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autor: Marcel Schwob editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos no disponibles


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Corazón Doble

Marcel Schwob


Cuento


PREFACIO

1

La vida humana as interesante en primer lugar per sí misma; pero si el artista no quiere representar una abstracción, tiene que ubicarla en el medio que le corresponde. Todo organismo consciente posee profundas raíces personales; pero la sociedad ha desarrollado en él tantas funciones heterogéneas que sería imposible cortar esos miles de conductos por los cuales se nutre sin provocar su muerte. En el individuo existe un instinto egoísta de conservación; también la necesidad de los otros seres, entre los que se mueve.

El corazón del hombre es doble; el egoísmo es en él la contrapartida de la caridad; el individuo es la contrapartida de las masas; para su conservación, el ser cuenta con el sacrificio de los demás; los polos del corazón se hallan en el fondo del yo y en el fondo de la humanidad.

Así el alma va de un extremo al otro de la expansión de su propia vida a la de la vida de todos. Pero hay un camino que recorrer para llegar a la piedad, y este libro se propone marcar sus etapas.

El egoísmo vital experimenta temores personales: es el sentimiento que llamamos TERROR. El día en que el individuo llega a concebir en los otros seres los mismos temores que le atormentan, interpreta exactamente sus relaciones con la sociedad.

Pero la marcha del alma por el camino que lleva del error a la piedad, es lenta y difícil.


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195 págs. / 5 horas, 42 minutos / 193 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Crates: Cínico

Marcel Schwob


Cuento


Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y además conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que fue a ver una tragedia de Eurípides se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido de harapos y con una cesta en la mano.

Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que distribuiría los doscientos talentos de su herencia a quien los quisiera, y que en adelante le bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos se echaron a reír y se agolparon frente a su casa. Sin embargo, Crates se reía más que ellos. Arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela, unas alforjas y se fue. Llegó a Atenas y anduvo al azar por las calles, y a ratos descansaba apoyado en las murallas, entre los excrementos. Practicó todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates opinaba que el hombre no es un caracol ni un paguro. Se quedó completamente desnudo entre las basuras y recogía cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar sus alforjas. Decía que sus alforjas eran una ciudad vasta y opulenta donde no había parásitos ni cortesanas, y que producía en cantidades suficientes, tomillo, ajo, higos y pan, que satisfacían a su rey. Así Crates llevaba su patria a cuestas, que lo alimentaba.

No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse, y tampoco le daba por insultar a los reyes.


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3 págs. / 6 minutos / 62 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Diálogos de Utopía

Marcel Schwob


Cuento


Cyprien d’Anarque tenía unos cuarenta años. Se habría enfadado si alguien se lo hubiera recordado. Pretendía no depender en absoluto de su edad más que de otra cosa en el mundo. Patilargo, seco y de piel curtida, tenía la mirada ruda y un rostro aquilino, en el que la sonrisa frecuente estaba marcada por dos huecos en las comisuras de los labios. Gran lector de teorías e impaciente ante cualquier contradicción, tenía la religión especial de aquellos que creen en lo que dicen en el momento en el que hablan, esa religión que no tiene más que un fiel, con el que se basta. La fe de Cyprien se había vuelto enfermiza. Sentía hacia su propio yo una adoración tan pura que hubiera sentido náuseas de mancillarlo con el contacto con otro yo; me refiero con un sentimiento, una voluntad, una idea, una palabra que no fuera exclusivamente cipriánica. Lejos de pretender parecerse a los grandes hombres en ciertos detalles familiares (pasión bastante común), descartaba cualquier parecido con horror. Se había enemistado con toda la parentela d’Anarque para evitar los aires de familia. No podía soportar que le encontraran similitud alguna a cualquier ser humano.


