos donde se conspiraba porque serı́a descubierto por los espı́as.

No podı́a andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habı́an fatigado de tal modo que temı́a otro peligro:

podı́a quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policı́a de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos dı́as, el jueves, tenı́a que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venı́a haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le habı́a conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Ası́, pues, era preciso, costara lo que costase, no dejarse detener hasta aquel día.


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Dominio público
54 págs. / 1 hora, 35 minutos / 316 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Petka en el Campo

Leónidas Andréiev


Cuento


Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vió un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una pequeña taza con agua caliente. Al mirar hacia arriba vió en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos—pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, pequeños empleados; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.


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11 págs. / 20 minutos / 130 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Sobremortal

Leónidas Andréiev


Cuento


I

El día del vuelo comenzó bajo los mejores presagios: un rayo de sol naciente que acababa de penetrar en la obscura alcoba conyugal y un sueño matutino extraordinario, luminoso, lleno de alusiones misteriosas y alegres, un sueño conmovedor.

Yury Mijailovich Puchkarev era un piloto aviador experimentado: en año y medio había volado veintiocho veces (el número de años que llevaba en el mundo) y estaba aún vivo y no se había quedado, como tantos otros, manco o cojo. El sabía mejor que nadie, mejor que su misma mujer, cuán menguada era aquella experiencia y cuán engañadora aquella calma que, después de cada descenso feliz a la tierra, parecía borrar de la memoria las desgracias de otros aviadores y llenaba al público de una tranquilidad, por lo excesiva, un poco cruel. Pero era un hombre valeroso y no quería, pensando en eso, debilitar su voluntad, ni quitarle a la vida—breve de suyo—su sentido. «Puedo caer y matarme—decíase—. Demasiado lo sé. Pero ¿qué voy a hacerle...? Quizá se invente antes algo que evite las caídas. Entonces podréllegar a viejo, como cualquier otro mortal. No hay que preocuparse.»

La noche anterior, después de cenar, había dado, con su mujer, un paseo dulce y poético por las calles apartadas—obscuras y verdes—de la pequeña ciudad donde vivían hacía algún tiempo. A cosa de las once y media se había acostado, y se había dormido en seguida. Había oído, entre sueños, entrar, desnudarse y acostarse a su mujer. Un rato después le había parecido que algo como un pájaro inmenso aleteaba sobre la casa, llenaba la estancia de un ruido monótono y diríase que la ensanchaba. Sin despertarse del todo, había comprendido que era una tempestad. Pesadas gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Al amanecer, cuando los gorriones empezaban a cantar tras los cristales, había tenido aquel sueño, que ya había sido dos veces para él un augurio feliz.


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 71 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Amor al Prójimo

Leónidas Andréiev


Teatro


Un lugar salvaje entre las montañas.

En un pequeño saliente de una alta roca, casi vertical, hay un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar allí: el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás útiles de salvamento a que se ha recurrido han sido ineficaces.

El desgraciado lleva, a lo que se ve, mucho tiempo en tan crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha reunido ya una abigarrada multitud; pregonan su mercancía algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha establecido un buffet, cuyo único mozo se ve y se desea para atender a la numerosa clientela; un individuo trata de vender un peine que asegura, faltando descaradamente a la verdad, que es de tortuga.

Afluyen sin cesar nuevos turistas, ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.

Casi todos llevan alpenstocks, gemelos, máquinas fotográficas. Se oye hablar en todas las lenguas.

Junto a la roca, en el sitio donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquilleríay le cierran el paso, con un bramante, a la multitud.

Gran animación.


El primer guardia.—¡Largo, monicaco! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papás?

El chiquillo.—¿Es que caerá aquí?

El primer guardia.— Sí.

El chiquillo.—¿Y si cae más afuera?

El segundo guardia.—Tiene razón el chico: podía dar un salto, en su desesperación, y caer al otro lado de la cuerda; lo que sería bastante molesto para el público, pues lo menos pesará ochenta kilos.

