I
El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente
y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza,
en que reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba
miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.
—¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando
el olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!... ¡No confesará ni
a la hora de la muerte!...
Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay! del moribundo.
—¡Agua! —exclamaba el mísero filósofo.
—¡Vinagre! —contestó la vieja, sin moverse de su sitio.
—Mónica, buena Mónica —prosiguió el doctor, hablando como
pudo—, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel...,
tu conciencia te lo premie...; esto se acaba... llegó mi hora, pero
no temas...
—No, señor; pierda usted cuidado...
—No temas; la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo...
individual puede quejarse de la muerte...
Yo expiro, es verdad, nada queda de mí..., pero la especie
permanece... No es sólo eso: mi obra, el producto de mi trabajo, los
majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en
la Naturaleza, quedan también; son tuyos, ya lo sabes, pero dame
agua.
Mónica vaciló, y, ablandándose al cabo, cuanto un pedernal
puede ablandarse, acercó a los labios de su amo no se qué jarabe,
cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más
cada vez.
Mónica, gracias, y adiós; es decir, hasta luego. Queda la
especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la
especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, o mejor dicho,
nuestro hijo, porque ésta es la hora de las grandes verdades.
Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vio en la oscuridad
la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de
gallarda apostura.
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