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autor: Marcel Schwob etiqueta: Cuento


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Las Tres Carreras: Mimo XIII

Marcel Schwob


Cuento


Las higueras han dejado caer sus higos y los olivos sus aceitunas, porque algo extraño ha ocurrido en la isla de Scira. Una muchacha huía, perseguida por un muchacho. Se había levantado el bajo de la túnica y se veía el borde de sus pantalones de gasa. Mientras corría dejó caer un espejito de plata. El muchacho recogió el espejo y se miró en él. Contempló sus ojos llenos de sabiduría, amó el juicio de éstos, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha comenzó de nuevo a huir, perseguida por un hombre en la fuerza de su edad. Había levantado el bajo de su túnica y sus muslos eran semejantes a la carne de un fruto. En su carrera, una manzana de oro rodó de su regazo. Y el que la perseguía cogió la manzana de oro, la escondió bajo su túnica, la adoró, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha siguió huyendo, pero sus pasos eran menos rápidos. Porque era perseguida por un vacilante anciano. Se había bajado la túnica, y sus tobillos estaban envueltos en un tejido de muchos colores. Pero mientras corría, ocurrió algo extraño, porque uno después de otro se desprendieron sus senos, y cayeron al suelo como nísperos maduros. El anciano olió los dos, y la muchacha, antes de lanzarse al río que atraviesa la isla de Scira, lanzó dos gritos de horror y de pesar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mano Gloriosa

Marcel Schwob


Cuento


Declaración de la sirvienta:

Yo, Nancy, con una edad aproximada de veinticinco años, aprendiz de cocinera en el hostal del Viejo Hospital, en la región de Muir, habiendo jurado por el Libro revelar toda la verdad sobre el ataque de diciembre de 18…, declaro lo siguiente:

Durante el invierno llegan pocos viajeros, pues la landa está sembrada de pedruscos grises y de brezales, y de hoyos llenos de barro, de manera que los carreteros apenas pasan por Muir, y los que atraviesan la región a pie temen el terrible viento que lo barre todo según se acercan las Navidades. El martes por la tarde, la leche se estaba congelando en los baldes, así que Doll y yo la metimos en la cocina, tras lo cual nos quedamos sentadas al abrigo de la chimenea donde Míster Douglas (el viejo Doug, como solemos llamarle) estaba cociendo manzanas en una marmita antes de irse a la cama. Así que pasamos una velada tranquila con el viejo Doug, Miss Elisabeth, su mujer, y John, el mozo de cuadra. No había ningún viajero en el albergue.

Hacia las diez todos teníamos ya sueño; pero yo tenía que terminar de tricotar un brazal para el niño enfermo de Mistress Dorothen, la hermana de Miss, que vive en la curva. El viejo Doug se llevó la vela, pues la leña del hogar daba suficiente luz para mi labor y estaba tan acostumbrada al movimiento de las agujas que mis dedos tricotaban solos.

Así que me quedé un poco absorta, a la luz temblorosa del fuego rojo, aunque sin olvidarme que había prometido a Doll ir a la cama pronto, pues en las noches de gran frío dormimos juntas. Se oían crujidos fuera, y el whip poor will gritó varias veces en la noche. De repente, se oyeron unos pasos y un golpe en la puerta. Me puse a temblar: debía de ser medianoche y se dice que el Rey negro sale a cazar a esa hora por la landa de Muir.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Endemoniada

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos montado la mesa bajo los árboles, y el mantel bordado estaba cubierto de hojas muertas. Algunas de ellas flotaban en el champagne, dentro de las finas copas. Tan sólo quedaba una vela, alrededor de la cual se escuchaba un chisporroteo de insectos. Los invitados se habían ido alejando. El sonido de sus voces llegaba de tanto en tanto al bosquecillo en el que me hallaba. Mi inquietud vagabundeaba entre los sueños provocados por una misteriosa persona, cuando de repente me sobresalté, al verla ahí mismo, sentada entre los cubos de hielo y los tazones de plata. Una risa interior la estremecía entera. Una larga linterna anaranjada que colgaba de una rama iluminaba su rostro. Podía ver cómo sacudía sus tobillos, cubiertos con un entramado de oro. Su ropa bailaba en sus caderas y ondulaba en sus senos como los pálidos reflejos de un estanque, y el tul tenía el delicado color de las mantis viajeras. Entonces vi sus manos, juntas una sobre la otra, como una grapa. Y de repente, los músculos de su cuello comenzaron a agitarse. Su melena se torció, sus ojos se dilataron y se fijaron, su boca se abrió, larga y roja. Repitió tres veces ese estremecimiento, como si quisiera hablar. Pero no podía, pues sus labios palpitantes nunca se encontraban y su garganta parecía estrangulada. En la tercera ocasión lanzó una carcajada ronca, mientras sacudía la cabeza, se retorció las manos, jugó a las tabas con trozos de hielo y rompió una copa de champagne con los dientes. Se levantó bruscamente la falda, lanzando una pierna singularmente cubierta de hilos de oro hacia la vela, que tiró; arrancó después la linterna, triturándola. La luz anaranjada se extinguió. Fue entonces cuando la oí suspirar de placer.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Vida de Morfiel, Demiurgo

