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autor: Luigi Pirandello etiqueta: Cuento


La Casa de la Agonía

Luigi Pirandello


Cuento


Sin duda el visitante, al entrar, había dicho su nombre, pero la vieja negra renqueante que había venido a abrirle como una mona con delantal, o no había entendido o lo había olvidado. Así que desde hacía tres cuartos de hora, para toda aquella casa silenciosa él era, ya sin nombre, “un señor que espera ahí”.

“Ahí” quería decir en la sala.

En la casa, aparte de la negra, que debía de haberse encerrado en la cocina, no había nadie. El silencio era tal, que el pausado tictac de un antiguo reloj de pared, tal vez desde el comedor, se oía destacado en el resto de las habitaciones como el latido del corazón de la casa; y parecía que los muebles de cada una de las habitaciones, incluidas las más alejadas, gastados pero bien cuidados, un poco ridículos por su estilo ya pasado de moda, estuvieran también escuchándolo, bien seguros de que en aquella casa nunca sucedería nada y ellos, por lo tanto, seguirían siempre así, inútiles, admirándose o compadeciéndose mutuamente, o mejor incluso dormitando.

Los muebles tienen también su alma, sobre todo los viejos, un alma que les viene de los recuerdos de la casa donde han pasado tanto tiempo. Para darse cuenta, es suficiente poner entre ellos un mueble nuevo.

Un mueble nuevo está todavía sin alma, pero ya, por el solo hecho de haber sido elegido y comprado, con el deseo imperioso de tenerla.

En cuanto llega, se ve que los muebles viejos lo miran mal: lo consideran un intruso pretencioso que aún no sabe nada y nada puede decir, pero entretanto se hace quién sabe qué ilusiones. Ellos, los muebles viejos, ya no se hacen ninguna, y eso los entristece: saben que con el tiempo los recuerdos empiezan a debilitarse y, con ellos, también su alma poco a poco se debilitará. Y se quedan así, descoloridos si son de tela, oscurecidos si de madera, también ellos silenciosos.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Hilo de Aire

Luigi Pirandello


Cuento


Brillo de ojos, de pelo rubio, de bracitos, de piernitas desnudas, arranque de risa que, refrenado en la garganta, se expresa en risitas breves y agudas: aquella pequeña furia de Tittì entró, se acercó al balcón de la habitación para abrirlo.

Apenas pudo girar la manija: un rebudio áspero, ronco, como de fiera sorprendida en el hielo, la detuvo de pronto, hizo que se volviera, aterrada, para mirar en la habitación.

Oscuridad.

Los postigos del balcón se habían quedado entreabiertos.

Aún deslumbrada por la luz de la cual llegaba, no vio; sintió espantosamente en aquella oscuridad la presencia de su abuelo en el sillón: enorme estorbo envuelto en almohadas, en chales grises a cuadros, en mantas ásperas y peludas; hedor de vejez túmida y deshecha, en la inercia de la parálisis.

Pero no era aquella presencia la que la aterraba. La aterraba el hecho de que hubiera podido olvidar por un momento que allí, en la oscuridad de los postigos siempre cerrados, estaba el abuelo, y que había podido transgredir, sin considerarlo, la orden severísima de sus padres, expresada mucho tiempo atrás y que todos observaban siempre, es decir: no entrar en aquella habitación sin llamar a la puerta y una vez pedida licencia (¿cómo se dice?), «¿Me permites, abuelito?», así, y luego entrar muy despacio, de puntillas, sin provocar el mínimo ruido.
Aquel impulso inicial de risa murió enseguida en un jadeo, listo para transformarse en sollozos.

Entonces la niña, temblando y de puntillas, sin suponer que el viejo, acostumbrado a aquella penumbra oscura, la viera, creyéndose no vista, se acercó a la puerta. Estaba a punto de superarla, cuando el abuelo la llamó con un «¡Aquí!» imperioso y duro.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Tren Ha Silbado

Luigi Pirandello


Cuento


Desvariaba. Los médicos habían dicho que se trataba de un principio de fiebre cerebral; y todos los compañeros de trabajo, que volvían de dos en dos del manicomio donde habían ido a visitarlo, lo repetían.

Al decírselo a los compañeros que llegaban tarde y a los que se encontraban por la calle, parecían experimentar un placer peculiar, utilizando los términos científicos que acababan de aprender de los médicos:

—Frenesí. Frenesí.

—Encefalitis.

—Inflamación de la membrana cerebral.

—Fiebre cerebral.

Y querían parecer preocupados; pero en el fondo estaban tan contentos, saliendo tan saludables de aquel triste manicomio, hacia el azul alegre de la mañana invernal, tras cumplir su deber con la visita.

—¿Se va a morir? ¿Se va a volver loco?

—¡Quién sabe!

—Morir, parece que no…

—Pero, ¿qué dice? ¿Qué dice?

—Siempre lo mismo. Desvaría.

—¡Pobre Belluca!

Y a nadie se le ocurría que, por las muy especiales condiciones de vida que aquel infeliz sufría desde hacía tantos años, su caso podía incluso ser muy normal, y que todo lo que Belluca decía —y que a todos les parecía un delirio, un síntoma del frenesí— podía ser la explicación más sencilla de aquel caso suyo tan natural.

La noche anterior Belluca se había rebelado violentamente contra su jefe y, frente a los ásperos reproches de este, casi se le había lanzado encima, ofreciendo un firme argumento a la suposición de que se tratara de una verdadera alienación mental.

Porque hombre más manso y sumiso, más metódico y paciente que Belluca, no se podría imaginar.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.