Es más bien bajo que alto; tiene unos ojos azules muy fríos,
que, por lo punzantes, parecen oscuros (porque lo azul no pincha,
como opinarán los decadentes americanos, que todo lo ven azul);
cuando González Bribón mira sin odio (sin amor siempre mira) sus
ojos claros parecen un lago, es decir, dos… helado, helados.
Una noche salimos de un estreno de Echegaray, de aquellos que
levantan verdaderas tempestades; era en tiempos en que el burgués
de las inverosimilitudes todavía no era crítico. Salíamos riñendo,
como siempre; entusiasmados nosotros, indignados los enemigos;
entre el barullo, junto al guardarropa, tropecé con Bribón. Me fui
a él.
—¿Y usted? ¿Qué opina usted?… ¿Es usted de los nuestros, o es
usted de los indignados?…
—Soy de los indignados, porque… me han perdido el gabán.
—Pero ¿qué opina usted? —Opino eso, que me entreguen el
gabán.
Por lo visto pareció el gabán de pieles de González Bribón, y en
él se metió como buen caracol literario.
González Bribón es de su tiempo, es de su pandilla, es de su
tertulia, es de su periódico, es de su daltonismo, esto es, que
sólo cree en el color que ha escogido para verlo todo como su
cristal se lo pinta.
Se parece al río Piedra; los agravios que corren por el alma de
Bribón se petrifican como la calumnia en la abadesa de «Miel de la
Alcarria». Después, con el mármol, o «terra—cuota», de sus
rencores, Bribón hace «bibelots» artísticos, muchas veces
correctos.
Es uno de esos egoístas que no lo parecen porque son nerviosos.
Se mueve mucho, pero siempre es alrededor de sí mismo.
En Bribón el «misoneísmo» (muy acentuado) es una forma de la
autolatría
Todavía admira a Eguilaz, porque en tiempos de este, todavía era
él, Bribón, joven, revistero de moda.
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