Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde
tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus
ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a
Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista,
con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e
izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido,
misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo
mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo,
inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y
parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él,
llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca
de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que
le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao.
Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de
respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el
césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se
contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta
cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos
que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el
alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón,
que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran
para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos,
el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado;
ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos,
decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés
estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
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