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autor: Leopoldo Alas "Clarín" textos disponibles


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Un Grabado

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Asistía yo a la cátedra de aquel profesor de filosofía, con un profundo interés que no me inspiraban las lecciones de tantos y tantos ilustres maestros que en la misma Universidad, Babilonia científica, exponían con entusiasmo y fuego de convicción unos, de soberbia, también convencida, otros, la multitud de sistemas, la inmensa variedad de teorías modernas que se disputan hoy el imperio del pensamiento. La gran ola positivista, la ciencia de los petits faits de Taine, predominaba; por cada curso de filosofía pura, había cuatro o cinco de historia crítica de la filosofía, y veinte de psicología fisiológica con estos o los otros nombres.

El doctor Glauben explicaba metafísica, y con todo el aparato metódico de las modernísimas tendencias, empleaba el curso en preparará los discípulos para comprender que había un Padre celestial. Esta idea, que en un salón del gran mundo, o en el seno de la familia admitirían la mayor parte de los profesores y de los estudiantes, era, en una cátedra de filosofía en una de las Universidades más ilustres del país más sabio, una verdadera originalidad que hubiera costado su fama de profundo pensador y muy experto hombre científico al Doctor Glauben, si los argumentos que en pro de su atrevida afirmación rotunda exponía fuesen determinadamente los de cualquiera de las clásicas escuelas deístas, que decididamente, estaban fuera del movimiento.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 46 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Único Hijo

Leopoldo Alas "Clarín"


Novela


I

Emma Valcárcel fue una hija única mimada. A los quince años se enamoró del escribiente de su padre, abogado. El escribiente, llamado Bonifacio Reyes, pertenecía a una honrada familia, distinguida un siglo atrás, pero, hacía dos o tres generaciones, pobre y desgraciada. Bonifacio era un hombre pacífico, suave, moroso, muy sentimental, muy tierno de corazón, maniático de la música y de las historias maravillosas, buen parroquiano del gabinete de lectura de alquiler que había en el pueblo. Era guapo a lo romántico, de estatura regular, rostro ovalado pálido, de hermosa cabellera castaña, fina y con bucles, pie pequeño, buena pierna, esbelto, delgado, y vestía bien, sin afectación, su ropa humilde, no del todo mal cortada. No servía para ninguna clase de trabajo serio y constante; tenía preciosa letra, muy delicada en los perfiles, pero tardaba mucho en llenar una hoja de papel, y su ortografía era extremadamente caprichosa y fantástica; es decir, no era ortografía. Escribía con mayúscula las palabras a que él daba mucha importancia, como eran: amor, caridad, dulzura, perdón, época, otoño, erudito, suave, música, novia, apetito y otras varias. El mismo día en que al padre de Emma, don Diego Valcárcel, de noble linaje y abogado famoso, se le ocurrió despedir al pobre Reyes, porque «en suma no sabía escribir y le ponía en ridículo ante el Juzgado y la Audiencia», se le ocurrió a la niña escapar de casa con su novio. En vano Bonifacio, que se había dejado querer, no quiso dejarse robar; Emma le arrastró a la fuerza, a la fuerza del amor, y la Guardia civil, que empezaba a ser benemérita, sorprendió a los fugitivos en su primera etapa. Emma fue encerrada en un convento y el escribiente desapareció del pueblo, que era una melancólica y aburrida capital de tercer orden, sin que se supiera de él en mucho tiempo.


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Dominio público
285 págs. / 8 horas, 20 minutos / 451 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Tirso de Molina

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El siglo tan desmedrado,
¿Para qué nos resucita?
¿Momias no tiene Infinitas?
¿Qué harán las nuestras en él?

—QUEVEDO (Álbum, al Conde de San Luis.)

Nevaba sobre las blancas, heladas cumbres. Nieve en la nieve, silencio en el silencio. Moría el sol invisible, como padre que muere ausente. La belleza, el consuelo de aquellas soledades de los vericuetos pirenaicos, se desvanecía, y quedaba el horror sublime de la noche sin luz, callada, yerta, terrible imitación de la nada primitiva.

En la ceniza de los espesos nubarrones que se agrupaban en rededor de los picachos, cual si fueran a buscar nido, albergue, se hizo de repente más densa la sombra; y si ojos de ser racional hubieran asistido a la tristeza de aquel fin de crepúsculo en lo alto del puerto, hubieran vislumbrado en la cerrazón formas humanas, que parcelan caprichos de la niebla al desgarrarse en las aristas de las peñas, recortadas algunas como alas de murciélago, como el ferreruelo negro de Mefistófeles.

En vez de ir deformándose, desvaneciéndose aquellos contornos de figura humana, se fueron condensando, haciendo reales por el dibujo; y si primero parecían prerrafaélicos, llegaron a ser después dignos de Velásquez. Cuando la obscuridad, que aumentaba como ávida fermentación, volvió a borrar las líneas, ya fue inútil para el misterio, porque la realidad se impuso con una voz, vencedora de las tinieblas: misión eterna del Verbo.

—Hemos caído de pie, pero no con fortuna. Creo que hemos equivocado el planeta. Esto no es la Tierra.

—Yo os demostraré, Quevedo, con Aristóteles en la mano, que en la Tierra, y en tierra de España estamos.

—¿Ahí tenéis al Peripato y no lo decíais? Y en la mano; dádmelo a mí para calentarme los pies metiéndolos en su cabeza, olla de silogismos.

—No os burléis del filósofo maestro de maestros.


