La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de
efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un
loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su
procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le
consideraran difunto.
De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que
muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino
multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos
llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente
daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que,
de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto
en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al
alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso
personaje. Este se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se
proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos
conceptos discorde con su catadura.
—Pero yo no soy loco —dijo con una notable calma, que mal velaba, no
obstante, su doloroso pesimismo—. Yo no soy loco, y estoy muerto,
efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
—Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)
—Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de
alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción
de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su
ciencia. Parece que tenía la solitaria.
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