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La Regenta

Leopoldo Alas "Clarín"


Novela


Prólogo

Creo que fue Wieland quien dijo que los pensamientos de los hombres valen más que sus acciones, y las buenas novelas más que el género humano. Podrá esto no ser verdad; pero es hermoso y consolador. Ciertamente, parece que nos ennoblecemos trasladándonos de este mundo al otro, de la realidad en que somos tan malos a la ficción en que valemos más que aquí, y véase por qué, cuando un cristiano el hábito de pasar fácilmente a mejor vida, inventando personas y tejiendo sucesos a imagen de los de por acá, le cuesta no poco trabajo volver a este mundo. También digo que si grata es la tarea de fabricar género humano recreándonos en ver cuánto superan las ideales figurillas, por toscas que sean, a las vivas figuronas que a nuestro lado bullen, el regocijo es más intenso cuando visitamos los talleres ajenos, pues el andar siempre en los propios trae un desasosiego que amengua los placeres de lo que llamaremos creación, por no tener mejor nombre que darle.

Esto que digo de visitar talleres ajenos no significa precisamente una labor crítica, que si así fuera yo aborrecía tales visitas en vez de amarlas; es recrearse en las obras ajenas sabiendo cómo se hacen o cómo se intenta su ejecución; es buscar y sorprender las dificultades vencidas, los aciertos fáciles o alcanzados con poderoso esfuerzo; es buscar y satisfacer uno de los pocos placeres que hay en la vida, la admiración, a más de placer, necesidad imperiosa en toda profesión u oficio, pues el admirar entendiendo que es la respiración del arte, y el que no admira corre el peligro de morir de asfixia.


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Dominio público
1.000 págs. / 1 día, 5 horas, 10 minutos / 1.651 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Snob

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Rosario Alzueta comenzaba a cansarse del gran éxito que su hermosura estaba consiguiendo en Palmera, floreciente puerto de mar del Norte. Era lo de siempre: primero la pública admiración, después el homenaje de cien adoradores, tras esto el tributo de la envidia, la forma menos halagüeña, pero la más elocuente de la impresión que produce el mérito; y al cabo, el hastío del amor propio satisfecho, y las punzadas de la vanidad herida por rivalidades que la aprensión hace temibles. Además, el natural gasto de la emoción era de doble efecto; en la admirada y en los admiradores producía resultados de atenuación que estaban en razón directa; cuanto más se la admiraba menos placer sentía Rosario, acostumbrada a este tributo, y el público, que ya se la sabía de memoria, al fin alababa su belleza por rutina, pero sin sentir lo que antes, pues la frecuencia de aquella contemplación le había ido mermando el efecto placentero.

En la playa, en los balnearios, en los conciertos matutinos, en los paseos del muelle y de los parques, en el pabellón del Casino, baile perpetuo en el real de la feria, en las giras de la pretendida hig life palmerina y forastera, en todas partes la de Alzueta era la primera; para quien la veía por primera vez, la única. A los teatros no iba nunca; despreciaba los de Palmera; decía que se asfixiaba en ellos; prefería dejarse contemplar, sentada, a la luz eléctrica, bajo un castaño de Indias del paseo de noche.

La llamaban la Africana: era muy morena y hacía alarde de ello; nada de polvos de arroz ni de pintura. Era un bronce, pero del mejor maestro. Afectaba naturalidad. Era un jardín a la inglesa de un parvenu continental de esos jardines en que se quiere imitar a la naturaleza a fuerza de extravagancias y falta de plan y comodidades.


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6 págs. / 11 minutos / 168 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Perfecta Casada

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Don Autónomo, que celebraba sus días en Septiembre, pues en ese mes “cae” San Autónomo, y que lo diga la Leyenda de Oro; don Autónomo Parcerisa acaba de comer opíparamente rodeado de su esposa é hijos, muy satisfecho, alegres todos, felices. No había familia más dichosa en el mundo. Vivían en una mediocritas si no áurea, por lo menos de plata sobredorada, la cual les permitía en los días que repicaban en gordo tirar la casa por la ventana, en forma de símbolo, por supuesto; es decir, sin pagar una onza en el gasto extraordinario, que lo demás quedaba muy guardado en la caja de caudales, en el Banco y en las arcas de la Equitativa, donde don Autónomo se había asegurado.

