Textos más largos de Marcel Schwob publicados por Edu Robsy | pág. 2

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autor: Marcel Schwob editor: Edu Robsy


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Un Esqueleto

Marcel Schwob


Cuento


Pernocté una vez en una casa encantada. No me atrevo demasiado a contar la historia porque estoy persuadido de que nadie la creerá. Sin duda alguna aquella casa estaba encantada, pero en ella nada sucedía como en otras casas encantadas. No se trataba de un castillo semiderruido encaramado sobre una colina boscosa, al borde de un precipicio lóbrego. No había sido abandonada desde hacía muchos siglos. Su último propietario no había fallecido de muerte misteriosa. Los campesinos no se santiguaban con pavor al pasar por delante de ella. Ninguna luz blanquecina aparecía en sus ventanas cuando la torre del pueblo daba las doce de la noche. Los árboles del parque no eran tejos y los niños asustadizos no iban a acechar a través de los setos formas blancas al anochecer. No llegué a una hospedería donde todas las habitaciones estaban ocupadas. El hospedero no se rascó prolongadamente la cabeza, con una vela en la mano, ni terminó por proponerme, algo dubitativo, preparar para mí una cama en la sala inferior del torreón. Ni añadió con rostro horrorizado que de todos los viajeros que habían dormido allí, ninguno había vuelto para contar su espeluznante fin. No me habló de los ruidos diabólicos que se escuchaban por la noche en la vieja casa solariega. No experimenté ningún sentimiento íntimo de valor que me impulsara a intentar la aventura. No tuve la ingeniosa idea de proveerme de un par de teas y de un arma de chispa; tampoco adopté la firme resolución de velar hasta medianoche leyendo un volumen suelto de Swedenborg, ni sentí a las doce menos tres minutos que un sueño profundo se abatía sobre mis párpados.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Nupcias del Tíber

Marcel Schwob


Cuento


El trazo de un rayo le servía de camino.

Catulle Mendès (Hesperus)

Cerca de Horta, el Nar desemboca en el Tíber, pero sin obstáculo alguno, ni olas ni espuma; una larga línea amarilla, que tan sólo chapotea un poco, señala la unión de ambos ríos. En sus orillas crecen entremezclados cañas y juncos, frecuentados por martines pescadores y patos salvajes; los sauces derraman sus hojas lloronas y hunden sus ramas combadas en el río moribundo. El reflujo del encuentro calma su corriente y el agua tranquila se cubre de nenúfares que abren y cierran sus amplias corolas blancas sobre sus estambres amarillos. Los corpulentos ditiscos, con sus brillantes élitros, reman bajo el agua entre los tallos de las hierbas rojas; bajo las hojas, los picones erizan sus espinosas aletas.

La diosa Naria se dejaba llevar hasta la orilla, entre las cañas que ondulaban levemente y se apartaban rozando su cuerpo. Se tendía en la hierba, con una cascada de cabellos derramándose por su espalda, apoyando el mentón en ambas manos y los codos en el césped. Relucientes gotas cubrían su cuerpo como perlas rosas, verdes y azuladas; sus negros ojos brillaban como oscuros diamantes y su profunda mirada se extendía hasta la línea amarilla que separaba las aguas del Nar de las del Tíber. Siempre se detenía ahí, su blanco cuerpo jamás se había mancillado en las embarradas turbulencias de agua que ondulaban en el horizonte. Los chapoteos del Nar le murmuraban «adiós» al pasar cerca de ella, entre las cañas.


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5 págs. / 9 minutos / 38 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Lilit

Marcel Schwob


Cuento


Pienso que la amó tanto cuanto se puede amar a una mujer en este mundo; pero su historia fue más triste que ninguna. Él había estudiado durante mucho tiempo a Dante y a Petrarca; las formas de Beatriz y de Laura flotaban ante sus ojos y los divinos versos en los que resplandece el nombre de Francisca de Rímini cantaban en sus oídos.

En el primer ardor de su juventud había amado apasionadamente las vírgenes atormentadas de Correggio, cuyos cuerpos voluptuosamente prendados de cielo tienen ojos que desean, bocas que palpitan y llaman dolorosamente al amor. Más tarde, admiró el pálido esplendor humano de las figuras de Rafael, su sonrisa apacible y su gozo virginal. Pero cuando fue él mismo, eligió por maestro, como Dante, a Brunetto Latini, y vivió en su siglo en el que los rostros rígidos tienen la extraordinaria beatitud de los paraísos misteriosos.

