Salía Fernando Vidal de la Biblioteca de N…, donde había estado trabajando, según costumbre, desde las cuatro de la tarde.
Eran las nueve de la noche; acababa de obscurecer.
La Biblioteca no estaba abierta al público sino por la mañana.
Los porteros y demás dependientes vivían en la planta baja del
edificio, y Fernando, por un privilegio, disfrutaba a solas de la
Biblioteca todas las tardes y todas las noches, sin más condiciones que
estas: ir siempre sin compañía; correr, por su cuenta, con el gasto de
las luces que empleaba, y encargarse de abrir y cerrar, dejando al
marcharse las llaves en casa del conserje.
En toda N…, ciudad de muchos miles de habitantes, industriosa, rica,
llena de fábricas, no había un solo ciudadano que disputase ni envidiase
a Vidal su privilegio de la Biblioteca.
Cerró Fernando como siempre la puerta de la calle con enorme llave, y
empuñando el manojo que esta y otras varias formaban, anduvo algunos
pasos por la acera, ensimismado, buscando, sin pensar en ello, el
llamador de la puerta en la casa del conserje, que estaba a los pocos
metros, en el mismo edificio.
Pero llamó en vano. No abrían, no contestaban.
Vidal tardó en fijarse en tal silencio. Iba lleno de las ideas que
con él habían bajado a la calle dejando las frías páginas de los libros
de arriba, la eterna prisión.
«No está nadie», pensó, por fin, sin fijarse en que debía extrañar que no estuviese nadie en casa del conserje.
—¡Y qué hago yo con esto! —se dijo, sacudiendo el manojo de llaves que le daba aspecto de carcelero.
En aquel momento se fijó en otra cosa. En que la noche era obscura,
en que había faroles, tres, bien lo recordaba, a lo largo de la calle, y
no estaba ninguno encendido.
Después notó que a nadie podía parecerle ridícula su situación,
porque por la calle de la Biblioteca no pasaba un alma. Silencio
absoluto.
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