Veraneaba D. Sinibaldo Rentería en un puertecillo del mar Cantábrico, de playa hermosa, pero pérfida como la onda,
y precisamente pérfida por las ondas y las disimuladas corrientes;
peligrosa por el mal abrigo del Oeste, por donde, á veces, de pronto,
venía bonitamente la galerna con todos sus horrores, sin anunciarse, y
llegando con su furia casi á tierra, pues no había obstáculo que lo
estorbase.
Más que en estas condiciones de la playa, había reparado Rentería,
que si era gallo, no se le podía desechar por duro y viejo, en la
hermosura de una señora, compañera de fonda y casada con un caballero
que se pasaba la vida metido, no sé si en todo, pero por lo menos en los
charcos, y que amaba el peligro, aunque todavía no había perecido en
él. Aquel señor creía que no se era buen bañista si no se pasaba la
temporada hecho un anfibio, y un esquimal por lo que toca á la comida.
Todo el santo día, y madrugaba mucho, se lo pasaba descalzo de pie y
pierna, metido en el agua, entre las peñas, ó bien en la playa corriendo
sobre la arena, pero algo mar adentro como él decía. Pescaba
todo lo que podía, arrancaba de las peñas las pobres lapas, con crueldad
y constancia de hambriento, y como si no tuviera que meter en la boca
en su casa, pasaba mil afanes por chuparle el jugo al mar, en forma de
mariscos.
Este señor, una tarde se decidió á aventurarse y á pasar la mar, ó
por lo menos darse por ella un paseo de algunas millas. Era toda una
hazaña para aquellos bañistas de tierra adentro, que solían hacer personalmente del Océano, que en frente tenían, el mismo uso que del mar pintado en el foro de un escenario.
—No le aconsejaba D. Sinibaldo al Sr. Arenas, apellido del osado argonauta, que se lanzase al mar tenebroso aquel día, porque había oído él no sé qué de contraste y turbonada y otros términos alarmantes.
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