I
Laguna es una ciudad alegre, blanca toda y metida en un cuadro de
verdura. Rodéanla anchos prados pantanosos; por Oriente le besa las
antiguas murallas un río que describe delante del pueblo una ese, como
quien hace una pirueta, y que después, en seguida, se para en un
remanso, yo creo que para pintar en un reflejo la ciudad hermosa, de
quien está enamorado. Bordan el horizonte bosques seculares de encinas y
castaños por un lado, y por otro, crestas de altísimas montañas, muy
lejanas y cubiertas de nieve. El paisaje que se contempla desde la torre
de la colegiata no tiene más defecto que el de parecer amanerado y
casi, casi, de abanico. El pueblo, por dentro, es también risueño, y
como está tan blanco, parece limpio.
De las veinte mil almas que, sin distinguir de clases, atribuye la
estadística oficial a Laguna, bien se puede decir que diecinueve mil son
alegres, como unas sonajas. No se ha visto en España pueblo más
bullanguero ni donde se muera más gente.
II
Durante mucho tiempo, tiempo inmemorial, los lagunenses o paludenses,
como se empeña en llamarlos el médico higienista y pedante don Torcuato
Resma, han venido negando, pero negando en absoluto, que su querida
ciudad fuese insalubre. Según la mayoría de la población, la gente se
moría porque no había más remedio que morirse, y porque no todos habían
de quedar para antecristos; pero lo mismo sucedía en todas partes, sólo
que “ojos que no ven, corazón que no siente”; y como allí casi todos
eran parientes más o menos lejanos, y mejor o peor avenidos..., por eso,
es decir, por eso se hablaba tanto de los difuntos y se sabía quiénes
eran, y parecían muchos.
—¡Claro! —gritaba cualquier vecino—, aquí la entrega uno, y todos le
conocemos, todos lo sentimos, y por eso se abultan tanto las cosas; en
Madrid mueren cuarenta..., y al hoyo; nadie lo sabe más que La
Correspondencia, que cobra el anuncio.
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