La Mañana de San Juan
Manuel Gutiérrez Nájera
Cuento
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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autor: Manuel Gutiérrez Nájera etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 12-12-2020
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Pocas veces concurro al Circo. Todo espectáculo en que miro la abyección humana, ya sea moral o física, me repugna grandemente. Algunas noches hace, sin embargo, entré a la tienda alzada en la plazoleta del Seminario. Un saltimbanco se dislocaba haciendo contorsiones grotescas, explotando su fealdad, su desvergüenza y su idiotismo, como esos limosneros que, para estimular la esperada largueza de los transeúntes, enseñan sus llagas y explotan su podredumbre. Una mujer –casi desnuda– se retorcía como una víbora en el aire. Tres o cuatro gimnastas de hercúlea musculación se arrojaban grandes pesos, bolas de bronce y barras de hierro. ¡Cuánta degradación! ¡Cuánta miseria! Aquellos hombres habían renunciado a lo más noble que nos ha otorgado Dios: al pensamiento. Con la sonrisa del cretino ven al público que patalea, que aúlla y que los estimula con sus voces. Son su bestia, su cosa. Alguna noche, en medio de ese redondel enarenado, a la luz de las lámparas de gas y entre los sones de una mala murga, caerán desde el trapecio vacilante, oirán el grito de terror supremo que lanzan los espectadores en el paroxismo del deleite, y morirán bañados en su propia sangre, sin lágrimas, sin piedad, sin oraciones.
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Hoy que está en moda levantar la tapa de los ataúdes, abrir o romper las puertas de las casas ajenas, meter la mano en el bolsillo de un secreto, como el ratero en el bolsillo del reloj, ser confesor laico de todo el mundo y violar el sigilo de la confesión, tomar públicamente y como honra la profesión de espía y de delator, leer las cartas que no van dirigidas a uno, y no sólo leerlas, sino publicarlas, ser, en suma, repórter indiscreto, nadie tomará a mal que yo publique, callando el nombre del signatario por un exceso candoroso de pudor, por arcaísmo, la carta de un suicida, que en nada se pareció a los desgraciados de quienes la prensa ha hablado últimamente.
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran, temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los nomeolvides de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y, tras una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic-tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los caballos del hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio, trasciende a piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias caballerizas y las hermosas hojas de los plátanos, erguidos en tibores japoneses; arriba, un cielo azul de raso nuevo, mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo, como almas de cristal por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de cabellos blancos que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones, como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador.
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Es imposible separar los ojos de esa larga pista, en donde los caballos de carrera compiten, maravillándonos con sus proezas. Yo sé de muchas damas que han reñido con sus novios, porque éstos, en vez de verlas preferentemente y admirarlas, fijaban su atención en los ardides de los jockeys y en la traza de los caballos. Y sé, en cambio, cíe otro amigo mío, que absorto en la contemplación de unas medias azules, perfectamente estiradas, perdió su apuesta por no haber observado, como debía haberlo hecho desde antes, las condiciones en que iba a verificarse la carrera. Pero esta manía hípica no cunde nada más entre los dueños de caballos y los apostadores, ávidos de lucro; se extiende hasta las damas, que también siguen, a favor del anteojo, los episodios y las peripecias de la justa; y que apuestan como nosotros apostamos y emplean en su conversación los agrios vocablos del idioma hípico, erizado de puntas y consonantes agudísimas. Los galanes y los cortejos van a apostar con las señoras, y ofrecen una caja de guantes o un estuche de perfumes, en cambio de la pálida camelia que se marchita en los cabellos de la dama o del coqueto alfiler de oro que detiene los rizos en la nuca. El breve guante de cabritilla paja que aprisiona una mano marfilina bien vale todos los jarrones de Sévres de tiene Hildebrand en sus lujosos almacenes y todas las delicadas miniaturas que traza el pincel Daudet de Casarín. Yo tengo en el cofre azul de mis recuerdos uno de esos guantes. ¿De quién era? Recuerdo que durante muchos días fue conmigo, guardado en la cartera, y durmió bajo mi almohada por las noches. ¿De quién era? ¡Pobre guante! Ya le faltan dos botones y tiene un pequeñito desgarrón en el dedo meñique. Huele a rubia.
