I. La voz de Lina
Un joven vestido de riguroso luto, pero mal vestido, con la levita
demasiado corta y los pantalones demasiado estrechos y el sombrero
demasiado bajo, apoyaba medroso el dedo índice sobre el botón de un
timbre, a la puerta del cuarto de la izquierda del piso segundo, en una
casa del barrio de Salamanca.
O el timbre no sonó o dentro no le oyeron; porque la puerta
no quiso abrirse. El joven se mordió los labios. Parecía enojarle no
poco aquella pasiva oposición de la puerta. Necesitó no pequeño esfuerzo
de ánimo para decidirse a tocar el botón otra vez, y para hacerlo
esperó un intervalo inverosímil. –«Sin duda no me han oído» –necesitó
pensar para animarse a tentar de nuevo fortuna. La superstición de los
desgraciados ya le había hecho imaginar que no le abrían porque no le
habían conocido, sin verle.
El pobre Speraindeo, injusto como suelen serlo también los
desventurados, empezó a pensar mal de su tío el Sr. Soldevilla,
inquilino de aquel cuarto izquierdo. –«Tiene un corazón de hielo, ¡bien
decía mi padre!»– Así exclamó el pobre muchacho, después que sintió con
terror pasar algunos minutos sin que la puerta se moviese. Se decidió a
ser un héroe; como Moisés, sin fe, llamó por tercera vez, pero ya casi
desesperado. Se corrió entonces la tapa de la rejilla, y una voz que le
llegó al corazón estremeciéndole, le preguntó –¿Quién es?–. Speraindeo
mientras pensaba que aquella voz parecía la de su difunta madre,
contestó con otra pregunta. ¿El señor Soldevilla vive aquí?
–Sí, señor, pero... no está en casa.
–¡No está!
–No señor. Si Vd. tiene que dejar algún recado... Yo soy su hija.
–¡Rosario!...
–Servidora de Vd.... ¿Usted sería acaso...
–Yo soy su primo de Vd.. . soy... Speraindeo.
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