Y, entre las mujeres, conoció primero a Jenny, que era nerviosa y apasionada, cuyos ojos estaban adorablemente rodeados de ojeras, bañados de humedad lánguida, con una mirada profunda. Fue un amante triste y soñador; buscaba la expresión de la voluptuosidad con una acritud entusiasta; y cuando Jenny, fatigada, se quedaba dormida con los primeros rayos del alba, él esparcía guineas brillantes entre sus cabellos soleados; luego, contemplando sus párpados cerrados y sus largas pestañas que reposaban, su frente cándida que parecía ignorar el pecado, se preguntaba amargamente, recostado sobre la almohada, si ella no prefería el oro amarillo a su amor y qué sueños desilusionantes estarían pasando bajo las paredes transparentes de su carne.


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5 págs. / 9 minutos / 54 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Alfiler de Oro

Marcel Schwob


Cuento


Hacía unos instantes que el vaivén de la puerta, que sacudía sus tres ventanales, ya no atraía la atención de las mujeres. Los ingleses salían y entraban, con sus flexibles sombreros, sus pantalones holgados, fumando pipas cortas, sin levantar ningún revuelo. El pequeño ciclista, con aire ingenuo, permanecía solo en un rincón, abandonado por las madamas. Todas estaban mirando a un hombre moreno, pálido, que se había sentado en una mesa del fondo. Tenía unas cejas extraordinariamente espesas, tan tupidas que cubrían el entrecejo; una nariz afilada y una boca muy roja; el cuello encajado en un collar de perro ancho y dorado constelado de brillantes; unos largos guantes rojos rodeados por dos brazaletes de oro amarillo con un único ópalo en la mitad. Un corsé ceñía su torso, aunque la flácida tela de su pantalón evidenciaba la flaqueza de sus piernas. Pero lo más extraño era sobre todo sus ojos, claros y grises, pero sin fondo, encendidos con una mirada fría que caía como atravesando un vidrio pulido.

«Aquí tienes a tu pimpollo, —exclamó Nini-la-Maquillada a Cuello-de-Terciopelo—. Ya me lo prestarás». Julie-la-Cantarina pasó cerca del hombre rozándole el cuello con la punta de sus senos, apenas cubiertos con tul blanco, mientras canturreaba: «No son colgajos, son picaruelos — ¡y apuntan hacia los cielos!». La pequeña Cinco-Minutos-en-mi-Cama, que de reina de los pilluelos de la Plaza Maubert se había convertido de repente en «princesa de los grititos» del bulevar, se acercó a mirarlo delante de sus narices y estalló en carcajadas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Muerte de Odjigh

Marcel Schwob


Cuento


En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de líquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Psicología del Trilero

Marcel Schwob


Artículo


Detrás del puente de Caulaincourt se extienden solares, rodeados de ruinas. La ciudad es ahí salvaje, las casas son dispares y están apresuradamente encaladas; a veces el camino, cortado por hoyos, serpentea entre cabañas. Los cabarés son chozas de ramas reforzadas con tierra seca. Hay tabernas con ventanales en tres de sus caras, muchos de cuyos cristales, rotos a puñetazos, están cubiertos de papel. La barra está vacía, y lo único que se ve en la pared desnuda es la ley Giffre. Las botellas están en la trastienda. Cuando entras, el jefe aparece, revólver en ristre; con una mano te sirve y con la otra te apunta con la pipa para que salte la moneda. Los vagabundos consumen en los bancos, a la luz de una vela; tan sólo se oye la lluvia golpeando las ventanas, el viento empujando las planchas y, de vez en cuando, una ventana de papel que se rompe.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Buffalo Bill

Marcel Schwob


Artículo


En los tiempos en los que los Pieles Rojas aún reinaban en las llanuras, en los que las viejas ciudades americanas, negras y montuosas, temblaban esperando a medianoche el war-whoop de los salvajes, el alarido incendiario, las danzas feroces alrededor de hogueras humanas, la exhibición furiosa de los scalps sangrientos, el robo y aplastamiento de bebés, se alzó en el campo de América un ejército silencioso de pioneros de la civilización que abrió claros entre los árboles a golpes de hacha y vacíos entre los hombres a golpes de agua de fuego. Entonces los Pieles Rojas no querían ser civilizados; se iban retirando lentamente ante los invasores, emigraban hacia el centro, debilitados, diezmados, pero protagonizando a veces tumultuosas refriegas, siempre orgullosos, indomables, solemnes y burlones.

