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autor: Marcel Schwob etiqueta: Cuento


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Barba Negra

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos dejado Jamaica a finales de marzo de 1717, con un buen cargamento de quinquina y de ron. Y teníamos planeado comprar, a lo largo de la costa, variadas frutas de gran excelencia con el fin de venderlas en las islas que no las producen, como guayaba, papaya, mamey, junipa, combari y manzanas de caoba, de entre las cuales no hay nada mejor que los zapotes, que tienen el tamaño de una pera y la carne carmesí. El dueño de nuestra chalupa, la Aventure, era David Harriot y llevábamos a bordo a dos mujeres de alegre vida, españolas, llamadas Machilla y Machillón. Conocían bien la región, y visitaban las posadas para animar a los señores marineros a beber su ron; cada una llevaba en su pecho una pequeña bolsa de piel cosida llena de monedas de a ocho.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Barnum

Marcel Schwob


Cuento


Los carteles se deshilachan patéticamente en los muros, las prensas gimen, los gongs sollozan, los circos se paran, las ferias de exhibición cierran sus salas en señal de duelo y todos los monstruos del Viejo y Nuevo Mundo lanzan al unísono un alarido de lamento. Tal vez los clowns pasmados y anodinos, los aprendices de publicitarios, los gacetilleros insolventes, los reporteros de imposturas y bulos, los exhibidores de feria arruinados, los directores de fenómenos de cualquier naturaleza, hayan sentido pasar, la noche anterior, surcando los cielos del Atlántico, un misterioso bufón alado soplando en una trompeta monstruosa la llamada finisecular: «¡El gran Barnum ha muerto!».

Y el periodismo, y los teatros, y la publicidad comercial, y también ya la propaganda política, artística y literaria, se hacen eco en un estremecimiento común: «¡El gran Barnum ha muerto!».

Diez años antes de la era fatídica del siglo XX, aquel que dio un impulso tan singular a la ciencia de la publicidad acaba de extinguirse en su propiedad de Bridgeport (Connecticut, EEUU). Tuvo la atribulada trayectoria típica de todos los americanos que «desembarcan» en cualquier rama de la actividad humana. Phineas Taylor Barnum fue saltimbanqui, director de una manufactura, financiero en bancarrota, alcalde, candidato al Congreso, hombre de letras y propietario de un circo. En América se pasa de los trabajos físicos a las actividades intelectuales con una facilidad sorprendente. Mark Twain ha sido sucesivamente piloto en el Misisipi, secretario del gobernador de Nevada, minero, obrero cajista, redactor de periódico, reportero en las Islas Sándwich y ahora es uno de los mayores escritores de Estados Unidos y dueño de un maravilloso hotel en Hartford (Connecticut, EEUU). Siempre ha respetado a Barnum; incluso le ha hecho publicidad (con una sorprendente sangre fría) en uno de sus relatos: El robo del elefante blanco.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Blancas Manos

Marcel Schwob


Cuento


El barquero observó con curiosidad a los dos hombres que andaban por el sendero que se descolgaba como un tajo en la arcilla. La tierra de alrededor sangraba, moldeada en ocre y hierro. A lo lejos, las olas habían desmenuzado el acantilado y el recorte de las bahías se curvaba hasta el campo. En el mar se veía ya el cerco rojizo crepuscular. Uno de los hombres parecía un viejo vagabundo y llevaba un garrote. El otro avanzaba con paso juvenil mientras silboteaba. Descendieron al alfaque del río, una línea clara y verde contra la cual batía un reflejo amarillo.

Se embarcaron, sin cruzar palabra, en la plataforma y el viejo estiró las piernas. El barquero navegó en oblicuo al medio de la corriente. Las escamas del agua se retorcían, rojas y negras, y el río se enroscaba en las orillas como una serpiente. Mirando hacia el otro borde, vieron, entre las manchas oscuras y coloridas de los bosques fluviales y de los cultivos, un anguloso puente de madera que enlazaba las orillas en la línea del horizonte.

En la última maniobra, los dos hombres se levantaron y cada uno pagó su pasaje. La orilla opuesta se presentaba negra y tapizada de brezos. Ascendieron lentamente y desaparecieron detrás de la cresta. El barquero recogió sus remos, colocó una piedra sobre la cadena de amarre, se encendió la pipa y se sentó en el fondo de la barca sacudiendo la cabeza.

—¿Vas a seguir silbando toda la noche? —preguntó el Pestes.

—Si vuestra merced me concede permiso… —respondió Blancas-Manos.

—¡Tanto silbidito…! Se diría que te va lo de vagabundear.

—Pues a lo mejor.

El Pestes se sentó sobre un talud.

—Ya está bien —dijo—, no doy un paso más, ni p’alante ni p’atrás. Tengo los pies machacados y no lo veo claro. Ya no doy ni un paso, ¿te enteras?

