El barquero observó con curiosidad a los dos
hombres que andaban por el sendero que se descolgaba como un tajo en la
arcilla. La tierra de alrededor sangraba, moldeada en ocre y hierro. A
lo lejos, las olas habían desmenuzado el acantilado y el recorte de las
bahías se curvaba hasta el campo. En el mar se veía ya el cerco rojizo
crepuscular. Uno de los hombres parecía un viejo vagabundo y llevaba un
garrote. El otro avanzaba con paso juvenil mientras silboteaba.
Descendieron al alfaque del río, una línea clara y verde contra la cual
batía un reflejo amarillo.
Se embarcaron, sin cruzar palabra, en la plataforma y el viejo
estiró las piernas. El barquero navegó en oblicuo al medio de la
corriente. Las escamas del agua se retorcían, rojas y negras, y el río
se enroscaba en las orillas como una serpiente. Mirando hacia el otro
borde, vieron, entre las manchas oscuras y coloridas de los bosques
fluviales y de los cultivos, un anguloso puente de madera que enlazaba
las orillas en la línea del horizonte.
En la última maniobra, los dos hombres se levantaron y cada uno
pagó su pasaje. La orilla opuesta se presentaba negra y tapizada de
brezos. Ascendieron lentamente y desaparecieron detrás de la cresta. El
barquero recogió sus remos, colocó una piedra sobre la cadena de amarre,
se encendió la pipa y se sentó en el fondo de la barca sacudiendo la
cabeza.
—¿Vas a seguir silbando toda la noche? —preguntó el Pestes.
—Si vuestra merced me concede permiso… —respondió Blancas-Manos.
—¡Tanto silbidito…! Se diría que te va lo de vagabundear.
—Pues a lo mejor.
El Pestes se sentó sobre un talud.
—Ya está bien —dijo—, no doy un paso más, ni p’alante ni p’atrás. Tengo los pies machacados y no lo veo claro. Ya no doy ni un paso, ¿te enteras?
—A mí me pesan ya los pies —asintió Blancas-Manos.
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