Dos jóvenes románticos
Era una tarde nublada; el sol se había ocultado
entre las nubes, y se reflejaba en las aguas del Sena un cielo opaco y
triste: un joven de dieciséis a veinte años estaba en pie en un puente
con los ojos fijos en el río; en sus siniestras miradas se advertía que
luchaba con una grande agitación, y padecía su alma violentos combates.
Una mano que le tocó al hombro suavemente le arrancó de su meditación.
—Amadeo, ¿qué te ha sucedido? ¿En qué piensas?
—Pienso, Eduardo, en este momento remover con mi cuerpo las aguas tranquilas del Sena.
—Loco, ¿tú te chanceas? No serías capaz de hacerlo.
—¿Que no sería? ¡Oh!, si tú quieres presenciarlo, no gustaré morir dejando la fama de embustero o charlatán.
Y al decir esto hizo un hincapié para precipitarse en el río; pero
su compañero logró asirlo de un faldón de su huácaro; el cuerpo de
Amadeo estaba balanceándose, y su compañero hacía esfuerzos prodigiosos
para sostenerlo, gritó, acudió gente y lograron poner en salvo al
desventurado que estaba tan peleado con la vida.
Amadeo quedó sin sentido, respiraba apenas, y aunque se había
resuelto al parecer con tanta frialdad, a perder la vida, se conocía en
esto claramente el esfuerzo que hace el hombre sobre sí mismo al
privarse de la existencia. Eduardo lo condujo a su casa, donde le
suministró todos los auxilios necesarios para que recobrara el uso de
los sentidos.
—Parece que te vas recuperando un poco, Amadeo —le dijo su amigo cuando lo vio entreabrir los ojos.
—Sí, algún tanto, Eduardo, gracias, gracias, es algo salada la
maldita agua del Sena, y aún tengo el estómago lleno… Dios me ampare,
qué agonía tan horrible se siente cuando uno se está ahogando: por
cierto escogeré mañana otro género de muerte más violenta.
—Duerme, y descansa, Amadeo; cuando despiertes encontrarás tu estómago más vacío.
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