El primer guardia.—¡Largo, monicaca! ¡Atrás!... ¿Es su hija de usted, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese joven caerá de un momento a otro.


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Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 273 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

El Capitán Kablukov

Leónidas Andréiev


Cuento


I

A través de los cristales cubiertos de hielo penetraban los rayos matutinos del sol invernal e inundaban de una luz fría, pero alegre, los dos aposentos que, con la cocina, constituían la morada del capitán Nicolás Ivanich Kablukov y su asistente Kukuchkin.

Nicolás Ivanich estaba bebiendo, a sorbitos, te muy caliente, en un vaso, cuya cubeta de plata constituía, con la cucharilla del mismo metal, el único lujo de su ajuar.

—¡Kukuchkin! —gritó.

Pero el asistente no dió muestras de haber oído su ronca voz.

—¡Kukuchkin!

El asistente acudió al fin. Le habían dedicado al servicio doméstico a causa de su estupidez. Tenía la cabeza pequeña, las orejas muy grandes, el cuerpo desgarbado y flaco.

—¿Por qué no acudes en seguida que se te llama? ¡Pareces tonto!

—¡A la orden, mi capitán!—gruñó el soldado.

—¡Levanta esa cabeza! ¡Mira de frente!... ¿Estás borracho?

—Sin dinero, mi capitán, mal puede uno emborracharse.

Nicolás Ivanich no quería enfadarse. Se encogió de hombros y le dijo a Kukuchkin que le llevase vodka y algo de comer y encendiese la chimenea.

—¿Qué es esto?—preguntó cuando el asistente, momentos después, colocó sobre la mesa, amén de la garrafa de vodka y una lata de sardinas, una taza muy charra, probablemente de su propiedad particular.

—Como no hay copa...

—¡Imbécil! ¿Por qué no le has pedido una a la casera?


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 95 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Bargamot y Garaska

Leónidas Andréiev


Cuento


Sería injusto decir que la Naturaleza se había mostrado avara con el guardia de Orden público Iván Akindinich Bargamotov, a quien los vecinos de un arrabal de la ciudad de Orel llamaban Bargamot.

Asemejábase, en lo físico, a un mastodonte o a cualquiera otra de las excelentes criaturas prehistóricas que por falta de sitio tuvieron hace tiempo que abandonar nuestro planeta, poblado por esos alfeñiques que se llaman hombres.

Grueso, de elevada estatura, robusto, de una voz formidable, no era un guardia vulgar, y hubiera alcanzado hacía años una alta graduación a no ser porque su alma estaba sumida en un sueño profundo. Las impresiones del mundo exterior, al dirigirse a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza y llegaban al punto de destino convertidas en débiles reflejos. Un hombre exigente hubiera dicho que era un montón de carne, y sus jefes decían que era un zoquete. Los vecinos del arrabal, cuyo juicio era el más atendible, le consideraban un hombre serio y digno del mayor respeto.

Lo que sabía lo sabía de veras. Verdad es que sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas delcuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.

De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.

Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarnaya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables representantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mujeres de los contendientes, para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 111 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Los Cristianos

Leónidas Andréiev


Cuento


La nieve caía tras los cristales; pero en el gran edificio del tribunal hacía calor. Había mucha gente, y los que frecuentaban el tribunal en cumplimiento de su deber—como, por ejemplo, los reporteros judiciales—se hallaban allí muy a gusto. Encontrábanse con sus desconocidos; como en el teatro, asistían diariamente a la representación de dramas—llamados por los reporteros «dramas judiciales»—. Era agradable ver al público, oír el ruido de las voces en los corredores, mezclarse con aquella multitud agitada.