Serafina era un serafín; mujer más angelical no la había: era la perfecta casada de Fray Luis, pero á la moderna, con costumbres algo menos devotas, pues si no, hoy ya no hubiera sido la perfecta casada. Nada de gazmoñería, virtud expansiva, alegre; sacrificio constante de su egoísmo al interés de su marido é hijos, pero sin que se conociera esfuerzo alguno, con divina gracia. Parecía una mujer como todas y era la mejor de todas.

No hacía valer su fidelidad (y era guapísima y muy codiciada) como un mérito: esta pretensión le hubiera parecido ya una especie de adulterio. Así como á nadie se le ocurre en una sociedad de personas distinguidas, nobles, ricas, finísimas, que uno de aquellos duques, ó generales, ó ministros, se va á llevar un candelabro de plata, por ejemplo, y nadie piensa en el robo posible, pero una posibilidad infinitesimal, por decirlo así, tampoco se le pasó jamás por las mientes á Serafina ser infiel á su Autónomo por pensamiento, de palabra ú obra.

Y como no había manera de reprenderle por nada, de reñirle, jamás le había reprendido; nunca habían reñido. Estaba íntegra la vajilla é íntegra la paz conyugal.


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3 págs. / 6 minutos / 235 visitas.

Publicado el 21 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Cambio de Luz

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


A los cuarenta años era don Jorge Arial, para los que le trataban de cerca, el hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una acerada medianía y con la paz en el trabajo y en el amor de los suyos; y además era uno de los mortales más activos y que mejor saben estirar las horas, llenándolas de sustancia, de útiles quehaceres. Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran multitud de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que veían todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían en su rostro y observando su carácter y su vida, tenía don Jorge algo que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba él, y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las cosas perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo había sabido construirse, no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma, era que ni pintado para su modo de ser.

Las grandezas que no tenía, no las ambicionaba, ni soñaba con ellas, y hasta cuando en sus escritos tenía que figurárselas para describirlas, le costaba gran esfuerzo imaginarlas y sentirlas. Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como, verbigracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era su casa, su mujer, sus hijos; tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira, como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.


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16 págs. / 28 minutos / 211 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

La Rosa de Oro

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Una vez era un Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego. Estas manos, que jamás habían intervenido en un pecado, las juntaba por hábito en cuanto se distraía, uniéndolas por las palmas, y acercándolas al pecho como santo bizantino. Como un santo bizantino en pintura, llevaba la vida este Papa esmaltada en oro, pues el mundo que le rodeaba era materia preciosa para él, por ser obra de Dios. El tiempo y el espacio parecíanle sagrados, y como eran hieráticas sus humildes actitudes y posturas, lo eran los actos suyos de cada día, movidos siempre por regla invariable de piadosa humildad, de pureza trasparente. Aborrecía el pecado por lo que tenía de mancha, de profanación de la santidad de lo creado. Sus virtudes eran pulcritud.

Cuando supo que le habían elegido para sucesor de San Pedro, se desmayó. Se desmayó en el jardín de su palacio de obispo, en una diócesis italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo hablaba de Cristo y de Virgilio.

Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de remordimiento el ver su humildad sincera elevada al honor más alto. «¿Qué habrán visto en mí? —se decía—. ¿Con qué engaño les habrá atraído mi vanidad para hacerles poner en mí los ojos?». Y sólo pensando que el verdadero pecado estaría en suponer engañados a los que le habían escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de la supremacía.

Para este Papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había de haber obscuridades.


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11 págs. / 19 minutos / 203 visitas.

Publicado el 11 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Zurita

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

—¿Cómo se llama V.? —preguntó el catedrático, que usaba anteojos de cristal ahumado y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.

Una voz que temblaba como la hoja en el árbol respondió en el fondo del aula, desde el banco más alto, cerca del techo:

—Zurita, para servir a V.

—Ese es el apellido; yo pregunto por el nombre.

Hubo un momento de silencio. La cátedra, que se aburría con los ordinarios preliminares de su tarea, vio un elemento dramático, probablemente cómico, en aquel diálogo que provocaba el profesor con un desconocido que tenía voz de niño llorón.

Zurita tardaba en contestar.

—¿No sabe V. cómo se llama? —gritó el catedrático, buscando al estudiante tímido con aquel par de agujeros negros que tenía en el rostro.

