CAPÍTULO I
Vida en común com Albertina
Muy de mañana, mirando todavía a la pared y sin haber visto aún el
matiz de la raya del día sobre las grandes cortinas de la ventana, sabía
ya qué tiempo hacía. Me lo decían los primeros ruidos de la calle,
según llegaran amortiguados y desviados por la humedad o vibrantes como
flechas en el aire resonante y vacío de una mañana espaciosa, glacial y
pura; en el paso del primer tranvía notaba yo si rodaba aterido en la
lluvia o iba camino del azur. Y acaso a estos ruidos se había anticipado
alguna emanación más rápida y más penetrante que, filtrándose en mi
sueño, le infundía una tristeza que presagiaba la nieve o bien hacía
entonar en él a cierto pequeño personaje intermitente tan numerosos
cánticos a la gloria del sol, que acababan por provocar en mí, dormido
aún, con un asomo de sonrisa y dispuestos los párpados cerrados a
dejarse deslumbrar, un estrepitoso despertar en música. En aquella
época, yo percibía la vida exterior sobre todo desde mi cuarto. Sé que
Bloch contó que, cuando iba a verme por la noche, oía un rumor de
conversación. Como mi madre estaba en Combray y él no encontraba nunca a
nadie en mi habitación, dedujo que hablaba solo. Cuando, mucho más
tarde, supo que Albertina vivía entonces conmigo y comprendió que la
escondía de todo el mundo, dijo que por fin veía la razón de que, en
aquella época de mi vida, nunca quisiera salir. Se equivocaba. Pero era
muy disculpable, pues la realidad, aunque sea necesaria, no es
completamente previsible; los que se enteran de algún detalle exacto
sobre la vida de otro sacan en seguida consecuencias que no lo son y ven
en el hecho recién descubierto la explicación de cosas que precisamente
no tienen ninguna relación con él.
Información texto 'La Prisionera'