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Lo van ustedes a dudar; pero en Dios y en mi ánima protesto que hablo muy de veras, formalmente. Y después de todo, ¿por qué no han de creer Uds. que yo vivo alegre, muy alegre en el invierno? Veo cómo caen una por una las hojas, ya amarillas, de los árboles; escucho su monótono chasquido al cruzar en mis paseos vespertinos alguna avenida silenciosa; azota mi rostro el soplo de diciembre, como la hoja delgada y penetrante de un puñal de Toledo, y lejos de abrigarme en el fondo de un carruaje, lejos de renunciar a aquellas vespertinas correrías, digo para mis adentros: ¡Ave, invierno! ¡Bendito tú que llegas con el azul profundo de tu cielo y la calma y silencio de tus noches! ¡Bendito tú que traes las largas y sabrosas pláticas con que entretiene las veladas del hogar el buen anciano, mientras las castañas saltan en la lumbre y las heladas ráfagas azotan los árboles altísimos del parque!
¡Ave, invierno! Yo no tengo parque en que pueda susurrar el viento, ni paso las veladas junto al fuego amoroso del hogar; pero yo te saludo, y me deleito pensando en esas fiestas de familia, cuando recorro las calles y las plazas, diciendo, como el buen Campoamor, al ver por los resquicios de las puertas el hogar chispeante de un amigo:
Los que duermen allí no tienen frío.
¡El frío! Denme ustedes algo más imaginario que este tan
decantado personaje. Yo sólo creo en el frío cuando veo cruzar por
calles y plazuelas a esos infelices que, sin más abrigo que su humilde
saco de verano, cubierta la cabeza por un hongo vergonzante, tiritando, y
a un paso ya de helarse, parecen ir diciendo como el filósofo Bias:
Omnia mecum porto.
¡Pobrecillos! ¡No tener un abrigo en el invierno equivale a no tener una creencia en la vejez!
Siempre he creído que el fuego es lo que menos calienta en la estación del hielo. Prueba al canto.
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Cuando la tarde se oscurece y los paraguas se abren, como redondas alas de murciélago, lo mejor que el desocupado puede hacer es subir al primer tranvía que encuentre al paso y recorrer las calles, como el anciano Víctor Hugo las recorría, sentado en la imperial de un ómnibus. El movimiento disipa un tanto cuanto la tristeza, y, para el observador, nada hay más peregrino ni más curioso que la serie de cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía. A cada paso el vagón se detiene, y abriéndose camino entre los pasajeros que se amontonan y se apiñan, pasa un paraguas chorreando a Dios dar, y detrás del paraguas la figura ridícula de algún asendereado cobrador, calado hasta los huesos. Los pasajeros ondulan y se dividen en dos grupos compactos, para dejar paso expedito al recién llegado.
Así se dividieron las aguas del Mar Rojo para que los israelitas lo atravesaran a pie enjuto. El paraguas escurre sobre el entarimado del vagón que, a poco, se convierte en un lago navegable. El cobrador sacude su sombrero y un benéfico rocío baña la cara de los circunstantes, como si hubiera atravesado por en medio del vagón un sacerdote repartiendo bendiciones e hisopazos. Algunos caballeros estornudan. Las señoras de alguna edad levantan su enagua hasta una altura vertiginosa, para que el fango de aquel pantano portátil no las manche. En la calle, la lluvia cae conforme a las eternas reglas del sistema antiguo: de arriba para abajo. Mas en el vagón hay lluvia ascendente y lluvia descendente. Se está, con toda verdad, entre dos aguas.
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
(EL ALQUILER DE UNA CASA)
PERSONAJES
EL PROPIETARIO: hombre gordo, de buen color, bajo de cuerpo y algo retozón de carácter.
EL INQUILINO: joven flaco, muy capaz de hacer versos.
LA SEÑORA: matrona en buenas carnes, aunque un poquito triquinosa.
Siete u ocho niños, personajes mudos.
ACTO ÚNICO
EL PROPIETARIO: ¿Es usted, caballero, quien desea arrendar el piso alto de la casa?
EL ASPIRANTE A LOCATARIO: Un servidor de usted.
–¡Ah! ¡Ah! ¡Pancracia! ¡Niños! Aquí está ya el señor que va a tomar la casa. (La familia se agrupa en torno del extranjero y lo examina, dando señales de curiosidad, mezclada con una brizna de conmiseración.) Ahora, hijos míos, ya le habéis visto bien; dejadme, pues, interrogarlo a solas.
–¿Interrogarme?
–Decid al portero que cierre bien la puerta y que no deje entrar a nadie. Caballero, tome usted asiento.
–Yo no quisiera molestar…, si está usted ocupado…
–De ninguna manera, de ninguna manera; tome usted asiento.