También había entonces poetas que cantaban la epopeya de los Pieles Rojas. Fenimore Cooper tomó la pluma y describió con colorido los sufrimientos de la raza oprimida. Longfellow hizo hablar al sabio Hiawatha en estrofas inolvidables, llenas de una melancolía grandiosa: el profeta fuma una pipa mezclado con los guerreros, aunque sea su Mesías, y del humo oloroso, del incienso que se eleva de la cazoleta, nacen las imágenes futuras, difuminadas en la niebla; se ve a los Rostros Pálidos avanzando, portadores de los funestos presentes de la civilización, de un nuevo mundo que se alza en el horizonte, unos hombres de piel extraña y con otros dioses. Entonces Hiawatha habla a su pueblo y lo calma, anunciando los tiempos que han de llegar. Los guerreros bajan la cabeza, entristecidos; cuando la vuelven a levantar, Hiawatha, el último Profeta Rojo, ya ha desaparecido en la gloria misteriosa del crepúsculo; tal vez haya ido al encuentro de las almas de los ancestros en las Praderas Eternas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Artículos de Exportación

Marcel Schwob


Cuento


Estaba terminando los ecos de sociedad de la Mode des Batignolles cuando vi entrar a un estirado personaje pálido y descarnado que dejó su sombrero en el suelo deslizando dentro un fajo de hojas manuscritas. Murmuró: «Usted escribe un periódico sobre moda, ¿no es así?». Le respondí que de momento nuestro equipo de redacción estaba al completo.

Así que recogió su sombrero y sus papelotes con aire de resignación, se dirigió hacia la puerta y posó la mano sobre el pomo, como si fuera a salir, pero entonces se volvió hacia mí y balbuceó con un tono suplicante: «Sólo le ruego que me diga si tienen ustedes lectores suscritos en el archipiélago de Pomotou».

Consulté el registro y leí:

—Diez medio-suscripciones, dieciocho tercios, treinta y dos cuartos, setenta y dos octavos.

—¿Pero acaso sus habitantes no están enteros? —preguntó, inquieto.

—Sí —le respondí—, pero es que se suscriben en grupo.

Lanzó un suspiro de alivio y prosiguió suavemente: «Trabajo en la exportación. He traído aquí artículos sobre un sombrero-gamba con doble velo, uno para la cara y el otro para el falso moño; un anuncio para un nueva ballena de corsé desmontable, y un corsé con doble fondo que puede servir también de billetera, de porta-cartas y de buzón; un reportaje sobre unos aros articulados con un muelle en espiral para agrandar los senos de las damas cuando se sientan; un estudio a favor de un estupendo invento: falsos pechos de plástico utilizables como biberones en los cuales se puede introducir cualquier preparado que sustituya ventajosamente la leche materna durante la primera infancia… ¿Cree usted que estos artículos podrían tener éxito en Pomotou?».

Comencé a hacer un gesto pero me interrumpió:


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Los Asesinos

Marcel Schwob


Artículo


La banda a la que Monsieur Goron acaba de echar el guante en Asnières es todo un caso de estudio de asociación criminal. Uno se diría de vuelta a los viejos tiempos del asunto de la calle Temple, que inspiró a Eugène Sue Los misterios de París. La viuda Berlant, del Bulevar Voltaire, no tiene nada que envidiar a la madre de Fifi Vollard, alias Tortillard. Yo no creo que se hayan producido grandes cambios desde entonces, salvo tal vez que los asesinos de la banda Soufflard eran hombres hechos y derechos, entre los treinta y cuarenta años, mientras que los de la banda Berlant aún no han cumplido la veintena. Pero quien quiera hablar de la decadencia de la moral pública se equivoca de caso. No existe hoy en día más cinismo que hace cincuenta años: los niños, en vez de hacer una zancadilla a la víctima para colaborar en el robo, ahora también empuñan el cuchillo, esa es la única diferencia.

Me gustaría señalar precisamente la persistencia de las costumbres criminales. Los asesinos de Courbevoie pertenecen a la vieja escuela, que ha marcado generaciones. Doré, el que planificó el asunto, era aprendiz de carnicero. Que conste que hay carniceros buenos y malos, pero los malos no pueden ser peores. Desde hace más de un siglo, los mataderos aseguran importantes siegas a la guillotina. El populacho del oficio de carnicero aporta auténticos contingentes al ejército del crimen y numerosa escolta al verdugo. Los carniceros, que se codean con las clases peligrosas, han tomado su jerga e incluso la han transformado. La última canción de Aristide Bruant es un monólogo de una «tipa de loucherbème» que se ha hecho tanto a las costumbres de su amante que promete a otra pájara «plantarle un bardeo en la chepa».


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Los Señores Burke y Hare: Asesinos

Marcel Schwob


Cuento


El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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