Marcel Schwob


Cuento


Morfiel, al igual que los demás demiurgos, fue llamado a la existencia por una palabra del Ser Supremo, que pronunció su nombre. Enseguida se encontró en el mismo taller celeste que Sar, Tor, Aroquiel, Tauriel, Ptahil y Barroquiel. El demiurgo en jefe, que dirigía el taller, era Avatar. Todos se dedicaban activamente a la construcción de nuestro mundo siguiendo los modelos previstos. Avatar suministró a Morfiel su parte de tierra, agua y metal y le encargó la confección de cabellos. Otros modelaban narices, ojos, bocas, brazos y piernas. Barroquiel se encargaba de las monstruosidades, y deformaba una porción de los productos terminados antes de entregarlos a su jefe Avatar. En efecto, algunos demiurgos ya habían trabajado en otros mundos superiores, y convenía que este fuera diferente. Así que, siguiendo una innovadora idea de Avatar, Barroquiel dividió la naturaleza entre hombres y mujeres, que en el mundo inmediatamente superior al nuestro, como señala Platón, no forman más que un único ser que anda sobre cuatro pies y cuatro manos ordenadas orbicularmente, de forma similar a los cangrejos. Hay una isla en otro mundo inferior al nuestro donde Avatar ordenó dividir de nuevo a los hombres, de manera que estos no tienen más que un ojo, una oreja y una pierna, y su cerebro no está dividido en dos sino que es totalmente redondo. Y lo que para nosotros es par, es impar para ellos. Ya que están hechos siguiendo el modelo de los monocotiledóneos o tubos vivientes que se adhieren a las rocas marinas, por lo que no conciben la segunda dimensión del espacio y piensan que el universo es un intervalo discontinuo. De manera que, saltando sobre su única pierna, atraviesan sin dificultad lo que a nosotros nos resulta impenetrable, murallas o montañas, y cuentan en impar: uno, tres, cinco, siete.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Casa Cerrada

Marcel Schwob


Cuento


Era una casa extraña, cerrada, gris y cuyas ventanas parecían parpadear; se había acostado a dormir en la cuesta de una calle larga. Su puerta estaba hundida, descolorida y muda, sin cerradura ni timbre ni aldaba. Parecía haber exhibido en el pasado la cruz roja de dos pies con la divisa: «Que Dios tenga piedad de nosotros» que advertía que dentro habitaba la peste. Tal vez también Morgana la había marcado con tiza, antaño, para engañar a los ladrones. Pero el paso del tiempo había desgastado estos signos; las manchas indolentes en la madera descolorida no hablaban ni de peste ni de crímenes y esta puerta parecía emparedada en el silencio.

Las ventanas permanecían cerradas día y noche gracias a unos postigos uniformes y bien ajustados. Incluso en los días de gran calor, si pasabas los dedos por la rendija de las tablillas, podías sentir frío, como si la casa rezumara sombra. A veces, cuando llovía y en el adoquinado palpitaban brillantes regueros de agua, se entreabrían dos postigos para respirar en la tormenta y una cortina roja se inflaba en la profunda negrura de una habitación desconocida.

Durante el día, la casa permanecía terriblemente silenciosa. Ni la lechera ni el cartero llamaban por las mañanas a su puerta. Estaba situada de tal manera que en todo momento parecía aquella ciudad del Alto Egipto, Syena, donde al mediodía del solsticio de verano los cuerpos no dan sombra. Pues sus muros jamás manchaban la luz del sol, y por la noche se envolvía completamente en las tinieblas.

Se cuenta que un día unos niños, tras golpear la puerta descolorida durante largo tiempo, se sentaron delante de ella. De repente, escucharon un horrible juramento procedente del interior, seguido de un nuevo silencio. Y a pesar de golpear de nuevo la puerta con puños y pies y de lanzar arena y barro a las contraventanas, no volvieron a oír nada.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Origen

Marcel Schwob


Cuento


16 de julio de 189…

Una larga raya de color tiza caía desde una rendija del postigo haciendo brillar la llave que estaba mirando. El pequeño sello de cera roja aún colgaba de ella. Acababa de abrir el sobre, remitido por el notario, que contenía dicha llave desde hacía muchos años. En primer lugar examiné el acta de defunción; todo parecía correcto, estaba en francés y en inglés, fechado y localizado en una isla de Oceanía. Esto tampoco me sorprendía. Nunca había conocido a mis padres. El notario fue mi tutor y a través de él se pagó anualmente el internado donde crecí. La carta me comunicaba que esta llave abría un cofrecito de madera oriental que contenía mis papeles familiares.

