Yo le conocí una vez que mudé de fonda, que,
como diría D. Juan Ruiz de Alarcón:
«Sólo es mudar de
dolor».
Entré en el comedor a las doce del día, y me
vi solo.
Habían almorzado ya todos los huéspedes, menos
uno, cuyo cubierto, intacto, estaba enfrente del
mío.
A las doce y cuarto entró un caballero
robusto, alto, blanco, de grandes ojos azules claros, con traje
flamante, si bien de corte mediano, pechera reluciente, bigote
engomado. Parecía un elegante de
provincia.
Me saludó con una cabezada, y con voz sonora,
rimbombante, gritó, mientras daba una palmadita
discreta:
—¡Perico, fritos!
Pedía huevos fritos, según colegí del
contexto, o sea de los huevos que aparecieron acto continuo, fritos
efectivamente.
El caballero, a quien sin más misterio llamaré
desde ahora D. Remigio, pues este era su nombre, D. Remigio
Comella, para que se sepa todo, colocó a su lado, a la derecha,
sobre el terso mantel, cinco periódicos, uno sobre otro.
Desenvolvió el primero, después de hacer igual operación con la
servilleta, que puso sobre las rodillas no sin meter una punta por
un resquicio del chaleco de piqué blanco. Paseó una mirada de
águila… del Retiro por la plana primera del papel impreso, que olía
así como a petróleo; dio la vuelta a la hoja con desdén, miró todas
las columnas de la segunda plana de arriba a abajo, y al llegar a
la tercera, respiró satisfecho; me miró a mí casi sonriendo, dobló
otra vez el periódico a su modo y se abismó en la lectura de
aquellas letras borrosas, que apestaban.
Por cada bocado de pan mojado en la yema de
huevo leía media plana. Terminó su lectura, cogió otro periódico y
volvió a las andadas. Al llegar a la plana tercera, siempre doblaba
el papel y me miraba a mí como aquel que está reventando por decir
algo. Así leyó todos los periódicos. ¡Y los huevos, fríos, sin
acabar de cumplir su misión sobre la
tierra!
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