—Aquiles Zurita.

Carcajada general, prolongada con el santo propósito de molestar al paciente y alterar el orden.

—¿Aquiles ha dicho V.?

—Sí… señor —respondió la voz de arriba, con señales de arrepentimiento en el tono.

—¿Es V. el hijo de Peleo? —preguntó muy serio el profesor.

—No, señor —contestó el estudiante cuando se lo permitió la algazara que produjo la gracia del maestro. Y sonriendo, como burlándose de sí mismo, de su nombre y hasta de su señor padre, añadió con rostro de jovialidad lastimosa—: Mi padre era alcarreño.

Nuevo estrépito, carcajadas, gritos, patadas en los bancos, bolitas de papel que buscan, en gracioso giro por el espacio, las narices del hijo de Peleo.


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Dominio público
42 págs. / 1 hora, 13 minutos / 136 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Doctor Sutilis

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

Si le hubiérais conocido hace ocho años... no le conoceríais ahora.

¿Veis esa cabeza rapada á punta de tijera, aunque el diccionario entiende que sólo se puede rapar á navaja? Pues hace ocho años era enmarañada selva de ébano.

¿Veis esos insignificantes ojos á que unos lentes de cristal de roca quitan toda expresión y dan estoica serenidad, irritante audacia? Pues eran hace ocho años llamaradas de un incendio que ardía en el corazón de Pablo.

Pablo tiene veintiocho años y es agente de bolsa.

Hace ocho años tenía veinte y era soñador de oficio.

Á los veinte años Pablo era pagano, como el santo de su nombre. Mirando á las estrellas del cielo, á las olas del mar, á las hojas del bosque, á las espigas de las llanuras, lloraba de repente sin saber por qué, y era feliz en medio de penas sin nombre y sin cuento.

De cada amapola que veía en un campo de trigo se enamoraba perdidamente, y se tenía por un ingrato sin corazón, si de una sola llegaba á olvidarse. Cada vez que el sol se ponía, despedíale Pablo con lágrimas en los ojos. Cuando en sus paseos solitarios por la campiña encontraba á un pastor que le pedía fuego para encender tabaco envuelto en una hoja de maíz, Pablo entablaba conversación con él, y al alejarse para siempre de aquel desconocido sentía que “se le partía el corazón.”

Comprenderá el lector que vivir así era imposible.

Tanto más cuanto que Pablo no tenía sobre qué caerse muerto... ni vivo.

Un día, su señor tío don Pantaleón de los Pantalones tosió tres veces consecutivas delante de su sobrino Pablo, que le estaba comiendo un lado, según aseguraba el tío hiperbólicamente.

El discurso estaba á la vuelta y sobrevino, que el mal nunca se anuncia en balde.

—Pablo—dijo don Pantaleón—esto no puede seguir así.

Pablo suspiró.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 59 visitas.

Publicado el 21 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Un Grabado

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Asistía yo a la cátedra de aquel profesor de filosofía, con un profundo interés que no me inspiraban las lecciones de tantos y tantos ilustres maestros que en la misma Universidad, Babilonia científica, exponían con entusiasmo y fuego de convicción unos, de soberbia, también convencida, otros, la multitud de sistemas, la inmensa variedad de teorías modernas que se disputan hoy el imperio del pensamiento. La gran ola positivista, la ciencia de los petits faits de Taine, predominaba; por cada curso de filosofía pura, había cuatro o cinco de historia crítica de la filosofía, y veinte de psicología fisiológica con estos o los otros nombres.

El doctor Glauben explicaba metafísica, y con todo el aparato metódico de las modernísimas tendencias, empleaba el curso en preparará los discípulos para comprender que había un Padre celestial. Esta idea, que en un salón del gran mundo, o en el seno de la familia admitirían la mayor parte de los profesores y de los estudiantes, era, en una cátedra de filosofía en una de las Universidades más ilustres del país más sabio, una verdadera originalidad que hubiera costado su fama de profundo pensador y muy experto hombre científico al Doctor Glauben, si los argumentos que en pro de su atrevida afirmación rotunda exponía fuesen determinadamente los de cualquiera de las clásicas escuelas deístas, que decididamente, estaban fuera del movimiento.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 46 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.


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11 págs. / 19 minutos / 1.279 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Dúo de la Tos

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»


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7 págs. / 12 minutos / 713 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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