El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las
aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de
cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de
la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a
menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y
docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son
otros y que cada cual toma por los de la víspera.
«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como
en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de
verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un
balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del
tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa
triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.
«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos
balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira
como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella
inesperada compañía en la soledad y la tristeza.
«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz
para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que
aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien
oliente.
«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número
36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a
llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre
elegante».
De repente desapareció una claridad lejana, produciendo
el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.
«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta
pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para
velar; uno que se duerme.»
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