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6 págs. / 11 minutos / 130 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Capitán Kidd: Pirata

Marcel Schwob


Cuento


No hay acuerdo acerca de por qué razón se le puso a este pirata el nombre del cabrito (Kidd). El acta por la cual Guillermo III, rey de Inglaterra, lo invistió del mando de la galera La Aventura, en 1695, comienza por estas palabras: “A nuestro leal y bienamado Capitán William Kidd, comandante, etc. Salve”. Pero es seguro que ya entonces era un nombre de guerra. Unos dicen que acostumbraba, elegante y refinado como era, calzar siempre, tanto en combate como en maniobra, delicados guantes de cabritilla con vueltas de encaje de Flandes; otros aseguran que durante sus peores matanzas exclamaba: “Yo que soy suave y bueno como un cabrito recién nacido”; otros aun, pretenden que metía el oro y las alhajas en sacos muy flexibles, hechos de cuero de cabra joven, y que se le ocurrió usarlos el día que saqueó un navío cargado de azogue con el cual llenó mil bolsones de cuero que todavía están enterrados en el flanco de una pequeña colina en las islas Barbados. Basta con saber que su pabellón de seda negra llevaba bordados una cabeza de muerto y una cabeza de cabrito, lo mismo que llevaba grabado en su sello. Los que buscan los muchos tesoros que ocultó en las costas de los continentes de Asia y de América, llevan delante de ellos un pequeño cabrito negro que debe gemir en el lugar donde el capitán enterró su botín; pero ninguno ha logrado nada. El mismo Barbanegra, quien había sido aleccionado por un antiguo marinero de Kidd, Gabriel Loff, sólo encontró en las dunas sobre las cuales se levanta hoy Fort Providence, gotas dispersas de azogue que rezumaban de la arena. Y todas sus excavaciones son inútiles, porque el capitán Kidd declaró que sus escondites serían eternamente ignorados debido al “hombre del balde sangriento”. Kidd, en efecto, fue acosado por ese hombre durante toda su vida, y los tesoros de Kidd son acosados y defendidos por aquél desde que éste murió.


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3 págs. / 6 minutos / 84 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Origen

Marcel Schwob


Cuento


16 de julio de 189…

Una larga raya de color tiza caía desde una rendija del postigo haciendo brillar la llave que estaba mirando. El pequeño sello de cera roja aún colgaba de ella. Acababa de abrir el sobre, remitido por el notario, que contenía dicha llave desde hacía muchos años. En primer lugar examiné el acta de defunción; todo parecía correcto, estaba en francés y en inglés, fechado y localizado en una isla de Oceanía. Esto tampoco me sorprendía. Nunca había conocido a mis padres. El notario fue mi tutor y a través de él se pagó anualmente el internado donde crecí. La carta me comunicaba que esta llave abría un cofrecito de madera oriental que contenía mis papeles familiares.

Me costó un poco encontrarlo. No recordaba haber estado nunca en este apartamento, y cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo y de moho. La cerradura del cofre era de plata y hierro y la raya luminosa filtrada por la ventana también la hacía brillar. En cuanto lo abrí, me cayó en las manos una carraca de madera con un anillo de paja trenzada. Mis dedos palparon frasquitos de perfumes ardientes casi evaporados. En el fondo había un paquete de papeles: mi herencia.

Se trataba de hojas timbradas en consulados de islas del Pacífico, así que pronto tuve la certeza de que descendía de una saga de marinos. Llevaban nombres y permisos de entrada, así como visados de salida de recintos especiales, como prisiones u hospitales. Los nombres no son importantes, pues se trataba simplemente de mi abuelo, mi bisabuelo y mi tatarabuelo. Cada acta llevaba consignada la fecha y el lugar de fallecimiento. Mi tatarabuelo murió en 1785, mi bisabuelo en 1811 y mi abuelo en 1849. Pero había un detalle que me chocaba: las tres actas de defunción estaban expedidas en Polinesia y habían sido redactadas en la costa septentrional de las islas.


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3 págs. / 5 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Rey de la Máscara de Oro

Marcel Schwob


Cuento


El Rey De La Mascara De Oro

A Anatole France

El rey enmascarado de oro se alzó del negro trono en el que estaba sentado desde hacía horas y preguntó la causa del tumulto. Los guardias de las puertas habían cruzado las picas y se oía entrechocar el hierro. Alrededor del brasero de bronce también se alzaron los cincuenta sacerdotes situados a la derecha y los cincuenta bufones situados a la izquierda, y las mujeres agitaban las manos en semicírculo ante el rey. La llama rosa y púrpura que relumbraba en la alambrera de bronce del brasero hacía brillar las máscaras de los rostros. Imitando al descarnado rey, mujeres, bufones y sacerdotes llevaban inmutables caras de plata, cobre, madera y tela. Las máscaras de los bufones se abrían de risa mientras que las máscaras de los sacerdotes se obscurecían de preocupación. Cincuenta rostros sonrientes florecían a la izquierda y cincuenta rostros tristes fruncían al ceño a la derecha. No obstante, los claros tejidos que cubrían la cara de las mujeres imitaban rostros eternamente graciosos y animados por una sonrisa artificial. Pero la máscara de oro del rey era majestuosa, noble y verdaderamente real.