—A mí me pesan ya los pies —asintió Blancas-Manos.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Corazón Doble

Marcel Schwob


Cuento


PREFACIO

1

La vida humana as interesante en primer lugar per sí misma; pero si el artista no quiere representar una abstracción, tiene que ubicarla en el medio que le corresponde. Todo organismo consciente posee profundas raíces personales; pero la sociedad ha desarrollado en él tantas funciones heterogéneas que sería imposible cortar esos miles de conductos por los cuales se nutre sin provocar su muerte. En el individuo existe un instinto egoísta de conservación; también la necesidad de los otros seres, entre los que se mueve.

El corazón del hombre es doble; el egoísmo es en él la contrapartida de la caridad; el individuo es la contrapartida de las masas; para su conservación, el ser cuenta con el sacrificio de los demás; los polos del corazón se hallan en el fondo del yo y en el fondo de la humanidad.

Así el alma va de un extremo al otro de la expansión de su propia vida a la de la vida de todos. Pero hay un camino que recorrer para llegar a la piedad, y este libro se propone marcar sus etapas.

El egoísmo vital experimenta temores personales: es el sentimiento que llamamos TERROR. El día en que el individuo llega a concebir en los otros seres los mismos temores que le atormentan, interpreta exactamente sus relaciones con la sociedad.

Pero la marcha del alma por el camino que lleva del error a la piedad, es lenta y difícil.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Crates: Cínico

Marcel Schwob


Cuento


Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y además conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que fue a ver una tragedia de Eurípides se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido de harapos y con una cesta en la mano.

Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que distribuiría los doscientos talentos de su herencia a quien los quisiera, y que en adelante le bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos se echaron a reír y se agolparon frente a su casa. Sin embargo, Crates se reía más que ellos. Arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela, unas alforjas y se fue. Llegó a Atenas y anduvo al azar por las calles, y a ratos descansaba apoyado en las murallas, entre los excrementos. Practicó todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates opinaba que el hombre no es un caracol ni un paguro. Se quedó completamente desnudo entre las basuras y recogía cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar sus alforjas. Decía que sus alforjas eran una ciudad vasta y opulenta donde no había parásitos ni cortesanas, y que producía en cantidades suficientes, tomillo, ajo, higos y pan, que satisfacían a su rey. Así Crates llevaba su patria a cuestas, que lo alimentaba.

No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse, y tampoco le daba por insultar a los reyes.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Diálogos de Utopía

Marcel Schwob


Cuento


Cyprien d’Anarque tenía unos cuarenta años. Se habría enfadado si alguien se lo hubiera recordado. Pretendía no depender en absoluto de su edad más que de otra cosa en el mundo. Patilargo, seco y de piel curtida, tenía la mirada ruda y un rostro aquilino, en el que la sonrisa frecuente estaba marcada por dos huecos en las comisuras de los labios. Gran lector de teorías e impaciente ante cualquier contradicción, tenía la religión especial de aquellos que creen en lo que dicen en el momento en el que hablan, esa religión que no tiene más que un fiel, con el que se basta. La fe de Cyprien se había vuelto enfermiza. Sentía hacia su propio yo una adoración tan pura que hubiera sentido náuseas de mancillarlo con el contacto con otro yo; me refiero con un sentimiento, una voluntad, una idea, una palabra que no fuera exclusivamente cipriánica. Lejos de pretender parecerse a los grandes hombres en ciertos detalles familiares (pasión bastante común), descartaba cualquier parecido con horror. Se había enemistado con toda la parentela d’Anarque para evitar los aires de familia. No podía soportar que le encontraran similitud alguna a cualquier ser humano.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Capitán Kidd: Pirata

Marcel Schwob


Cuento


No hay acuerdo acerca de por qué razón se le puso a este pirata el nombre del cabrito (Kidd). El acta por la cual Guillermo III, rey de Inglaterra, lo invistió del mando de la galera La Aventura, en 1695, comienza por estas palabras: “A nuestro leal y bienamado Capitán William Kidd, comandante, etc. Salve”. Pero es seguro que ya entonces era un nombre de guerra. Unos dicen que acostumbraba, elegante y refinado como era, calzar siempre, tanto en combate como en maniobra, delicados guantes de cabritilla con vueltas de encaje de Flandes; otros aseguran que durante sus peores matanzas exclamaba: “Yo que soy suave y bueno como un cabrito recién nacido”; otros aun, pretenden que metía el oro y las alhajas en sacos muy flexibles, hechos de cuero de cabra joven, y que se le ocurrió usarlos el día que saqueó un navío cargado de azogue con el cual llenó mil bolsones de cuero que todavía están enterrados en el flanco de una pequeña colina en las islas Barbados. Basta con saber que su pabellón de seda negra llevaba bordados una cabeza de muerto y una cabeza de cabrito, lo mismo que llevaba grabado en su sello. Los que buscan los muchos tesoros que ocultó en las costas de los continentes de Asia y de América, llevan delante de ellos un pequeño cabrito negro que debe gemir en el lugar donde el capitán enterró su botín; pero ninguno ha logrado nada. El mismo Barbanegra, quien había sido aleccionado por un antiguo marinero de Kidd, Gabriel Loff, sólo encontró en las dunas sobre las cuales se levanta hoy Fort Providence, gotas dispersas de azogue que rezumaban de la arena. Y todas sus excavaciones son inútiles, porque el capitán Kidd declaró que sus escondites serían eternamente ignorados debido al “hombre del balde sangriento”. Kidd, en efecto, fue acosado por ese hombre durante toda su vida, y los tesoros de Kidd son acosados y defendidos por aquél desde que éste murió.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Origen

