Allá, bajo los altos árboles del Panteón Francés, duerme, la
pobrecita de cabellos rubios á quien yo quise durante una semana...
¡todo un siglo!... y se casó con otro.
Muchas veces, cuando, cansado y aburrido del bullicio, escojo para
mis paseos vespertinos las calles pintorescas del Panteón, encuentro la
delicada urna de mármol en que reposa la que nunca volverá. Ayer me
sorprendió la noche en esos sitios. Comenzaba á llover, y un aire helado
movía las flores del camposanto. Buscando á toda prisa la salida, di
con la tumba de la muertecita. Detúveme un instante, y al mirar las
losas humedecidas por la lluvia, dije, con profundísima tristeza:
—¡Pobrecita! ¡Qué frío tendrá en el mármol de su lecho!
Rosa-Thé era, en efecto, tan friolenta como una criolla de la Habana.
¡Cuántas veces me apresuré á echar sobre sus hombros blancos y
desnudos, á la salida de algún baile, la capota de pieles! ¡Cuántas
veces la vi en un rincón del canapé, escondiendo los brazos, entumecida,
bajar los pliegues de un abrigo de lana! ¡Y ahora, allí está, bajo la
lápida de mármol que la lluvia moja sin cesar! ¡Pobrecita!
Cuando Rosa-Thé se casó, creyeron sus padres que iba á ser muy
dichosa. Yo nunca lo creí; pero reservaba mis opiniones, temeroso de que
lo achacaran al despecho. La verdad es que cuando Rosa-Thé se casó, yo
había dejado de quererla, por lo menos con la viveza de los primeros
días. Sin embargo, nunca nos hace mucha gracia el casamiento de una
antigua novia. Es como si nos sacaran una muela.
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