Me costó un poco encontrarlo. No recordaba haber estado nunca en este apartamento, y cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo y de moho. La cerradura del cofre era de plata y hierro y la raya luminosa filtrada por la ventana también la hacía brillar. En cuanto lo abrí, me cayó en las manos una carraca de madera con un anillo de paja trenzada. Mis dedos palparon frasquitos de perfumes ardientes casi evaporados. En el fondo había un paquete de papeles: mi herencia.

Se trataba de hojas timbradas en consulados de islas del Pacífico, así que pronto tuve la certeza de que descendía de una saga de marinos. Llevaban nombres y permisos de entrada, así como visados de salida de recintos especiales, como prisiones u hospitales. Los nombres no son importantes, pues se trataba simplemente de mi abuelo, mi bisabuelo y mi tatarabuelo. Cada acta llevaba consignada la fecha y el lugar de fallecimiento. Mi tatarabuelo murió en 1785, mi bisabuelo en 1811 y mi abuelo en 1849. Pero había un detalle que me chocaba: las tres actas de defunción estaban expedidas en Polinesia y habían sido redactadas en la costa septentrional de las islas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Empédocles: Supuesto Dios

Marcel Schwob


Cuento


Nadie sabe cuál fue su nacimiento, ni cómo vino a la tierra. Apareció junto a las riberas doradas del río Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, poco tiempo después de que Jerjes ordenara azotar el mar con cadenas. La tradición cuenta sólo que su abuelo se llamaba Empédocles: nadie lo conoció. Indudablemente hay que entender de ello que era hijo de sí mismo, cual la conviene a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que, antes de recorrer en plena gloria las campiñas sicilianas, ya había pasado cuatro existencias en nuestro mundo, y que había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Llevaba un manto de púrpura sobre el que se desparramaban sus largos cabellos; alrededor de la cabeza traía una banda de oro, en los pies sandalias de bronce, y llevaba guirnaldas trenzadas de lana y de laureles.

Por imposición de sus manos curaba a los enfermos y recitaba versos, al modo homérico, con acentos pomposos, subido en un carro y la cabeza alzada hacia el cielo. Un gran gentío le seguía y se prosternaba ante él para escuchar sus poemas. Bajo el cielo puro que ilumina los trigos, los hombres acudían de todas partes hacia Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Los dejaba boquiabiertos al cantarles la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol, y el amor, que contiene todo, semejante a una vasta esfera.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Salvaje

Marcel Schwob


Cuento


El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra. Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: «¡Uuu!».

Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía observarla desde lejos.

Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Lucrecio: Poeta

Marcel Schwob


Cuento


Lucrecio apareció en una gran familia que se había retirado lejos de la vida civil. Sus primeros días pasaron a la sombra del pórtico oscuro de una alta casa empinada en la montaña. El atrio era severo y los esclavos mudos. Estuvo rodeado, desde la infancia, por el desprecio por la política y por los hombres. El noble Memio, que tenía su misma edad, sobrellevó, en el bosque, los juegos que Lucrecio le impuso. Juntos se asombraron ante las arrugas de los viejos árboles y espiaron el temblor de las hojas bajo el sol, como un velo verde de luz salpicado de manchas de oro. Contemplaron con frecuencia los lomos rayados de los chanchos salvajes que husmeaban el suelo. Atravesaron palpitantes cohetes de abejas y bandas movedizas de hormigas en marcha. Y un día alcanzaron, al salir de un soto, un claro totalmente rodeado por viejos alcornoques, asentados tan cerca uno de otro como que un círculo cavaba un pozo de azul en el cielo. La quietud en aquel asilo era infinita. Se hubiese creído estar en un ancho camino claro que fuera hacia lo alto del aire divino. Allí, Lucrecio se sintió impresionado por la bendición de los espacios calmos.

Abandonó con Memio el templo sereno del bosque para estudiar elocuencia en Roma. El anciano gentilhombre que gobernaba la alta casa le dio un profesor griego y lo conminó a que no volviese sino cuando poseyera el arte de despreciar las acciones humanas. Lucrecio no lo volvió a ver más. Murió solitario, execrando el tumulto de la sociedad. Cuando Lucrecio volvió había con él en la alta casa vacía, en el atrio severo y entre los esclavos mudos, una mujer africana, bella, bárbara y malvada. Memio estaba de regreso en la casa de sus padres. Lucrecio había visto las facciones sangrientas, las guerras de partidos y la corrupción política. Estaba enamorado.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Séptima: Encantadora

Marcel Schwob


Cuento


Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y las puntas de sus dedos pintadas; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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