Ahora bien, el rey se mantenía silencioso y a causa de ese silencio se parecía a la raza de reyes de la cual era el último. En otro tiempo la ciudad estuvo gobernada por príncipes que llevaban la faz descubierta, pero largo tiempo atrás había surgido una amplia horda de reyes enmascarados. Ningún hombre había visto la cara de los reyes e incluso los sacerdotes ignoraban la razón. Pero en tiempos remotos se dio la orden de cubrir los rostros de todos los que acudían a la residencia real y aquella familia de reyes sólo conocía las máscaras de los hombres.

Mientras se estremecían los hierros de los guardias de la puerta y retumbaban sus sonoras armas, el rey preguntó con voz grave:


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104 págs. / 3 horas, 2 minutos / 356 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Zueco

Marcel Schwob


Cuento


El bosque del Gâvre está cruzado por doce grandes senderos. La víspera de Todos los Santos, el sol rayaba aún las hojas verdes con una barra sangre y oro, cuando una niña vagabunda apareció por la ruta principal del este. Llevaba un pañuelo rojo a la cabeza atado bajo el mentón, una camisa de paño gris con botones de cobre, una falda deshilachada, un par de pequeñas pantorrillas doradas, redondas como bolillos, que se introducían en zuecos guarnecidos de hierro. Cuando llegó a la gran encrucijada, al no saber hacia dónde ir, se sentó cerca de la señal kilométrica y se puso a llorar. Y lloró durante tanto rato que la noche cayó mientras las lágrimas corrían entre sus dedos. Las ortigas dejaban inclinarse sus racimos de granos verdes. Los grandes cardos cerraban sus flores violetas, la carretera gris a lo lejos reforzaba su color grisáceo bajo la niebla. De repente, dos garras y un fino hocico se subieron a un hombro de la pequeña; y después un cuerpo aterciopelado por completo, seguido de una cola en penacho, anidó entre sus brazos e introdujo su nariz en la manga corta de paño. Entonces la niña se levantó, y se introdujo bajo los árboles, bajo los arcos que formaban las ramas entrelazadas con breñas picadas de endrinas de donde surgían de improviso avellanos y ablanedos dirigidos hacia el cielo. Y, al fondo de una de aquellas bóvedas negras, vio dos llamas muy rojas. El pelo de la ardilla se erizó; algo rechinó los dientes, y la ardilla saltó al suelo. Pero la niña había corrido tanto por los caminos que ya no tenía miedo, y avanzó hacia la luz.


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7 págs. / 12 minutos / 70 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Casa Cerrada

Marcel Schwob


Cuento


Era una casa extraña, cerrada, gris y cuyas ventanas parecían parpadear; se había acostado a dormir en la cuesta de una calle larga. Su puerta estaba hundida, descolorida y muda, sin cerradura ni timbre ni aldaba. Parecía haber exhibido en el pasado la cruz roja de dos pies con la divisa: «Que Dios tenga piedad de nosotros» que advertía que dentro habitaba la peste. Tal vez también Morgana la había marcado con tiza, antaño, para engañar a los ladrones. Pero el paso del tiempo había desgastado estos signos; las manchas indolentes en la madera descolorida no hablaban ni de peste ni de crímenes y esta puerta parecía emparedada en el silencio.

Las ventanas permanecían cerradas día y noche gracias a unos postigos uniformes y bien ajustados. Incluso en los días de gran calor, si pasabas los dedos por la rendija de las tablillas, podías sentir frío, como si la casa rezumara sombra. A veces, cuando llovía y en el adoquinado palpitaban brillantes regueros de agua, se entreabrían dos postigos para respirar en la tormenta y una cortina roja se inflaba en la profunda negrura de una habitación desconocida.

