Textos más populares esta semana de Marcel Schwob etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 4

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autor: Marcel Schwob etiqueta: Cuento textos no disponibles


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La Endemoniada

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos montado la mesa bajo los árboles, y el mantel bordado estaba cubierto de hojas muertas. Algunas de ellas flotaban en el champagne, dentro de las finas copas. Tan sólo quedaba una vela, alrededor de la cual se escuchaba un chisporroteo de insectos. Los invitados se habían ido alejando. El sonido de sus voces llegaba de tanto en tanto al bosquecillo en el que me hallaba. Mi inquietud vagabundeaba entre los sueños provocados por una misteriosa persona, cuando de repente me sobresalté, al verla ahí mismo, sentada entre los cubos de hielo y los tazones de plata. Una risa interior la estremecía entera. Una larga linterna anaranjada que colgaba de una rama iluminaba su rostro. Podía ver cómo sacudía sus tobillos, cubiertos con un entramado de oro. Su ropa bailaba en sus caderas y ondulaba en sus senos como los pálidos reflejos de un estanque, y el tul tenía el delicado color de las mantis viajeras. Entonces vi sus manos, juntas una sobre la otra, como una grapa. Y de repente, los músculos de su cuello comenzaron a agitarse. Su melena se torció, sus ojos se dilataron y se fijaron, su boca se abrió, larga y roja. Repitió tres veces ese estremecimiento, como si quisiera hablar. Pero no podía, pues sus labios palpitantes nunca se encontraban y su garganta parecía estrangulada. En la tercera ocasión lanzó una carcajada ronca, mientras sacudía la cabeza, se retorció las manos, jugó a las tabas con trozos de hielo y rompió una copa de champagne con los dientes. Se levantó bruscamente la falda, lanzando una pierna singularmente cubierta de hilos de oro hacia la vela, que tiró; arrancó después la linterna, triturándola. La luz anaranjada se extinguió. Fue entonces cuando la oí suspirar de placer.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Séptima: Encantadora

Marcel Schwob


Cuento


Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y las puntas de sus dedos pintadas; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Rampsinit

Marcel Schwob


Cuento


Tras pasar una noche con el ladrón que al despertar le tendió la mano de un muerto, Ahouri, la hija del rey Rampsinitos, se enamoró de él. Y pidió a su padre permiso para casarse con la persona a quien había entregado su virginidad. El viejo rey, que admiraba al ladrón, consintió y le dejó su trono y su tesoro de la cámara enlosada con una piedra angular giratoria. Así fue como el ladrón se convirtió en rey de Egipto y se hizo llamar Rampsinit.

Pero, poco tiempo después, la frente de la reina Ahouri enfermó. Los magos modelaron bolas de arcilla con hierbas secas, escribieron talismanes con tinta negra y roja y acariciaron la nariz de Ahouri con plantas recolectadas en luna llena, como prescribe el libro de Imhotep. Pero el cuerpo de la reina se cubrió de manchas rosadas y fue presa de temblores. Los médicos abrieron entonces el libro de Thot y todos menearon la cabeza.

A la noche siguiente, un grito desgarrador rompió el silencio de palacio. Los embalsamadores llegaron con los primeros rayos del alba portando tres ataúdes dorados y las mujeres lavaron el cuerpo de Ahouri, girando su cabeza hacia el sur. Se realizó un rezo y un embalsamador quebró el cráneo de la princesa introduciendo un gancho afilado por la fosa nasal izquierda. Se realizó otro rezo y el escriba trazó con su cálamo una línea negra en el lado izquierdo de su vientre. Se realizó un rezo más y un matarife sajó siguiendo la línea con un cuchillo de obsidiana traído de Etiopía. Tras lo cual, los esclavos se precipitaron sobre él y lo molieron a palos, pues se trata de un oficio impuro. Entonces lavaron el interior del cadáver con vino de palma e introdujeron las vísceras en cubetas de natrón.

Enseguida la doble de la reina Ahouri escapó por sus labios y huyó hacia la Apertura de la Boca por donde se llega hasta la morada de la diosa Hathor. «¡A Occidente! ¡A Occidente!», gritaron todos los presentes.


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3 págs. / 6 minutos / 42 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Tres Carreras: Mimo XIII

Marcel Schwob


Cuento


Las higueras han dejado caer sus higos y los olivos sus aceitunas, porque algo extraño ha ocurrido en la isla de Scira. Una muchacha huía, perseguida por un muchacho. Se había levantado el bajo de la túnica y se veía el borde de sus pantalones de gasa. Mientras corría dejó caer un espejito de plata. El muchacho recogió el espejo y se miró en él. Contempló sus ojos llenos de sabiduría, amó el juicio de éstos, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha comenzó de nuevo a huir, perseguida por un hombre en la fuerza de su edad. Había levantado el bajo de su túnica y sus muslos eran semejantes a la carne de un fruto. En su carrera, una manzana de oro rodó de su regazo. Y el que la perseguía cogió la manzana de oro, la escondió bajo su túnica, la adoró, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha siguió huyendo, pero sus pasos eran menos rápidos. Porque era perseguida por un vacilante anciano. Se había bajado la túnica, y sus tobillos estaban envueltos en un tejido de muchos colores. Pero mientras corría, ocurrió algo extraño, porque uno después de otro se desprendieron sus senos, y cayeron al suelo como nísperos maduros. El anciano olió los dos, y la muchacha, antes de lanzarse al río que atraviesa la isla de Scira, lanzó dos gritos de horror y de pesar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Nupcias del Tíber

Marcel Schwob


Cuento


El trazo de un rayo le servía de camino.

Catulle Mendès (Hesperus)

Cerca de Horta, el Nar desemboca en el Tíber, pero sin obstáculo alguno, ni olas ni espuma; una larga línea amarilla, que tan sólo chapotea un poco, señala la unión de ambos ríos. En sus orillas crecen entremezclados cañas y juncos, frecuentados por martines pescadores y patos salvajes; los sauces derraman sus hojas lloronas y hunden sus ramas combadas en el río moribundo. El reflujo del encuentro calma su corriente y el agua tranquila se cubre de nenúfares que abren y cierran sus amplias corolas blancas sobre sus estambres amarillos. Los corpulentos ditiscos, con sus brillantes élitros, reman bajo el agua entre los tallos de las hierbas rojas; bajo las hojas, los picones erizan sus espinosas aletas.

La diosa Naria se dejaba llevar hasta la orilla, entre las cañas que ondulaban levemente y se apartaban rozando su cuerpo. Se tendía en la hierba, con una cascada de cabellos derramándose por su espalda, apoyando el mentón en ambas manos y los codos en el césped. Relucientes gotas cubrían su cuerpo como perlas rosas, verdes y azuladas; sus negros ojos brillaban como oscuros diamantes y su profunda mirada se extendía hasta la línea amarilla que separaba las aguas del Nar de las del Tíber. Siempre se detenía ahí, su blanco cuerpo jamás se había mancillado en las embarradas turbulencias de agua que ondulaban en el horizonte. Los chapoteos del Nar le murmuraban «adiós» al pasar cerca de ella, entre las cañas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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