–Puedo volver…
–De ningún modo. Es cuestión de brevísimos momentos. (Mirándole.) La cara no es tan mala…, buenos ojos, voz bien timbrada…
–Me había dicho el portero…
–¡Perdón! ¡Perdón! ¡Vamos por partes! ¿Cómo se llama usted?
–Carlos Saldaña.
–¿De Saldaña?
–No, no señor, Saldaña a secas.
–¡Malo, malo! El de habría dado alguna distinción al apellido. Si arrienda usted mi casa, es necesario que agregue esa partícula a su nombre.
–¡Pero, señor!
–Nada, nada: eso se hace todos los días y en todas partes; usted no querrá negarme ese servicio. Eso da crédito a una casa… Continuemos.
–Tengo treinta años, soy soltero.
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Calle abajo, calle abajo por uno de esos barrios que los carruajes atraviesan rumbo a Peralvillo, hay una casa pobre, sin cortinas de sol en los balcones ni visillos de encaje en las vidrieras, deslavazada y carcomida por las aguas llovedizas, que despintaron sus paredes blancas, torcieron con su peso los canales, y hasta llenaron de hongos y de moho la cornisa granujienta de las ventanas. Yo, que transito poco o nada por aquellos barrios, fijaba la mirada con curiosidad en cada uno de los accidentes y detalles. El carruaje en que iba caminaba poco a poco, y, conforme avanzábamos, me iba entristeciendo gravemente. Siempre que salgo rumbo a Peralvillo me parece que voy a que me entierren. Distraído, fijé los ojos en el balcón de la casita que he pintado. Una palma bendita se cruzaba entre los barrotes del barandal y, haciendo oficios de cortina, trepaba por el muro y se retorcía en la varilla de hierro una modesta enredadera cuajada de hojas verdes y de azules campanillas. Abajo, en un tiesto de porcelana, erguía la cabecita verde, redonda y bien peinada, el albahaca. Todo aquello respiraba pobreza, peno pobreza limpia; todo parecía arreglado primorosamente por manos sin guante, pero lavadas con jabón de almendra. Yo tendí la mirada al interior, y cerca del balcón, sentada en una gran silla de ruedas, entre dos almohadones blancos, puestos los breves pies en un pequeño taburete, estaba una mujer, casi una niña, flaca, pálida, de cutis transparente como las hojas delgadas de la porcelana china, de ojos negros, profundamente negros, circuidos por las tristes violetas del insomnio. Bastaba verla para comprenderlo: estaba tísica.
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
(CARTA ATRASADA)
Para edificación de los gomosos entusiastas que reciben
con laureles y con palmas a las coristas importadas por Mauricio Grau,
copio una carta que pertenece a mi archivo secreto y que –si la memoria
no me es infiel– recibí, pronto hará un año, en el día mismo en que la troupe francesa desertó de nuestro teatro.
La carta dice así:
Mon petit Cocbon bleu.
Con el pie en el estribo del vagón y lo mejor de mi belleza en mi maleta, escribo algunas líneas a la luz amarillenta de una vela, hecha a propósito por algún desastrado comerciante para desacreditar la fábrica de la Estrella. Mi compañera ronca en su catre de villano hierro, y yo, sentada en un cajón, a donde va a sumergirse muy en breve el único resto de mi guardarropa, me entretengo en trazar garabatos y renglones como ustedes los periodistas, hombres que, a falta de champaña y Borgoña, beben a grandes sorbos ese líquido espeso y tenebroso que se llama tinta. Acaba de terminar el espectáculo, y tengo una gran parte de la noche a mi disposición. Yo, acostumbrada a derrochar el capital ajeno, despilfarro las noches y los días, que tampoco me pertenecen: son del tiempo.
Si hubiera tenido la fortuna de M. Perret, mi compañero; si la suerte, esa loca, más loca que nosotras me hubiera remitido en forma de billete de la lotería dos mil pesos, ¡diez mil francos!, no hubiera tomado la pluma para escribir mis confesiones. Los hombres escriben cuando no tienen dinero; y las mujeres cuando quieren pedir algo.
A falta, pues, de otro entretenimiento, hablemos de mi vida. Voy a satisfacer la curiosidad de usted, por no mirarle más tiempo de puntillas, asomándose a la ventana de mi vida íntima. La mujer que, como yo, tiene el cinismo de presentarse en el tablado con el traje económico del Paraíso, puede perfectamente escribir sin escrúpulos su biografía.
Dominio público
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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.