Durante el día, la casa permanecía terriblemente silenciosa. Ni la lechera ni el cartero llamaban por las mañanas a su puerta. Estaba situada de tal manera que en todo momento parecía aquella ciudad del Alto Egipto, Syena, donde al mediodía del solsticio de verano los cuerpos no dan sombra. Pues sus muros jamás manchaban la luz del sol, y por la noche se envolvía completamente en las tinieblas.

Se cuenta que un día unos niños, tras golpear la puerta descolorida durante largo tiempo, se sentaron delante de ella. De repente, escucharon un horrible juramento procedente del interior, seguido de un nuevo silencio. Y a pesar de golpear de nuevo la puerta con puños y pies y de lanzar arena y barro a las contraventanas, no volvieron a oír nada.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Cruzada de los Niños

Marcel Schwob


Cuento


Introducción

Entre la leyenda y la realidad histórica bascula la historia de la Cruzada de los niños:

En mayo del año oscuro de 1212, un adolescente llamado Esteban de Cloyes, se presentó en la corte del rey Felipe con una carta que, según afirmaba, le había sido entregada por Jesucristo en persona, junto con el encargo de predicar una cruzada. El rey, sin prestarle atención lo envió de regreso, pero el zagal, en vez de volver serenamente a su casa, cayó en un fervoroso delirio y anunció a los cuatro vientos que Dios le había ordenado organizar una cruzada de niños para recobrar de las manos infieles la ciudad santa de Jerusalén. En menos de un mes las prédicas de Esteban habían conseguido reunir a millares de niños; ante la mirada, unas veces atónita, otras burlona, de los adultos, cerca de 30 mil niños franceses, acompañados por algunos religiosos y de otros peregrinos, emprendieron con él una desastrosa marcha a través de Provenza con rumbo a Marsella, desde donde esperaban que el Señor separara las aguas, tal y como lo había hecho con el pueblo judío en el mar Rojo, para que ellos cruzaran el mediterráneo y llegaran a Tierra Santa sin siquiera mojarse los pies. El pastor Esteban viajaba a bordo de un carrito con toldo y los demás a pie.

Al conocerse la noticia, en Alemania, se desencadenó un movimiento semejante, éste al mando de un muchacho llamado Nicolás quien, al igual que Esteban predicaba que el mar se abriría ante ellos. En poco tiempo reunió un ejército de niños que marchaban gustosos a derrotar a los moros. Sólo el Papa Inocencio trató de disuadirlos, cuando un pequeño grupo llegó a Roma, pero, para entonces, ya nada se podía hacer.


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19 págs. / 34 minutos / 137 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Endemoniada

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos montado la mesa bajo los árboles, y el mantel bordado estaba cubierto de hojas muertas. Algunas de ellas flotaban en el champagne, dentro de las finas copas. Tan sólo quedaba una vela, alrededor de la cual se escuchaba un chisporroteo de insectos. Los invitados se habían ido alejando. El sonido de sus voces llegaba de tanto en tanto al bosquecillo en el que me hallaba. Mi inquietud vagabundeaba entre los sueños provocados por una misteriosa persona, cuando de repente me sobresalté, al verla ahí mismo, sentada entre los cubos de hielo y los tazones de plata. Una risa interior la estremecía entera. Una larga linterna anaranjada que colgaba de una rama iluminaba su rostro. Podía ver cómo sacudía sus tobillos, cubiertos con un entramado de oro. Su ropa bailaba en sus caderas y ondulaba en sus senos como los pálidos reflejos de un estanque, y el tul tenía el delicado color de las mantis viajeras. Entonces vi sus manos, juntas una sobre la otra, como una grapa. Y de repente, los músculos de su cuello comenzaron a agitarse. Su melena se torció, sus ojos se dilataron y se fijaron, su boca se abrió, larga y roja. Repitió tres veces ese estremecimiento, como si quisiera hablar. Pero no podía, pues sus labios palpitantes nunca se encontraban y su garganta parecía estrangulada. En la tercera ocasión lanzó una carcajada ronca, mientras sacudía la cabeza, se retorció las manos, jugó a las tabas con trozos de hielo y rompió una copa de champagne con los dientes. Se levantó bruscamente la falda, lanzando una pierna singularmente cubierta de hilos de oro hacia la vela, que tiró; arrancó después la linterna, triturándola. La luz anaranjada se extinguió. Fue entonces cuando la oí suspirar de placer.


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2 págs. / 5 minutos / 51 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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