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7 págs. / 13 minutos / 249 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En el Tren

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El duque del Pergamino, marqués de Numancia, conde de Peñasarriba, consejero de ferrocarriles de vía ancha y de vía estrecha, ex ministro de Estado y de Ultramar... está que bufa y coge el cielo... raso del coche de primera con las manos; y a su juicio tiene razón que le sobra. Figúrense ustedes que él viene desde Madrid solo, tumbado cuan largo es en un reservado, con que ha tenido que contentarse, porque no hubo a su disposición, por torpeza de los empleados, ni coche—cama, ni cosa parecida. Y ahora, a lo mejor del sueño, a media noche, en mitad de Castilla, le abren la puerta de su departamento y le piden mil perdones... porque tiene que admitir la compañía de dos viajeros nada menos: una señora enlutada, cubierta con un velo espeso, y un teniente de artillería.

¡De ninguna manera! No hay cortesía que valga; el noble español es muy inglés cuando viaja y no se anda con miramientos medioevales: defiende el home de su reservado poco menos que con el sport que ha aprendido en Eton, en Inglaterra, el noble duque castellano, estudiante inglés.

¡Un consejero, un senador, un duque, un ex—ministro, consentir que entren dos desconocidos en su coche, después de haber consentido en prescindir de una berlina—cama, a que tiene derecho! ¡Imposible! ¡Allí no entra una mosca!

La dama de luto, avergonzada, confusa, procura desaparecer, buscar refugio en cualquier furgón donde pueda haber perros más finos... pero el teniente de artillería le cierra el paso ocupando la salida, y con mucha tranquilidad y finura defiende su derecho, el de ambos.

—Caballero, no niego el derecho de usted a reclamar contra los descuidos de la Compañía... pero yo, y por lo visto esta señora también, tengo billete de primera; todos los demás coches de esta clase vienen llenos; en esta estación no hay modo de aumentar el servicio... aquí hay asientos de sobra, y aquí nos metemos.


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2 págs. / 5 minutos / 255 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Dúo de la Tos

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 713 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Benedictino

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Don Abel tenía cincuenta años, don Joaquín otros cincuenta, pero muy otros: no se parecían a los de don Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de don Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de chistera y levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y era que Abel iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser, según Abel, que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era suya, y el que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta y de relativo disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar cada cual por su lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos, y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre.


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 142 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dos Sabios

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


En el balneario de Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de España muy fértil y pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se entienden, menos dos ancianos venerables, que desprecian al miserable vulgo de los bañistas y mutuamente se aborrecen.

¿Quiénes son? Poco se sabe de ellos en la casa. Es el primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la provincia, de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del Sur, o viceversa,... o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D. Pedro Pérez y el otro D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un abultadísimo paquete, que contiene multitud de cartas, periódicos, revistas, y libros muchas veces. La gente opina que son un par de sabios.

Pero ¿qué es lo que saben? Nadie lo sabe. Y lo que es ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses, pero muy fríos con todo el mundo e impenetrables. Al principio se les dejó aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo alegre desdeñó el desdén de aquellos misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva, debían de ser un par de chiflados caprichosos, exigentes en el trato doméstico y con berrinches endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crianza. Pero, a los pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los desocupados bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad de los viejos.

Con gran disimulo, porque inspiraban respeto y nadie osaría reírse de ellos en sus barbas, se les observaba, y se saboreaban y comentaban las vicisitudes de la mutua ojeriza, que se exacerbaba por las coincidencias de sus gustos y manías, que les hacían buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre ello, morena.


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9 págs. / 16 minutos / 378 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Yernocracia

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César.

Y me decía Aurelio Marco:

—Es verdad; estamos hace algún tiempo en plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres; me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma el entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan el pathos falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el hombre camina muy poco a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual, instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rarísimas excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracción fría que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del menosprecio que nos inspira.

El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de egoísta; ya por lo que en él va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo que busca la gloria, el egoísmo heroico... busca la adoración de los demás: que el mundo entero le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es deleznable... claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en aras del propio egoísmo.


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5 págs. / 9 minutos / 89 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Pipá

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

Ya nadie se acuerda de él. Y sin embargo, tuvo un papel importante en la comedia humana, aunque sólo vivió doce años sobre el haz de la tierra. A los doce años muchos hombres han sido causa de horribles guerras intestinas, y son ungidos del Señor, y revelan en sus niñerías, al decir de las crónicas, las grandezas y hazañas de que serán autores en la mayor edad. Pipá, a no ser por mí, no tendría historiador; ni por él se armaron guerras, ni fue ungido sino de la desgracia. Con sus harapos a cuestas, con sus vicios precoces sobre el alma, y con su natural ingenio por toda gracia, amén de un poco de bondad innata que tenía muy adentro, fue Pipá un gran problema que nadie resolvió, porque pasó de esta vida sin que filósofo alguno de mayor cuantía posara sobre él los ojos.

Tuvo fama; la sociedad le temió y se armó contra él de su vindicta en forma de puntapié, suministrado por grosero polizonte o evangélico presbítero o zafio sacristán. Terror de beatas, escándalo de la policía, prevaricador perpetuo de los bandos y maneras convencionales, tuvo, con todo, razón sobre todos sus enemigos, y fue inconsciente apóstol de las ideas más puras de buen gobierno, siquiera la atmósfera viciada en que respiró la vida malease superficialmente sus instintos generosos.


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43 págs. / 1 hora, 15 minutos / 424 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Avecilla

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

Don Casto Avecilla había pasado del Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos modos seguía siendo un escribiente, el más humilde empleado de la casa. Los porteros, cuyo uniforme envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el abrigo de paño, despreciábanle soberanamente. Él fingía no comprender aquel desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes, siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvieran gajes que a don Casto ni se le pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos. Cuando se le preguntaba la condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué clasificación administrativa, la tarea a que consagraba el sudor de su frente.


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Dominio público
30 págs. / 54 minutos / 83 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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