«Un león por armas
tengo,
y Benavides se
llama».
(TIRSO DE MOLINA —
La prudencia en la mujer.)
Apuesto cualquier cosa a que la mayor parte de
los lectores no saben la historia ni el nombre del león del
Congreso, el primero que se encuentra conforme se baja por la
Carrera de San Jerónimo. Pues, llamar, se llama… León,
naturalmente. Pero ¿y el apellido? ¿Cómo se apellida? Se apellida
Benavides.
Pero más vale dejarle a él la palabra, y oír
su historia tal como él mismo tuvo la amabilidad de contármela, una
noche de luna en que yo le contemplaba, encontrándole un no sé qué
particular que no tenía su compañero de la
izquierda.
«¿Qué tiene este león de interesante, de
solemne, de noble y melancólico que no tiene el otro; el cual, sin
embargo, a la observación superficial, puede parecerle lo mismo
absolutamente que este?».
Hacia la mitad de la frente estaba el
misterio; en las arrugas del entrecejo. No se sabía cómo, pero allí
había una idea que le faltaba al otro; y sólo por aquella
diferencia el uno era simbólico, grande, artístico, casi casi
religioso, y el otro vulgar, de pacotilla; el uno la patria, el
otro la patriotería. El uno estaba ungido por la idea sagrada, el
otro no. Pero ¿en qué consistía la diferencia escultórica? ¿Qué
pliegue había en la frente del uno que faltaba a la del
otro?
Y contemplaba yo el león de más arriba,
empeñado, con honda simpatía, en arrancarle su secreto. ¡Cuántas
veces en el mundo, pensaba, se ven cosas así: dos seres que parecen
iguales, vaciados en el mismo molde, y que se distinguen tanto, que
son dos mundos bien distantes! El nombre, la forma, cubren a veces
bajo apariencias de semejanza y aun de identidad, las cualidades
más diferentes, a veces los elementos más
contrarios.
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