Marcel Schwob


Cuento


16 de julio de 189…

Una larga raya de color tiza caía desde una rendija del postigo haciendo brillar la llave que estaba mirando. El pequeño sello de cera roja aún colgaba de ella. Acababa de abrir el sobre, remitido por el notario, que contenía dicha llave desde hacía muchos años. En primer lugar examiné el acta de defunción; todo parecía correcto, estaba en francés y en inglés, fechado y localizado en una isla de Oceanía. Esto tampoco me sorprendía. Nunca había conocido a mis padres. El notario fue mi tutor y a través de él se pagó anualmente el internado donde crecí. La carta me comunicaba que esta llave abría un cofrecito de madera oriental que contenía mis papeles familiares.

Me costó un poco encontrarlo. No recordaba haber estado nunca en este apartamento, y cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo y de moho. La cerradura del cofre era de plata y hierro y la raya luminosa filtrada por la ventana también la hacía brillar. En cuanto lo abrí, me cayó en las manos una carraca de madera con un anillo de paja trenzada. Mis dedos palparon frasquitos de perfumes ardientes casi evaporados. En el fondo había un paquete de papeles: mi herencia.

Se trataba de hojas timbradas en consulados de islas del Pacífico, así que pronto tuve la certeza de que descendía de una saga de marinos. Llevaban nombres y permisos de entrada, así como visados de salida de recintos especiales, como prisiones u hospitales. Los nombres no son importantes, pues se trataba simplemente de mi abuelo, mi bisabuelo y mi tatarabuelo. Cada acta llevaba consignada la fecha y el lugar de fallecimiento. Mi tatarabuelo murió en 1785, mi bisabuelo en 1811 y mi abuelo en 1849. Pero había un detalle que me chocaba: las tres actas de defunción estaban expedidas en Polinesia y habían sido redactadas en la costa septentrional de las islas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Zueco

Marcel Schwob


Cuento


El bosque del Gâvre está cruzado por doce grandes senderos. La víspera de Todos los Santos, el sol rayaba aún las hojas verdes con una barra sangre y oro, cuando una niña vagabunda apareció por la ruta principal del este. Llevaba un pañuelo rojo a la cabeza atado bajo el mentón, una camisa de paño gris con botones de cobre, una falda deshilachada, un par de pequeñas pantorrillas doradas, redondas como bolillos, que se introducían en zuecos guarnecidos de hierro. Cuando llegó a la gran encrucijada, al no saber hacia dónde ir, se sentó cerca de la señal kilométrica y se puso a llorar. Y lloró durante tanto rato que la noche cayó mientras las lágrimas corrían entre sus dedos. Las ortigas dejaban inclinarse sus racimos de granos verdes. Los grandes cardos cerraban sus flores violetas, la carretera gris a lo lejos reforzaba su color grisáceo bajo la niebla. De repente, dos garras y un fino hocico se subieron a un hombro de la pequeña; y después un cuerpo aterciopelado por completo, seguido de una cola en penacho, anidó entre sus brazos e introdujo su nariz en la manga corta de paño. Entonces la niña se levantó, y se introdujo bajo los árboles, bajo los arcos que formaban las ramas entrelazadas con breñas picadas de endrinas de donde surgían de improviso avellanos y ablanedos dirigidos hacia el cielo. Y, al fondo de una de aquellas bóvedas negras, vio dos llamas muy rojas. El pelo de la ardilla se erizó; algo rechinó los dientes, y la ardilla saltó al suelo. Pero la niña había corrido tanto por los caminos que ya no tenía miedo, y avanzó hacia la luz.


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7 págs. / 12 minutos / 70 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Eróstrato: Incendiario

Marcel Schwob


Cuento


La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se extendía en la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panorme, desde donde se veía, sobre el mar de abundantes colores, la línea brumosa de Samos. Rebosaba de oro y tejidos, de lanas y rosas, desde que los magnesios, sus perros de guerra y sus esclavos que lanzaban venablos, fueron vendidos a orillas del Meandro, desde que la magnífica Mileto fue arruinada por los persas. Era una ciudad de molicie, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios llevaban túnicas amórginas, transparentes, telas de lino hilado al torno de colores violeta, púrpura y cocodrilo, sarápides color amarillo manzana y blancas y rosas, paños de Egipto color jacinto, con los fulgores del fuego y los matices móviles del mar, y calasiris de Persia, de tejido apretado, ligero, todos ellos tachonados en su fondo escarlata de granos de oro en forma de copelas.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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