Para vivir ahora en México, como para leer una novela de Zola, se
necesita irremisiblemente llevar cubiertas las narices. Las primeras
lluvias han convertido la ciudad en un mar fétido donde se hospedan las
amarillas tercianas y el rapado tifo. ¡Quién estuviera en París! Cuando
los primeros chaparrones descargan sobre la ciudad privilegiada, dice
Banville, y cuando las primeras brumas, a la vez trasparentes y espesas,
rodean su atmósfera, París es abominable y delicioso.
Un barro negro, inmóvil y estancado como las ondas de un lago infernal, extiende su mantel hediondo adonde travesean los pobres fiacres,
manchados de pegajoso lodo y semejantes a la piel de tigre, los pesados
tranvías y los pedestres caminantes que caen, tropiezan y chapalean en
el agua con la actitud grotesca de los saltimbanquis. Toda la población
parece una gran caricatura de Daumier o Gavarni. La ciudad, envuelta por
un velo húmedo, como Ámsterdam o Venecia, toma el aspecto de una
aguafuerte con sus feroces sombras y sus chorros de luz pálida, sus
contornos confusos y sus droláticas figuras, adrede hechas para
expresar el pensamiento extravagante de un artista loco. Los monumentos,
desnaturalizados y deformes, distintos absolutamente merced a la bruma
que los transfigura, erizan sus agujas, sus torres y sus cúpulas, como
castillos de hechiceros, construcciones indias o castillos góticos.
París, trasijado por el capricho de las nubes, se convierte en una
enorme decoración maravillosa que hechiza la mirada, pero el mantel de
lodo que extiende a las plantas del transeúnte es espantoso.
Leer / Descargar texto 'Stora'