El buffet estaba muy animado. Lo alumbraba ya la luz eléctrica, y sobre el mostrador veíanse cosas muy apetitosas. El público se agolpaba junto al mostrador, y charlaba, comiendo y bebiendo. Los rostros melancólicos que se veían a veces no turbaban la alegría general: al contrario, son precisos con harta frecuencia para hacer más pintorescos el cuadro, sobre todo en lugares donde se representan dramas. Todos contaban que en una de las salas del tribunal acababa de suicidarse un acusado; se oía ruido de cadenas y de fusiles. Un dulce calor reinaba en todo el edificio, y se estaba allí divinamente.

En una de las salas, la animación era grandísima: un proceso pintoresco atraía mucha gente. Los jueces, los jurados, los abogados estaban ya en sus puestos. Un reportero, mientras llegaban sus demás colegas, disponía ante él las cuartillas y examinaba muy contento la sala. El presidente del tribunal, un hombre grueso, de rostro vulgar y bigotes blancos, pasaba revista presuroso y con voz monótona, a los testigos.

—¡Efimov! ¿Cuál es el patronímico de usted?

—Efim Petrovich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—Colóquese entonces a la izquierda... ¡Karasev! ¿El patronímico de usted?

—Andrey Egorich.

—¿Quiere usted prestar juramento?

—Sí.

—A la izquierda. ¡Blumental!


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16 págs. / 28 minutos / 50 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

¡No Hay Perdón!

Leónidas Andréiev


Cuento


Una estudianta. Muy joven, casi una niña. La nariz fina, linda, no formada aún completamente, como la de los niños, un poco arremangada; los labios también son infantiles, y parece que exhalan olor a bombones de chocolate. Los cabellos son tan abundantes y sedosos, cubren su cabeza de una manera tan graciosa, que al mirarlos se piensa sin querer en mil cosas amables: en el cielo azul sin nubes, en las canciones primaverales de los pajarillos, en el florecer de las lilas. Se piensa también, al admirar esta bella cabeza de muchacha, en los manzanos florecientes, bajo los que se busca sombra en un medio día de verano, y que dejan caer sobre el sombrero, sobre los hombros y sobre los brazos pétalos delicados color de nieve y rosa.


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21 págs. / 37 minutos / 58 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Extranjero

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche, el estudiante Chistiakov daba lecciones a domicilio. Sólo un día a la semana, el miércoles, retrasaba un poco el principio de su primera lección y hacia un breve acto de presencia en la Universidad, a fin de que le viesen los inspectores.

No iba nunca a clase ni sabía siquiera dónde estaban las aulas del primer año de Derecho, pues las explicaciones de los profesores no le interesaban y estaba decidido a irse la primavera próxima al extranjero. Por eso trabajaba tanto y ahorraba todo el dinero que podía. Por la noche, al volver a casa, se ponía a estudiar alemán. Pensaba irse a Berlín, donde se encontraba, desde hacía un año, un antiguo amigo suyo, que le escribía largas cartas entusiásticas, y en todas ellas le llamaba.

Pero con frecuencia Chistiakov, inclinado sobre su gramática alemana, sentía en la cabeza un ruido semejante al de un salto de agua y unas punzadas dolorosas en el costado izquierdo. Parecíale ver desfilar ante sus ojos fatigados las caras antipáticas de susdiscípulos. No pudiendo seguir estudiando, se tendía en la cama y se distraía en contar mentalmente sus ahorros o en planear su próxima vida en Berlín. Algunas noches bajaba un rato al número 64 del «Polo Norte»—que tal era el nombre de su hospedería—y echaba un párrafo con los estudiantes que después de cenar se reunían allí.

Los estudiantes no le inspiraban ningún afecto, como no se lo inspiraba nada de lo que le rodeaba: las calles por donde pasaba, la habitación donde vivía, toda aquella vida caótica, inculta, grosera y estúpida. La gente le parecía peor que la de un país bárbaro; los bárbaros, al menos, eran audaces, y aquella gente—capaz de las violencias y las crueldades más insensatas—era pusilánime y mezquina.


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Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 114 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

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